Por Max Stirner
Revolución y revuelta no habrían de tenerse por equivalentes. La primera consiste en un trastrueque de las condiciones y estado de cosas existente en el Estado o en la sociedad, por lo que es un acto político o social. La segunda tiene ciertamente como consecuencia inevitable una transformación de esas condiciones, pero no es de ahí de donde arranca; al originarse en el descontento de los hombres consigo mismos, no es una protesta general sino un emerger de individuos, una irrupción que no atiende a las instituciones que de ella puedan salir. La Revolución tenia como objetivo el logro de nuevas instituciones, pero la revuelta nos conduce a no dejarnos organizar sino a organizarnos nosotros mismos, sin radiantes esperanzas en las «instituciones».
La revuelta es un combate contra el orden reinante. Si sale adelante, ese orden cae por su propio peso. La revuelta no es sino la difícil extracción de Mí fuera de ese orden. Si Yo lo abandono, ya está muerto y empieza a pudrirse. Ahora bien, como no es mi propósito su derrocamiento sino mi emerger por encima de él, tampoco mis intenciones ni mis actos son políticos o sociales sino concentrados en Mí y en mi singularidad egoístas.
La Revolución exige crear instituciones; la revuelta, sublevarse o elevarse sobre ellas. ¿Qué constitución elegir?, ése es el asunto que ha preocupado a todos los revolucionarios; todo el periodo político hierve en problemas y luchas constitucionales y todo el talento social ha sido de lo más ingenioso en la invención de instituciones (falansterios y demás). Pero el esfuerzo de la revuelta lo es por sacudirse las constituciones.
El único y su propiedad, 1844.
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