Ángel J. Cappelletti
Por una curiosa coincidencia (que en realidad no es tal) los historiadores liberales y marxistas suelen llamar a lo que sucedió en España durante los años 1936 y 1939, «la guerra civil», y dan una interpretación básicamente idéntica al sentido de aquellos dramáticos acontecimientos. Para los liberales se trata de una lucha, crucial para los destinos del país y del mundo, entre la república democrática y la reacción fascista; para los marxistas, de un esfuerzo por establecer una democracia parlamentarista como antecedente de un futuro (remoto) Estado socialista, combatido a sangre y fuego por la aristocracia terrateniente, el capitalismo internacional, el clero y los militares, con ayuda de la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini. Los fascistas, por su parte, hablan de la «Cruzada» y, a veces (avatares semánticos), de la «Guerra de Liberación Nacional». Si prescindimos de esta última interpretación, que no deja de ser válida como descripción de las intenciones de los «rebeldes», ya que toda «Cruzada» supone el propósito de imponer a un pueblo «la cruz», esto es, la dominación ideológica (y política) de la Iglesia Católica, es preciso aclarar la insuficiencia de la hermenéutica liberal-marxista.
Lo sucedido en España durante aquel trienio, no fue simplemente una guerra entre republicanos y monárquicos, entre demócratas y totalitarios, entre liberales-socialistas y falangistas, sino algo mucho más hondo y transcendente: una revolución social. Surgida con ocasión del levantamiento de los militares facciosos, esta revolución, que se venia preparando desde 1931(y aún desde mucho antes), comportaba una transformación radical de las estructuras económicas y sociales, la instauración de una sociedad sin propiedad privada, sin clases y sin Estado. Sus protagonistas fueron los obreros industriales, los mineros, los campesinos asalariados o minifundistas y, en general, los trabajadores de todas las regiones de España. Pocos intelectuales participaron en ella, aunque algunos adhirieron más tarde a su proyecto. El «lumpen», que tanto falangistas como comunistas suelen presentar como actor de la gesta revolucionaria, no hizo sino seguir —a veces por mero oportunismo, a veces por desesperación heroica— el impulso creador de los trabajadores. El motor «político», por así decirlo, fue sin duda la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) (Cfr. J. Peirats, La CNT en la revolución española, París, Ruedo Ibérico; Móstoles (Madrid), Ediciones Madre Tierra, 1988). Hubo pequeños núcleos marxistas que, coincidiendo con los anarquistas y anarco-sindicalistas, adhirieron, más o menos plenamente, al proyecto revolucionario (grupúsculos del PSOE, marxistas independientes, comunistas anti-estalinistas del POUM), pero es evidente que nada hubieran podido hacer, frente a los planes del gobierno republicano-socialista y del Partido Comunista, sin el aliento encendido y la vibrante actividad de la CNT. Gracias a ésta, el enfrentamiento con los militares fascistas y con la Iglesia ultrarreaccionaria se convirtió en verdadera revolución social, con gran indignación de republicanos burgueses, socialistas y comunistas. Las tesis del Partido Comunista, formado por trabajadores de cuello blanco, pequeños rentistas, burócratas e intelectuales a sueldo del Kremlin, eran las siguientes:
1. Es preciso vencer al fascismo en armas con un ejército profesional y bien disciplinado (con sus respectivos generales y mariscales al estilo de Stalin). Trotski, organizador del ejército soviético, había escrito en su libro Los Orígenes del Ejército Rojo: «Las ventajas de una organización y una estrategia centralizada se ponen tan rápida y claramente de manifiesto que los principios fundamentales de la organización del ejército son actualmente indiscutibles» (Cfr. H. Abosch, Crónica de Trotski, Barcelona, 1974, pág. 72).
2. La meta política es el establecimiento de una república parlamentaria y la instauración de una democracia representativa. Es preciso construir un Estado que asegure la libertad de prensa, el laicismo, la educación popular.
3. De ninguna manera se debe aspirar a una colectivización masiva y, sobre todo, es preciso evitar que los sindicatos y las agrupaciones obreras y campesinas tomen en sus propias manos la dirección de fábricas y explotaciones agrícolas. «La consolidación de la república burguesa» era el lema proclamado por el Partido Comunista. Consideraba que de ello dependía el futuro del socialismo en España. Fácilmente se comprenderá que los socialistas reformistas y los republicanos estuvieran encantados con los comunistas. Éstos se habían dejado ganar por el «buen sentido» burgués. «Paso a paso y ordenadamente» parece una consigna sensata (y tal vez lo sea), pero la historia demuestra que es una consigna contraproducente cuando se lanza en un contexto y en una situación social revolucionarios.
Los bolcheviques habían adoptado ya, con Lenin, esa consigna, organizando un ejército profesional (y, por tanto, feudal), enajenando el poder de los soviets en un omnipotente Politburó. Lo que pudo haber sido el primer país socialista del mundo se convirtió así en un gigantesco imperio tecno-burocrático (cuya analogía histórica más cercana parece encontrarse en el milenario mandarinato chino) y generó una nueva y lamentable especie de capitalismo de Estado (Cfr. A. Guillén, El Capitalismo Soviético: Última etapa del Imperialismo, Madrid, 1979). Este programa, aconsejado tanto por la «prudencia» reformista como por los intereses de la Rusia de Stalin, dio lugar a una lucha sin cuartel contra los anarquistas y la CNT y contra el POUM (errónea o maliciosamente calificados de «trotskista» por la ortodoxia estalinista).
Los burócratas comunistas (como Comorera en Barcelona) pusieron toda clase de obstáculos a la labor revolucionaria de la CNT; la brigada de Líster saqueaba las colectividades anarquistas de Aragón, etc. En mayo de 1937 organizaron una redada de exterminio contra el POUM, que Orwell describe magistralmente en su Homenaje a Cataluña.
No pocos anarquistas, como el brillante periodista y escritor italiano Camilo Berneri, fueron también asesinados. Los comunistas, numéricamente insignificantes pero muy disciplinados y hábiles en la intriga política, habían logrado con el apoyo de la Unión Soviética (que no entregaba armas a la República y menos a los Sindicatos sino sólo al Partido, por intermedio de un siniestro personaje llamado Ostrowski) dominar de hecho el gobierno central. Negrín y sus acólitos les servían de testaferros 8Cfr. Gastón Leval, Ne Franco ne Stalin, Milán, 1952).
La prensa comunista, secundada por buena parte de la republicana y la socialista, desató una campaña de calumnias contra la CNT y los anarquistas (campaña que, por lo demás, tenía un ilustre precedente histórico en el panfleto de Engels, Los bakuninistas en acción). Mientras luchaban, pues, contra republicanos burgueses, socialista reformistas y comunistas estalinianos en el frente interno y contra los fascistas en el externo (con hombres de la talla de Durruti y Cipriano Mera) (Cfr. J. Llarch, La muerte de Durruti, Madrid, 1976; A. Proudhommeaux, Cahiers de terra libre, 1937), la CNT, la FAI y los anarquistas realizaron entre 1936 y 1939 la más profunda experiencia revolucionaria de nuestro siglo (Cfr. Vernon Richards, Enseñanzas de la Revolución española, Madrid, 1977), después del fracaso de la Revolución rusa, con la derrota de Majno (Cfr. Volin, La Revolución desconocida, Buenos Aires) y el exterminio de los obreros y marinos de Kronstadt por obra de Lenin y Trotski (Cfr. Emma Goldman, Living my Life; D. Guerín, Ni Dios ni Amo, Madrid, 1977, II, pág. 166 ss.) Esta revolución social tendía a instaurar el único socialismo «real» y posible, el que atribuye todo el poder a todo el pueblo trabajador, sin mediaciones políticas y sin manipulaciones burocráticas (Cfr. Anatol Gorelik, Cómo conciben los anarquistas la revolución social, Barcelona, 1936). Y, sin embargo, tanto la prensa «democrática» y «socialista» como la literatura académica parecen olvidar o minimizar el alcance de la misma, cuando no la consideran como un hecho antihistórico (Cfr. E. Líster, Nuestra guerra, París, 1966).
Como muy bien dice Noam Chomsky: «En las obras de Historia recientes esta revolución esencialmente anarquista, que condujo a un importante cambio social, es tratada como una especie de aberración, un molesto contratiempo que impedía la victoriosa prosecución de la guerra y la protección del régimen burgués amenazado por la rebelión franquista» (American Power and the New Mandarins, 1969, pág. 65).
¿En qué consistió concretamente esta Revolución y cuáles fueron sus bases ideológicas? ¿Cuáles fueron sus metas y en qué medida se lograron? «En 1930 —recuerda Frank Mintz— se publicó un libro que iba a ser el respaldo ideológico del anarquismo español y que el Comité Nacional de la CNT mando traducir. Era del anarcosindicalista francés Pedro Besnard, Les Syndicats ouvriers et la revolution sociale. Describía el autor la toma de las industrias por los sindicatos y su gestión federalista» (La autogestión en la España revolucionaria, Madrid, 1977, pág. 45). El esquema que reproducimos tal como lo da el mismo Mintz, era el siguiente: «Industria: “Comités de talleres, consejo de fábrica, sindicato obrero de industria, uniones locales y regionales; federaciones nacionales e internacionales de industria; consejo económico del trabajo”. Cada organismo “será revocable a cada momento por estas asambleas o congresos”. Agricultura: (Granjeros y arrendatarios). “Había que esforzarse por hacerles entender la necesidad de la explotación común y colectiva”. “De este modo, sólo quedarán dos formas de explotaciones agrícolas: las explotaciones colectivas y las explotaciones artesanales”. La supresión de la herencia hará desaparecer por entero la segunda categoría al cabo de una generación”. Intercambio internacional: “El trueque y el pago en moneda”. “El oro no será más que un medio, un instrumento de evaluación y nada más”. Intercambios nacionales: “Conocemos demasiado las distorsiones del dinero para continuar utilizándolo en los intercambios. (La distribución se hará) con la presentación de la libreta de trabajo o de individualidad. (Los precios serán invariables y se evaluarán en antigua moneda y no habrá ‘pago real’, será un ‘juego de letras’)”. Conclusión: “No vengan, sobre todo, por incapacidad o pereza, a afirmar otra vez, como se ha hecho hasta ahora, que la improvisación bastará para todo y que es inútil prever”.» No faltaron, por lo demás, entre los mismos militantes españoles de la CNT expositores claros y lúcidos de las bases ideológicas de la revolución social y de los planes y medios orgánicos para su realización práctica. Citemos, como ejemplo, al médico Isaac Puente y al periodista Diego Abad de Santillán (Cfr. F. Mintz, op. cit., págs. 48-49). El primero de ellos «refutaba en ocho puntos los prejuicios contra el comunismo libertario; presentaba un cuadro comparativo de la organización política y de la organización de la Sociedad sin Estado y sin propiedad particular. Para esto no hay necesidad de inventar nada, ni de crear ningún organismo nuevo. Los núcleos de organización, alrededor de los cuales se organizará la vida económica futura, están ya presentes en la sociedad actual: son el Sindicato y el Municipio libre» (El comunismo libertario, 1932, pág. 6). Santillán, a su vez, exponía así su visión del camino a recorrer, cuya ventaja era, como dice Mintz, «que racionalizando la sociedad tal como era, y la fuerza del ejemplo convenciendo a los demás, se instauraba el comunismo libertario sin mayores obstáculos»: «Hay diversas organizaciones obreras en España; todas deben contribuir a la reconstrucción de la economía y a todas se les debe dejar su puesto. La revolución no rehúsa ningún aporte en ese terreno; luego, fuera de la producción y de la distribución equitativa, obra de todos y para todos, cada cual propiciará la forma de convivencia social que mejor le agrade de igual forma no negaremos el derecho a la fe religiosa a los que la tengan, como a su ostentación» (El organismo económico de la revolución, Barcelona, 1936, pág. 33). Es cierto que, como anota Mintz, estas ideas (sobre todo las referentes a la libre asociación y a la libertad de religión) no fueron respetadas por muchos anarquistas, pero eso fue más fruto del apasionamiento provocado por la lucha de clases que consecuencia de los planes y programas de la CNT. Veamos, por ejemplo, lo que sucedió en una de las regiones donde menos arraigó el impulso revolucionario anarquista y anarco-sindicalista, es decir, en Castilla. Comencemos por el campo, donde desde 1931 habían triunfado los partidos de derecha (Cfr. Richard A. H. Robinson, Los orígenes de la España de Franco, Barcelona, 1974, pág. 85, 131 ss.).
A un mes del final de la guerra y del triunfo fascista había allí unas doscientas cuarenta colectividades agrarias, que comprendían veintidós mil seiscientas sesenta y cuatro familias (José Luis Gutiérrez Molina, Colectividades libertarias en Castilla, Madrid, 1977, pág. 26). En las colectividades, el afiliado «entraba a formar parte de éstas con todas sus pertenencias, que las ponía en el fondo común de la colectividad» y «si alguno quería retirarse, por norma general podía llevarse aquello que aportó en el momento de su ingreso y que constaba en el libro de registro de la colectividad» (Ibid., pág. 28). «Una de las mayores aspiraciones era la desaparición del salario, y para ello cada colectivista, a veces, tenía derecho a una serie de productos y una retribución familiar. Por ejemplo, en la colectividad de Dos Barrios, en la provincia de Toledo, los solteros cobraban treinta y dos pesetas, y los matrimonios cuarenta y cinco, añadiéndose quince pesetas por hijo que trabajaba y una por hijo que no trabajaba. Los ancianos e inválidos cobraban doce pesetas. En cuanto a los hijos de las viudas, la retribución era igual a la de los hijos de los matrimonios. Los huérfanos tenían oportunidad de acogerse a una casa-colegio que la colectividad había fundado; si no, recibían quince pesetas. Y así, con escasas diferencias, sucedía en todas las localidades donde existía una colectividad» (Ibid., pág. 28) (Cfr. Macario Royo, Cómo implantamos el comunismo libertario en Mas de las Matas, Bajo Aragón, Barcelona, 1934).
Estas empresas autogestionarias —contra lo que la prudencia burguesa preveía y contra lo que los comunistas esperaban— fueron sumamente eficientes y, en medio de la guerra y de toda clase de dificultades, entre las cuales no era la menor la sorda oposición del gobierno de Madrid, aumentaron notablemente la producción. Para citar un ejemplo, entre tantos posibles: La colectividad del pueblo castellano de Tielmes de Tajuña (fundada el 17 de diciembre de 1936), cuyos miembros habían aportado «todo lo que tenían; los pequeños propietarios, sus tierras, sus simientes, sus aperos, sus productos, ¡su dinero!; los pobres de solemnidad, sus brazos y su buen deseo de procurarse una vida menos azarosa que la anterior», logra en 1937 una cosecha muy superior a la del año anterior «que comprende dos mil quinientas fanegas de cebada, mil quinientas de trigo, ochocientas de avena, sesenta mil kilos de patatas, treinta mil de judías, setenta y cinco mil de aceite, ochenta mil de aceitunas y seis mil arrobas de vino. Las hortalizas recolectadas ascienden a los cien mil repollos, ciento treinta mil pimientos, ciento diez mil tomates, cuarenta mil coliflores y la fruta de cien mil manzanos, trescientos perales y cuarenta ciruelos» (Ibid., págs. 29-30). Agustín Souchy ha estudiado las colectividades aragonesas en su libro Entre los campesinos de Aragón, 1937. Elocuentes cifras podrían traerse de las colectividades agrarias de Cataluña, Valencia, etc. Basta recordar que casi las únicas divisas que ingresaron a la República entre 1936 y 1939 provenían de los citrus exportados por las colectividades levantinas. ¿Cómo referirnos, sin ocupar (docenas de páginas), al funcionamiento de la industria autogestionaría en manos de la CNT? ¿Qué decir, por ejemplo, de los teléfonos y tranvías de Barcelona, jamás tan eficientemente manejados como cuando se hicieron cargo de ellos los ptrpios trabajadores? (Cfr. W. Tauler, Les tramways de Barcelona, 1936-1939, Ginebra, 1975). ¿Qué decir de las fábricas que los obreros, mayoritariamente anarcosindicalistas, llevaron a su más alto grado de productividad en Tarrasa, en Sabadell, en todos los pueblos industriales de Cataluña? (Cfr. Gaston Leval, Colectividades libertarias en España, Madrid, 1977).
Nos limitamos a citar algunos párrafos de Daniel Guerín (que transcribe J. Gómez Casas en su Historia del anarco-sindicalismo español, Madrid, 1969: «En octubre de 1936 se celebró en Barcelona un congreso sindical en que se hallaban representados seiscientos mil trabajadores, cuyo objeto era el de estudiar la socialización de la industria. La iniciativa obrera fue institucionalizada por un decreto del gobierno catalán, fechado el 29 de octubre de 1936 que, aun reconociendo el hecho consumado, introdujo en la autogestión un control gubernamental. Se crearon dos sectores, uno socialista, otro privado. Estaban socializadas las industrias de más de cien trabajadores. Las de cincuenta a cien obreros podían serlo mediante la petición de las tres cuartas partes de los trabajadores, e igualmente aquellas cuyos propietarios habían sido declarados “facciosos” por un tribunal popular, o habían abandonado la explotación. Por fin, aquellas cuya importancia dentro de la industria nacional, justificaba que fueran tomadas al sector privado. De hecho, gran cantidad de industrias deficitarias fueron socializadas». «La fábrica en régimen de autogestión estaba dirigida por un comité compuesto de cinco a quince miembros, nombrados por los trabajadores en asamblea general, con mandato de dos años, la mitad de los cuales se renovaba cada año. El comité designaba un director al que delegaba todos o parte de sus poderes. En las empresas muy importantes el nombramiento debía ser aprobado por el organismo de control. Por otra parte, un observador del gobierno era designado “directamente en cada comité de gestión. No se trataba ya de una autogestión integral, sino más bien de una cogestión, en estrecho contacto con el Estado”.» «El Comité de gestión podía ser revocado bien por la asamblea general, bien por el Consejo General de la rama de industria, compuesto por cuatro representantes de los comités de gestión, ocho de los sindicatos obreros y cuatro técnicos nombrados por el organismo de control. Este Consejo general planificaba el trabajo y fijaba el reparto de los beneficios. Sus decisiones tenían carácter ejecutivo.» «El decreto del 24 de octubre de 1936 era un compromiso entre la aspiración a la gestión autónoma y la tendencia a la tutela estatal, a la vez que una transacción entre capitalismo y socialismo. Fue redactado por un ministro libertario y aceptado por la CNT porque algunos dirigentes anarquistas participaban en el Estado. Si disponían ellos mismos de los resortes estatales de acción, ¿cómo hubieran podido negarse a la ingerencia del Estado en la autogestión? Una vez introducido en el redil, el lobo termina, poco a poco, por hacerse dueño.» Este tipo de autogestión limitada, análogo al que había de instaurarse en Yugoslavia y en la China de Mao, no conformó, sin embargo, a la mayoría de los trabajadores anarcosindicalistas. «Aquí se marcaba ya —dice Gómez Casas— la oposición paulatina que se establecería en los comités responsables de la Confederación, respaldados por acuerdos orgánicos, entre la posición colaboracionista y la acción revolucionaria constructiva de base.»
Esta acción revolucionaria condujo, sin embargo, a una más auténtica autogestión en muchas industrias y centros fabriles, solucionó algunos de los gravísimos problemas que la instauración del régimen autogestionario suele plantear (como la superación del particularismo, que establece desniveles entre colectividades ricas y pobres), reorganizó profesiones enteras, cerrando pequeñas industrias improductivas. En Cataluña, por ejemplo, según datos de Guerín, las fundiciones, de setenta a veinticuatro; las curtiembres, de setenta y una a cuarenta; las cristalerías, de un centenar a una treintena. Pero este proceso también fue obstaculizado por los comunistas estalinianos y los socialistas reformistas, que se oponían a la confiscación de bienes de la pequeña burguesía y mostraban un religioso respeto por la propiedad privada. En términos generales, y aun contando con las señaladas limitaciones y obstáculos, la colectivización fue un éxito gracias a la fuerza combativa de los obreros anarcosindicalistas. Dice Guerín: «De igual modo que había sucedido en el sector agrario, la autogestión insdutrial fue un éxito notable. Los testigos presenciales no regatearon elogios, sobre todo en lo concerniente al buen funcionamiento de los servicios públicos en régimen de autogestión. Un número considerable de empresas, si no todas, fueron dirigidas de manera notable. La industria socializada aportó una contribución decisiva a la guerra antifascista. El pequeño número de industrias de armamento construidas en España antes de 1936 lo habían sido fuera de Cataluña: en efecto, la clase patronal no tenía confianza en el proletariado catalán. En la región de Barcelona se hizo preciso reconvertir urgentemente las fábricas para ponerlas al servicio de la defensa republicana. Obreros y técnicos rivalizaron en ardor y en espíritu de iniciativa. Al frente de guerra empezó prontamente a llegar un material fabricado principalmente en Cataluña. Un esfuerzo considerable se orientó también hacia la fabricación de productos químicos indispensables a la guerra. En el terreno de las necesidades civiles, la industria socializada no demostró menos audacia. Se lanzó a la transformación de las fibras textiles, hasta entonces nunca practicada en España, trató el cañado, el esparto, la paja de arroz y la celulosa».
En términos generales, el proceso revolucionario en la España de 1936-1939, puede resumirse así: Los gobernantes republicanos no consultaron a las bases ni dieron a la clase trabajadora más participación que la del voto. Inclusive la colectivización fue una decisión tomada desde arriba. Pero, como dice Mintz, «si bien los líderes elegían la alianza con la burguesía republicana y postergar los anhelos anarquistas, la base no se preocupaba de esta orientación, lo que explica la aparición de la autogestión, a pesar de todo y de todos los jefes».
Caracas, 1986.
No hay comentarios:
Publicar un comentario