sábado, 10 de marzo de 2012

Socialismo antiautoritario

Por ANIBAL D’AURIA

El anarquismo se autodefine como socialismo libertario, esto es, antiestatista. No sólo desconfía del Estado como gestor de la economía (su monopolio de los medios de producción sería tan despótico o más que el monopolio que ejercen los capitalistas privados), sino también del Estado como instrumento revolucionario (aspecto que se vincula más con el punto siguiente: «coherencia entre medios y fines»). Para los anarquistas, el Estado no es un mero epifenómeno del modo en que está estructurada la producción y la vida económica, sino que es un mal en sí mismo, cómplice de la explotación económica, pero con intereses también propios. Y esto vale también para la Iglesia. El capitalista, el burócrata gobernante y el sacerdote representan —aunque interrelacionados y cómplices— tres tipos de opresión (anti) social.

En su antiestatismo, el anarquismo se reconoce heredero de algunas tesis liberales, pero no acepta la propiedad privada de los medios de producción (esta instancia es la que hace del liberalismo una ideología del capitalismo). Los anarquistas pretenden la abolición de la propiedad privada de los medios de producción y la abolición del lucro: por eso son socialistas. Pero también se distancian de los socialistas que confían en el Estado como regulador de la producción (Louis Blanc, por ejemplo) y de los socialistas que lo ven como un instrumento de la revolución que conduciría ulteriormente a su propia extinción (como se piensa desde el marxismo). Así, los socialistas de Estado —tanto los que aceptan el juego electoral como los que pretenden llegar a su conducción por vía revolucionaria— y los socialistas que pretenden llegar a una ulterior sociedad libre a través del Estado, son, para los anarquistas, socialistas autoritarios, y como tales, contradictorios, falsos socialistas; porque el Estado es la negación de la sociedad: el Estado es la imposición coactiva de un falso orden (injusto por opresivo), esto es, de un orden aparente. El auténtico orden será resultado de la organización espontánea de la sociedad sobre bases libres, prescindente de toda instancia coactiva. De allí las propuestas autogestionarias y confederativas (ni propiedad capitalista, ni Estado).

Pero el antiautoritarismo anarquista no está sólo dirigido contra el Estado y contra el capitalismo —formas política, económica e históricamente determinadas—, sino contra todo modo de autoritarismo. Y encuentra el origen de la idea de autoridad (en sentido de dominio) en la idea de dios; de ahí su antiteologismo militante. Capitalismo, Estado y dominio (dios) son tres aspectos indisociables: ni dios, ni patrón, ni Estado. El anarquismo no concibe tensión entre igualdad y libertad; ambas se reclaman mutuamente. Sólo una mala comprensión de esos valores puede llevar a entenderlos como incompatibles o en tensión. Es claro que el anarquismo parte de una antropología y una psicología filosóficas diferentes a las de los liberales burgueses: para los ácratas el egoísmo (la satisfacción individual) no es incompatible con la cooperación y solidaridad (ayuda mutua). Y respecto del marxismo, los anarquistas no sólo difieren en su concepción de la revolución; es obvio que tampoco comparten con aquél la rigidez de su filosofía de la historia. Incluso en los anarquistas más positivistas, materialistas e historicistas como Bakunin y Kropotkin, podemos hallar una concepción de la historia más flexible que en el marxismo ortodoxo.

El anarquismo frente al Derecho,
«Introducción al ideario anarquista», 2007.

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