jueves, 8 de septiembre de 2022

Tierra y Libertad

   (Lema atribuido por error al zapatismo, en origen proviene del populismo ruso decimonónico y de ahí pasó al anarquismo. En México fue el lema del PLM y que adoptó el movimiento zapatista. La primera vez que se usó fue en este artículo del periódico REVOLUCIÓN —que relevaba al clausurado REGENERACIÓN.)

 

Por RICARDO FLORES MAGÓN

De las aberraciones en que incurre el derecho de propiedad, es de las más odiosas, sin duda alguna, la que pone las tierras en posesión de unos cuantos afortunados.

Las leyes escritas sancionan la apropiación de tierras; pero como dice Montesquieu «la igualdad natural y las leyes naturales son anteriores a la propiedad y a las leyes escritas», y, agregamos nosotros, deben prevalecer sobre las legislaciones artificiosas que ha forjado el egoísmo para favorecer a las castas privilegiadas, arrojando a la miseria y al abandono a la mayoría, a la inmensa mayoría de los seres humanos.

La Naturaleza no hace distingos; no formó este globo que la avaricia ha convertido en infierno de los desheredados, para que fuera la «cosa» de un reducido grupo de explotadores. Formó este globo de inagotables riquezas, fecundo, prodigioso, magnificente, para que nadie careciera de lo necesario, para que en él la humanidad toda viviera feliz y satisfecha. La Naturaleza es igualitaria: leyes semejantes, precisas, invariables, rigen la vida universal de los astros, y de la misma manera, leyes semejantes, precisas, invariables determinan el nacimiento de todos los hombres. No hay quien sea superior a los demás: todos los hombres nacen iguales, tienen idéntico origen y viven sujetos a las mismas leyes biológicas. ¿Por qué han de ser unos poderosos y otros miserables? La tierra, obra de la Naturaleza ¿por qué ha de ser el feudo de los mimados de la fortuna, en vez del patrimonio de la colectividad, de la humanidad entera?

El derecho a acaparar tierras individualmente, a adueñarse de lo que corresponde a la colectividad, es un atentado contra las leyes naturales que están muy por encima de las leyes escritas que rigen a la sociedad actual. Y ese atentado resulta más odioso si se observa que no es la laboriosidad o alguna otra virtud lo que determina el enriquecimiento de los hombres; al contrario, son pasiones bajas, el egoísmo, la avaricia, la rapacidad, las que generalmente conducen al solio de los próceres.

Uno de los mayores absurdos del régimen capitalista estriba en la injusta y desproporcionada división de las tierras. En México, para no hablar de otros países, esa división, tal como subsiste hoy, es una verdadera calamidad nacional. El territorio mexicano está poseído, casi en su totalidad, por un grupo reducidísimo de terratenientes, quedando cortas extensiones en poder de los pequeños propietarios. La masa de la población, el proletariado tan numeroso como hambriento, no posee ni un palmo de terreno.

Si examinamos esta cuestión, encontraremos que la violencia y la corrupción oficiales han contribuido principalmente a despojar a la colectividad de las tierras que por derecho natural le pertenecen. El Estado, el Gobierno, ha sido un aliado eficaz de los despojadores, de los acaparadores de tierras que en virtud de su crimen, se convierten en grandes, en poderosísimos Señores de vidas y haciendas.

La conquista española nos trajo una irrupción de soldados aventureros y de nobles ambiciosos que mediante la influencia de que gozaban cerca del trono de España o cerca de los Virreyes, les era fácil, sencillísimo, obtener títulos de propiedad sobre terrenos rústicos o urbanos, aunque éstos pertenecieran de antiguo a los indios. Desalojar a los indígenas de sus tierras era cosa trivial y corriente en tiempos de la dominación española, lo mismo que ahora. Así se formaron grandes propiedades, muchas de las que, pasando de generación en generación, aún subsisten en poder de los descendientes de los despojadores primitivos.

Ya independientes, vino la interminable sucesión de guerras civiles que engendraron el caudillaje, tan ávido de riquezas como los dominadores ibéricos. Cualesquier «caudillo» que se insurreccionaba y que alcanzaba éxito en la aventura, una vez encaramado al Poder, se llamaba a sí mismo 'salvador de la patria' y en premio a sus meritorios servicios se adjudicaba terrenos y más terrenos. Sus compañeros de armas también tenían parte en el botín y se improvisaban rancheros o hacendados.

Desde los tiempos del presidente Bustamante hasta las revoluciones de Díaz, los «caudillos» que luchaban por el medro personal y no por la defensa de ideales, jamás perdieron la oportunidad de hacerse de un pedazo de la patria. Hubo «caudillos» que llegaron a poseer estados enteros. En nuestra época tenemos ejemplos vivientes de esos voraces detentadores de tierras, siendo el principal Luis Terrazas, amo y señor de Chihuahua y de parte de Sonora.

Los «caudillos» no reconocieron límites a su ambición: Santa Anna fue dueño de haciendas incontables, lo mismo que Márquez, Miramón y Mejía. Santiago Vidaurri se declaró propietario de gran porción de Nuevo León y Coahuila, y lo mismo hizo Manuel González en Tamaulipas y Guanajuato, Pacheco en Tamaulipas y cien más cuyos nombres callamos.

Habiéndose apoderado los «caudillos» y los favoritos del Gobierno de todas las tierras apetecibles, siendo ya difícil encontrar aunque sea un sobrante qué denunciar, los hombres de dinero y de influencia que quieren engrandecer su feudo, entablan por cualquier pretexto pleitos con los propietarios pequeños e indefectiblemente triunfan en nuestros corrompidos tribunales.

Así, los terratenientes van absorbiendo rápidamente el territorio nacional, que, puede asegurarse, está en manos de unos cuantos. Pero tales propiedades son perfectamente ilegítimas y el pueblo tiene pleno derecho a apropiárselas y distribuirlas de una manera equitativa. Esta solución justa y radical del problema agrario no es de nuestros días, es de un porvenir todavía remoto, bien lo sabemos. Estamos aún distantes de la época en que la colectividad tome posesión de las tierras y se evite así que por medio de ellas, se explote al trabajador que las cultiva y que ve con cólera y desesperación que los productos pasan a los cofres de los propietarios holgazanes e insolentes.

Estamos muy lejos de abolir la explotación del hombre por el hombre, pero nuestro deber es avanzar hacia ese fin noble y fulgente. No podemos instituir nuestra sociedad sobre la base de la igualdad económica porque nos falta educación; no podemos enarbolar como regla de conducta la sentencia de Proudhon: «la propiedad es el robo», pero sí podemos contribuir al mejoramiento del proletariado y a ponerlo en aptitud de que más tarde destruya el monstruo de la explotación y se emancipe por completo.

No suena aún la hora de que la colectividad entre en posesión de todas las tierras, pero sí se puede hacer en México lo que ofrece el Programa del Partido Liberal: tomar las tierras que han dejado sin cultivo los grandes propietarios, confiscar los bienes de los funcionarios enriquecidos bajo la actual Dictadura y distribuirlas entre los pobres. Y esas tierras y esos bienes son inmensos. Hay muchas tierras sin cultivar y favoritos de la Dictadura como Limantour, Terrazas, Corral, Torres, Cárdenas, Molina, Reyes, Dehesa y muchos más, han formado fortunas colosales y son dueños de grandes extensiones de terreno.

El Partido Liberal no defiende principios de relumbrón: lucha por las libertades políticas y por la emancipación económica del pueblo. Quiere para los oprimidos reformas positivas, reformas prácticas. Al mismo tiempo que por la conquista de los derechos cívicos, se preocupa porque el trabajador obtenga mejores salarios y pueda hacerse de tierras.

Por eso nuestro Programa es de verdadera redención, por eso nuestro grito de combate será:

¡TIERRA Y LIBERTAD!

REVOLUCIÓN
N.º 8, 20 julio 1907

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