martes, 16 de julio de 2013

El espíritu cristiano


ANSELMO LORENZO

Hemos hablado repetidas veces del fiasco del cristianismo, catolicismo y sectas evangélicas inclusive; hoy hemos de tratar exclusivamente este asunto.

Bastaría a nuestro propósito el siguiente párrafo de la Encíclica sobre el socialismo:

«Suprimidas en el siglo pasado las corporaciones de artes y oficios sin sustituirlas con otra cosa, al mismo tiempo que las instituciones y las leyes se alejaban del espíritu cristiano sucedió que poco a poco los obreros quedaron solos e indefensos enfrente de la codicia de los patronos y de una desenfrenada competencia. Aumenta el mal, una usura devoradora que, a pesar de haber sido tantas veces condenada por la Iglesia, sin embargo, existe del mismo modo, aunque con nueva forma, ejercida por hombres codiciosos y especuladores. Añádase a esto el monopolio de la producción y del comercio, ejercido por un número relativamente muy pequeño de grandes capitalistas, los que han impuesto a la infinita multitud de los proletarios un yugo poco menos que servil.»

La declaración es terminante: por ella se ve que lo que los cristianos consideran como la obra de un ser que todo lo sabe y todo lo puede, elaborada desde el momento en que fue pronunciada en el Paraíso la maldición contra la serpiente hasta que llegó la plenitud de los tiempos, prometida en la ley y en los profetas, ha fracasado, según declaración del Pontífice católico, única persona que tiene competencia para declararlo.

Ahí están sus palabras:

«Las leyes y las instituciones se alejaban (están, pues, lejos), del espíritu cristiano».

Para comprender el alcance y la significación del espíritu cristiano nada más autorizado que los textos evangélicos, en los cuales hallamos:

«Acabado de verificarse el sacrificio del Calvario, los apóstoles habían recibido la ciencia infusa por el Espíritu Santo, y Pedro predica al inmenso pueblo (judios y extranjeros) reunido con motivo de la fiesta de Pentecostés, dándose el caso milagroso de que cada uno le entendía en su propia lengua.

»Tres mil personas se bautizaron aquel día. Todos perseveraban en la doctrina y en la comunión, vivían juntos y tenían todas las cosas en común. Los propietarios vendían las haciendas y su producto lo repartían equitativamente y comían juntos con alegría y sencillez de corazón.» (Hechos de los Apóstoles, II)

A la vista tengo la Biblie Populaire, que es como la recopilación de los comentarios con que los curas han corregido lo que llaman la revelación divina, y aunque al llegar a este punto alaba el comunismo de aquellos cristianos, desliza el siguiente párrafo:

«Sin embargo, ese desinterés era puramente voluntario. Los apóstoles enseñaban el desprecio de las cosas terrenas y aconsejaban la pobreza como un principio de perfección, pero no obligaban a sus discípulos a renunciar a sus bienes y despojarse en provecho de los otros de todas sus propiedades. Jesús consagró el principio de la propiedad al sancionar el Decálogo, y los apóstoles proclamaron siempre el respeto a la propiedad ajena como uno de los primeros deberes del hombre hacia sus semejantes.»

Pero la rigidez evangélica no admite esos sofismas, y en prueba de esta afirmación véase lo que refiere el cap. V del libro citado de los Hechos, en sus primeros versículos:

«Ananías vendió una posesión, y de acuerdo con Safira, su mujer, se reservó una parte del precio, y el resto, como si fuera el todo, lo puso a los pies de los apóstoles. Pedro le dijo: ¿Por qué ha llenado Satanás tu corazón a que mintieses al Espíritu Santo, y defraudases del precio de la heredad? A este apóstrofe Ananías cayó muerto. Tres horas después compareció Safira, que ignoraba el fin desastroso de su marido, y preguntóle Pedro: ¿Vendisteis en tanto la heredad? Sí, respondió ella. Apostrofóla Pedro duramente por haberse concertado con su marido para defraudar a la comunidad, y la infeliz mujer cayó muerta también. Este castigo afirmó la fe de los creyentes.»

No es preciso insistir para demostrar hasta la evidencia que esa rigidez evangélica, o si se quiere el espíritu cristiano, a pesar de cuanto digan en contrarío del libro sagrado o sus panegiristas, no ha existido jamás; ha sido una utopía con la que se ha pretendido amoldar la naturaleza humana de una manera diferente a su esencia íntima. De otro modo, no hubieran gastado tanto tiempo en balde los padres de la Iglesia ensalzando un comunismo ideal y anatematizando en los cristianos el egoísmo, la usura y la propiedad individual en términos harto enérgicos.

La historia está llena de calamidades, guerras y desastres de todo género, producidas por las enemistades constantemente sostenidas por cristianos contra cristianos, dejando en ridícula evidencia este apotegma del maestro:

«En esto conocerán todos que sois discípulos míos: en que os amáis unos a otros.»

La constitución interior de las naciones ha sido siempre una máquina de tiranía y explotación ejercida por los poderosos contra los débiles, cristianos todos, hermanos, hijos de Dios y herederos de su gloría, según a sí mismos se proclaman, y hemos de decirlo bien alto: cuantos pasos se han dado contra tiranos y explotadores se debe, no al espirito cristiano, sino a la Revolución que de él nos apartaba; ella ha destruido la falacia del dogma, hundió el sanguinario Tribunal del Santo Oficio, derribó poderes autocráticos, aniquiló privilegios, niveló la dignidad humana sobre toda casta y categoría social, males todos a la sombra del llamado espíritu cristiano cobijados, y por último, se propone dar a todos y a todas la propiedad absoluta de la propia persona y la participación correspondiente en el patrimonio universal.

Esa misma Iglesia, complaciente con los poderes constituidos, porque estos para ella son el brazo secular que la sostiene o le sirve de instrumento o aun de verdugo, bendice al rey absoluto, al césar usurpador, al rey constitucional o al presidente de república si, como el cura del cuento, profesan la máxima de que una cosa es predicar y otra dar trigo; predica la pobreza para los pobres y para sí se reserva las riquezas, los ornamentos brillantes, los palacios suntuosos, los cómodos conventos, las confortables casas rectorales, el celibato libre de cuidado y las amas y las penitentes frescachonas.

Considere esa multitud de proletarios que, según la frase de León XIII, «vive sometida a un yugo poco menos que servil», de qué ha servido y sirve ese espíritu cristiano, y ponga de una vez sus esperanzas y sus energías al lado de la negación revolucionaria que destruye la tradición y la rutina y afirma el progreso y la justicia.

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