domingo, 1 de febrero de 2015

Kropotkin en España


No fue en las metrópolis del capitalismo donde se desencadenaron los más importantes procesos revolucionarios. Contrariamente a lo profetizado por Marx, como es sabido y notorio, la revolución se dio en los confines del viejo continente, en Rusia y España, países cuya adscripción a la modernidad no acaba de cuajar todavía, ni siquiera en los últimos años del siglo. Mucho menos, pues, a fines del diecinueve y comienzos del veinte, cuando las posibilidades revolucionarias estaban presentes. En ambos países el movimiento anarquista consiguió, luchando contra las fuerzas que iban a dominar la historia, impulsar formas societarias de democracia directa y poner por obra proyectos autogestionarios. No obstante, los contactos entre los movimientos libertarios ruso e hispánico no proliferaron.

Por lo que hace referencia a Mijail Bakunin, fue en tierras ibéricas donde encontró el mayor fervor popular para su entusiasmo revolucionario, pero personalmente sus contactos con el anarquismo ibérico fueron escasos. En el caso de Kropotkin, que sucedió a Bakunin como figura relevante del anarquismo, sus relaciones con el movimiento libertario ibérico, todo y con ser abundantes, no fueron lo suficientemente estrechas como hubiera sido deseable y conveniente por ambas partes. Empero, el príncipe ruso sí llegó a venir a España; contaba por entonces treinta y seis años y vivía de lleno una etapa consagrada a la agitación. Luego, interesado siempre por los problemas del país, mantuvo múltiples y diversas relaciones con los intelectuales libertarios. De todo ello daremos cuenta en las líneas siguientes.

Una anécdota recogida por Carande puede ilustrar ese carácter en tanto que pueblo —–esto es, no partícipe de los valores dominantes— propio de los habitantes del suelo ibérico. Dice así: «La réplica de Kropotkin, el príncipe anarquista, a la explicación que le daba Castillejos de que la Junta de Ampliación de Estudios enviaba tantos becarios a Londres para que llegaran a ser unos gentelmen [fue]: «¡Ah, claro está!, ahora me lo explico; me explico la impresión que me causaron, en mis viajes en vagones de tercera de los ferrocarriles españoles, lentos y sucios, los aldeanos y otros pobres castellanos que nos ofrecían sus provisiones a la hora de comer, y ayudaban a mi hija a descender del tren y la acompañaban en el andén, cuando ella quería pasearse. Yo no podía imaginar que aquellos viajeros estuvieran educados en Londres».

Puede ser que la cita no sea muy rigurosa. No se tiene constancia de que Kropotkin hiciera más viajes a España que el antes mencionado. Por entonces no estaba todavía casado ni tenía hija alguna. Pero fuese o no su hija la persona a la que colmaban de cuidado y presentes los humildes castellanos, la escena recuerda un pasaje cualquiera de las novelas rusas decimonónicas. El pueblo, al margen de la cultura oficial, y posiblemente debido a ello, poseía en Rusia como en España una cultura propia, unos modos de comportamiento y unos valores distintos y opuestos a los del poder. El anarquismo de los campesinos ucranianos y de los colectivistas hispánicos fue la expresión indómita, altiva y serena de esas formas de cultura popular ajenas a los valores de dominación.

Bakunin, el viaje que no pudo ser

Mijail A. Bakunin, considerado como el prototipo del agitador revolucionario por excelencia, contribuyó con su energía, su capacidad de acción y la fuerza de su inteligencia a cuantas revueltas populares tuvo noticias. Así, anduvo conspirando por toda Europa, y cuando cayó prisionero tras la insurrección de Dresde, los gobiernos de medio continente se disputaban al reo para infringirle los más severos castigos. Conspiró con los nacionalistas paneslavos, que ya es afición a conspirar, y con los más pintorescos exiliados rusos, desde Nechaiev a Herzen y Ogarev. Mandó misivas conspiratorias a los más remotos países, valiéndose de correos no siempre de aceptable catadura moral. Dudosa aceptabilidad, en todo caso, para todos menos para él claro, a quien bastaba con que alguien se le acercase llamándose compañero para que inmediatamente diera inicio una fabulosa conspiración, si más no, por lo menos bajo forma epistolar.

Después de su épica huida del cautiverio zarista cruzando toda Siberia para llegar a Londres vía Japón y Estados Unidos, invirtiendo el viaje de Magallanes, encontró en los círculos de los trabajadores de la Primera Internacional el suelo nutricio para sus afanes revolucionarios, y salvo a burócratas y teóricos socialistas con ínfulas de mandamases, conmovió todas las secciones de la Internacional, desde Holanda a España. Su base de operaciones fue el Jura suizo, donde sus enseñanzas y su ejemplo caló muy hondo. Años después de su muerte todavía su legado entre los relojeros del Jura estaba presente, tal y como nos cuenta Kropotkin en sus Memorias de un revolucionario. Desde su enclave en las estribaciones alpinas, fue a librar batallas revolucionarias a diestra y siniestra, esto es, a Francia e Italia. Pero todo y con el eco que en esas tierras supo despertar, a pesar del reconocimiento caluroso que halló en el Jura, a Bakunin le faltó impregnarse de sabor realmente popular. Sus huestes estaban al otro lado de los Pirineos; y allí grupos de federalistas, residuos de movimientos comuneros, profetas laicos, intelectuales narodnikis… bakuninistas avant la lettre, todos, le hubieran acogido con fervor. Pero no llegó a hacer el viaje que, posiblemente, más le hubiese satisfecho. En su lugar, como es sabido, mandó a Giuseppe Fanelli, de cuya estancia en nuestros lares nos da puntual noticia Anselmo Lorenzo.

Fanelli trajo el bakuninismo a España; fue aquí donde más y mejor se aceptaron los principios y estrategias de la acción anarquista tal y como la concebía Bakunin. Buena parte de los internacionalistas hispanos más destacados frecuentaron al anarquista ruso, pero nada podía sustituir las impresiones directas sobre el movimiento obrero español que hubiera obtenido Bakunin si su varias veces proyectado viaje a España hubiera tenido lugar. El momento más propicio para ello fue el verano de 1873, con ocasión del levantamiento cantonalista. Bakunin apoyó el movimiento, como es lógico, y se sabe, por una carta del 23 de abril de 1873, que recomendó a los jóvenes rusos exiliados, fuesen a España como forma de vincular las dos ramas, eslava y latina, del socialismo antiestatal por encima de barreras y sentimientos de «patriotismo estrecho de raza» al que eran afectos los eslavos. El mismo, llevado de su característico entusiasmo y fervor revolucionario, y alentado, según dice, por compañeros españoles, proyectó el viaje a la España del federalismo en armas, pero tampoco pudo ser. Posteriormente, en julio de 1874, explica los pormenores de su truncado viaje: «En el verano de 1873 la revolución española parecía deber adquirir un desarrollo completamente victorioso. Tuvimos al principio el pensamiento de enviar allá un amigo; después, a instancias de nuestros amigos españoles, me decidí a ir yo mismo. Pero para efectuar ese viaje teníamos necesidad de dinero y nuestra única fuente financiera era Cafiero… [que estaba en su región, en Barletta, Apulia]… Decidimos un joven amigo y yo apremiarle y como era inútil y casi imposible hacerlo por carta, el joven amigo Malatesta fue a su casa. Fue arrestado. Entonces me fue forzoso entenderme con Cafiero por correspondencia, sirviéndome de un idioma simbólico que había sido establecido entre nosotros… [Cafiero era contrario a ese proyecto]». Y Bakunin continúa: «Le demostré la urgencia [de la marcha] y le anuncié al mismo tiempo mi resolución de partir en cuanto me enviara la suma necesaria… [Cafiero respondió] por una carta llena de fraternal afecto… pero al mismo tiempo protestaba contra mi partida y… no envió el dinero…». De hacerse el viaje, tal y como señala Nettlau, habría tenido que ser por mar desde Italia, pues tenía prohibida la entrada a Francia. Ese mismo verano, desolado por no poder participar en la revolución cantonalista, escribió una larga carta, que se ha perdido, en la que «hablaba del federalismo histórico de España, que no fue nunca un estado unitario, de los comuneros, de los fueros, etc., y nada debió agradarle más que ese bello impulso, demasiado poco recordado, de tantas ciudades y distritos, tendiente a declarar su autonomía».

El joven italiano al que con cariño trató siempre Bakunin, Enrico Malatesta, será en muchos aspectos el heredero del anarquista ruso, y tiempo después pudo cumplir el propósito bakuniniano de viajar a España para unirse al afán emancipador del pueblo español.

El viaje de Kropotkin

El ambiente de compañerismo, lucha y reflexión que había encontrado Kropotkin en su visita al Jura bakuninista, en 1872, fue decisivo en su proceso hacia la consolidación de su criterio libertario. Cuatro años más tarde tras conseguir escapar de la fortaleza Pedro y Pablo de San Petersburgo: Kropotkin regresó a las montañas jurásicas para unirse a la labor dinamizadora del movimiento libertario internacional, que recibía su impulso de la federación suiza. Cuando llegó, Bakunin acababa de morir (1 de julio de 1876) y de alguna manera Kropotkin le reemplazaría como principal teórico anarquista. Por entonces inició un periodo de entrega a la elaboración y divulgación del pensamiento libertario.

El primer contacto personal del príncipe libertario ruso con el anarquismo militante hispánico fue por mediación de Severino Albarracín, internacionalista a la sazón exiliado en Suiza, de quien nos dice ser «estudiante a quien un movimiento popular puso a la cabeza de la comuna de Alcoy». Fue éste quien inició a Kropotkin «en las cosas de España». Cuando a principios de junio de 1877, Albarracín regresó a España con la intención de participar en las posibles insurrecciones a punto de estallar al sur de los Pirineos, Kropotkin, en pleno fervor como agitador revolucionario, quiso acompañarle, pero James Guillaume, que fuera dilecto ayudante de Bakunin y uno de los internacionalistas de mayor prestigio, le hizo desistir en los siguientes términos: «creo que no hablando español, sólo podrías prestar servicios como combatiente, pero no es probable que necesiten tanto un fusil más y, por eso, creo que no merece la pena. Así es que mi consejo es que no vayas».

En España, los sectores republicanos seguían conspirando para derrocar a la monarquía, y los internacionalistas libertarios confiaban en sumarse a cualquier levantamiento que se produjera. Especialmente tenían depositadas sus confianzas, en junio de 1877, en la posible sublevación de Ruiz Zorrilla. Poco tiempo después, el 10 de agosto, Albarracín escribía una carta a Kropotkin lamentando que entre los propios internacionalistas hubiesen hecho mella los métodos políticos en detrimento de los estrictamente revolucionarios.

La situación política en Francia fue, desde comienzos de 1878, especialmente dura para los anarquistas. Kropotkin, que andaba siempre camuflando su florida y pelirroja barba, pues era un evadido del presidio zarista en peligro de repatriación, vio estrechado el cerco cuando cayeron algunos de sus amigos personales, como fue el caso de Joaquín Costa, detenido en París en abril. Así es que Kropotkin decidió salir de París para refugiarse en Ginebra, y de ahí, a mediados de junio, iniciar su viaje a España.

Del viaje de Kropotkin por España poco es lo que se sabe. La imposibilidad de consultar sus archivos personales, donde es de suponer que podrían encontrarse cartas y documentos relacionados con el movimiento anarquista hispánico, no permite, por el momento, precisar ni conocer lo más elemental de su estancia de seis semanas en tierras hispánicas.

Su amigo Severino Albarracín había muerto en Barcelona, en febrero de ese mismo año, «asistido por el médico y correligionario García Viñas». Frecuentó mayormente a este último, a quien había conocido en diversas reuniones internacionales. En efecto, García Viñas, formando delegación con Tomás Soriano, había asistido al congreso de la Internacional Antiautoritaria celebrado en Berna, en octubre de 1876, y de entonces debió arrancar su amistad con Kropotkin. La ocasión de renovar esos lazos de amistad la brindaron nuevos comicios en los que ambos participaron, tales como la Asamblea de la Alianza, de fines de agosto, y el siguiente congreso de Viviers, celebrado del 6 al 8 de septiembre, y que habría de ser el último de los comicios de la Internacional libertaria. Así es que José García Viñas, a lo que parece, fue su principal contacto. Mientras estuvo en Barcelona comió en casa del doctor internacionalista y se alojó «en un pequeño hotel de la vecindad».

Posteriormente se fue a Madrid, donde se entrevistó con González Morago, al que había tenido ocasión de conocer durante el congreso de Viviers. García Viñas y Morago representaban las dos posturas encontradas que habían provocado la división de los aliancistas. Así, Termes escribe: «Cuando Kropotkin estuvo en España, en junio-julio de 1878, se había producido la ruptura entre los aliancistas de Barcelona y los de Madrid. Mientras en la capital de Cataluña existía un movimiento obrero, en Madrid predominaban algunas personas «con proyectos más o menos terroristas» (dirigidas por González Morago, probablemente) y los pocos militantes pensaban en los actos individuales». Es de suponer que Kropotkin desaprobara la actitud de Morago y de los compañeros madrileños; no obstante, al parecer, quiso desempeñar una labor conciliadora en la disputa, esforzándose por conseguir la unión de los diversos sectores, según afirman sus biógrafos Woodckok y Avakumovic.

Al margen de sus actividades políticas, sabemos que aprovechó su estancia en la capital para visitar el museo del Prado, «donde “gozó profundamente” contemplando los cuadros de Murillo, de cuyas vírgenes dice que “cada detalle…, sus manos, su pelo, los pliegues de sus vestiduras, se hallan en perfecta armonía con la idea fundamental del cuadro… El éxtasis del amor puro”». Tras lo cual comentan sus biógrafos: «El que apreciase tanto estas obras, con sus figuras femeninas un tanto sentimental izadas y adolescentes, es una interesante manifestación de esa actitud de casi reverencia de Kropotkin hacia las mujeres en sus obras y que resulta difícil creer que no adoptase también en la vida real».

Sabemos también que aprovechó la estancia en España para recoger datos sobre el movimiento insurreccional federalista de 1873. Lo cierto es que hay en la evolución del pensamiento kropotkiniano una constante preocupación por el carácter libertario de la revolución popular, lo cual le llevó al estudio de la Revolución francesa y de la Comuna de París, principalmente, pero es muy posible que las revueltas españolas marcasen también un momento de su reflexión.

Relación de Kropotkin con el anarquismo hispánico

A comienzos de agosto de 1878 Kropotkin regresó a Ginebra. Aunque el momento elegido para su estancia en España no coincidió con el auge de la Internacional, pudo ver, especialmente en Barcelona, la presencia incontrastable de un movimiento obrero antiautoritario consolidado, más allá de las constantes crisis internas y del acoso de represiones externas. A su regreso al Jura encontró que el movimiento estaba en franco declive. Escribió a Paul Robin, el pedagogo libertario: «Aquí las cosas han ido bastante mal. La mayoría de las secciones están desorganizadas, todos están cansados… […] Por lo que a mí respecta, me siento tras mi regreso de España completamente rehabilitado moral y también físicamente más fuerte». Este fortalecimiento de moral lo constata también Max Nettlau: «Volvió de España entusiasmado por lo que había visto en la organización obrera penetrada por el pensamiento libertario».

Su posterior relación con el movimiento anarquista hispánico fue a través de sus contactos personales y por vía epistolar. De esta última, poco podemos precisar, pero en algunos casos debió ser importante. Con García Viñas se hubo de interrumpir pronto, pues en 1880 se retiró del movimiento y volvió a su Málaga natal, desde donde todavía mantuvo alguna correspondencia con Kropotkin. De carácter fuerte, fue calificado por Anselmo Lorenzo de «autócrata»; Kropotkin, por su parte, lo tildó de «jacobino».

Con el resto de figuras sobresalientes del anarquismo hispánico tuvo también relación. Posiblemente fue con Anselmo Lorenzo con el que más, quien le tradujo su monumental La Gran Revolución. A su vez, Kropotkin prologó la obra de Lorenzo: El pueblo, editada por Sempere (Valencia, 1907). De hecho encontramos pocos kropotkinistas tan convencidos como A. Lorenzo, a quien llegó a llamarse el Kropotkin español.

Tuvo suerte el príncipe anarquista en los traductores de su obra al castellano, tal y como puede verse en la bibliografía del presente número. Indicar aquí un breve recuento: Gaspar Santiñón, según afirma V. Muñoz, fue el traductor anónimo de La conquista del pan. José Prat tradujo El estado, su rol histórico. Fermín Salvochea tradujo para La Revista Blanca su folleto El problema social y Memorias de un revolucionario, y, para acabar la nómina, Ricardo Mella traduce y prologa La ciencia moderna y el anarquismo. En opinión de Felipe Aláiz, el prólogo era tan sustancioso o más que el libro. Al mismo tiempo, cada una de estas obras alcanzó tiradas inusitadas en la época y asombrosas en nuestros días.

La propuesta kropotkiniana del comunismo libertario en sustitución de la noción colectivista bakuninista, que fue casi unánimemente aceptada a nivel internacional, fue en España, donde levantó más polémica, pues Llunas y Mella, entre otros, defendieron por un tiempo el colectivismo. De hecho, el debate, muy tratado en todos los estudios históricos posteriores, fue un tanto espurio. El mismo Kropotkin no lo tuvo muy en cuenta, y en una carta publicada por El Productor (10 mayo 1889), a este propósito escribió: «la discusión que se suscita entre comunistas y colectivistas españoles, fúndase las más de las veces en erróneas interpretaciones». Como es sabido el debate quedó más o menos saldado con la intervención diplomática y salomónica de F. Tarrida del Mármol, que acuñó el término «anarquismo sin adjetivos» contentando a todos, hasta al mismo Kropotkin.

Muerto Albarracín, distanciado García Viñas y reducida a la mera relación epistolar su amistad con Lorenzo, será precisamente Tarrida del Mármol quien mantuvo una relación más íntima con el anarquista ruso. En efecto, a partir de la década de los noventa y hasta la partida de Kropotkin de Londres rumbo a Rusia, en 1917, Tarrida, exiliado en la capital inglesa todos estos años, fue uno de sus amigos más allegados. Tarrida, el anarquista español sin adjetivos, ingeniero de profesión, compartía con Kropotkin también la preocupación científica.

El episodio más lamentable en la vida de Kropotkin fue, sin duda, su adhesión a la causa aliada durante la Gran Guerra. El famoso «manifiesto de los dieciséis» claudicando del antimilitarismo fue replicado por Malatesta, Rocker, E. Goldman, A. Berkman y la mayoría del movimiento anarquista internacional. Pero la actitud de Kropotkin y los firmantes del manifiesto había abierto un cisma. De entre los intelectuales anarquistas españoles, buena parte de ellos, Ricardo Mella, F. Urales, E. Quintanilla, S. Gustavo, J. Mir i Mir, siguieron al libertario ruso en el desafortunado desliz.

Al margen de sus contactos personales y de cuestiones editoriales, la preocupación de Kropotkin por «las cosas de España» no menguó con el tiempo. Desde las diversas publicaciones en las que intervenía se fue pronunciando sobre los hechos puntuales por los que atravesaba el movimiento (bomba del Liceo, proceso de Montjuic, el caso Ferrer Guardia, etc.) y alcanzó a tener noticias de la aparición y fuerza de la CNT. Poco antes de morir recibió en su casa de Dmitrov la visita de Ángel Pestaña, y el saludo que por su mediación hizo «a todos los anarquistas de España, de quienes conservo afectuosos recuerdos» constituye una cordial y emocionada despedida.

Publicado en Polémica, n.º 47-49, enero 1992.

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