martes, 23 de noviembre de 2021

De la estrella de David al QR

JANO GARCÍA

Occidente acostumbra a mirar con superioridad moral al resto del mundo desde hace décadas. Da igual si se trata de esos locos bajitos y amarillos que son esclavos y obedecen sin rechistar, de los bárbaros afganos que son unos desagradecidos por no haber aceptado la democracia impuesta a través del fúsil y las bombas, o de esos rusos borrachos que no respetan a la oposición. Nosotros somos mejores que ellos, pensamos. Las resoluciones del «deeply concerned», que dicen ahora los horteras, surgen como racimos en la cuna de la burocracia de la Unión Europea (Bruselas). Allí se dan cita los gobernantes de la mayoría de Occidente para inyectarnos dosis de hipermoralismo sobre la libertad, la democracia, el Estado de derecho, la tolerancia y el respeto. Recuerdo cuando sacaban pecho porque los totalitarios chinos tapiaban a los infectados, los encerraban en casa y los espiaban mediante el teléfono móvil. «Esos no son nuestros valores», decían. «Menos mal que nosotros, demócratas de pro y enormemente comprometidos con la libertad, no hemos recurrido a eso». Pero, al final, nuestros burócratas, en un alarde de compromiso sólido con la libertad individual, han apostado por aplicar confinamientos desproporcionados, marcarnos con un QR como al ganado, exigirnos una prueba PCR para poder tomarnos una cerveza en un bar y, más recientemente, encarcelar en sus casas a las personas no vacunadas. Ni siquiera China, régimen miserable y liberticida donde los haya, se ha atrevido a tanto.

Los mismos burócratas que nos han llevado a niveles de endeudamiento público récord, cifras de paro elevadas, déficit desbocado, altas tasas impositivas y una crisis energética sin precedentes en las últimas décadas, aseguran que están enormemente angustiados por la salud y el futuro de los ciudadanos. Bajo el paraguas de la salud nacional, los países occidentales apuestan por confinar a los no vacunados para ‘salvarnos’ entre vítores de un rebaño que da por supuesto que si la mayoría de su manada avanza en una dirección es porque es la correcta. La cuestión del pasaporte Covid deja sinsentidos como que una persona infectada (pero vacunada) pueda subir a un avión, acudir a un estadio, a un restaurante o un evento multitudinario, mientras que un no vacunado que está sano no puede hacerlo. El pueblo, anestesiado, no se cuestiona nada y olvida que el debate nace bajo una premisa que es falsa. Las vacunas del Covid-19 (de las que servidor es partidario, siempre y cuando sea de forma voluntaria) otorgan protección a la hora de contraer la enfermedad de forma grave y de fallecer, pero no evitan la infección. De hecho, un vacunado puede infectar a un no vacunado. Ante este baño de realidad que desmonta el débil castillo de naipes en el que se cimientan las despóticas medidas aprobadas, se arguye que los vacunados no infectan tanto como los no vacunados a pesar del informe publicado por la CDC (Centros para el Control y la Prevención de las Enfermedades), que muestra que un vacunado transmite la variante delta a otros individuos con la misma facilidad que aquellos que no lo están (aunque si bien es cierto que son infecciosos durante menos tiempo). Este hecho lo corroboraron Anthony Fauci y ‘The Lancet’, prestigiosa revista médica británica.

A lo largo de la historia, la división y discriminación de los seres humanos se realizaba en funcióndel sexo, raza o religión. Sin embargo, con la llegada de la tecnología y el hipercontrol, los Estados occidentales apuestan por dividir a la población entre ciudadanos de primera y de segunda según las dosis que se hayan inoculado. Las imágenes de la policía patrullando las calles y centros comerciales austriacos en busca y captura del no vacunado recuerdan a esas batidas que realizaba las SS en busca del judío que no contaba con el «certificado ario». El Occidente actual se parece mucho más al de principios del siglo XX que al de los años noventa: la dignidad del ser humano ha sido reducida a un código QR; los valores y la moral que forjamos, en los que todo lo radical y violento se antojaba imposible han muerto. La falta de humanismo, de respeto al prójimo y la comprensión con el distinto se han sustituido por un tsunami de irracionalidad y superstición que genera odio entre hermanos y etiqueta a los ciudadanos en buenos o malos según su postura respecto a la vacunación masiva y el pasaporte Covid. Desde todas partes insisten en que debemos someternos a las exigencias del ‘Estado protector’ sin rechistar, entregarnos a la superficial y vacía vida tecnológica, abrazar los cambios más indeseables y encadenar nuestro futuro a una élite despreciable que sólo piensa en su beneficio personal. Somos testigos, sin ser conscientes todavía de ello, de la más terrible derrota de la razón y del triunfo de la barbarie y la inmoralidad. Si aceptamos que nuestra libertad y nuestros derechos fundamentales pueden ser eliminados de la noche a la mañana, todo lo que venga después impuesto por las capillas moralistas que se autoproclaman defensores de la humanidad y del planeta, no tendrá fin.

Conviene recordar que todos los regímenes totalitarios nacen creando una dualidad que enfrenta al pueblo. Arios-judíos, burgueses-obreros, blancos-negros, ricos-pobres y, en la actualidad, vacunados-no vacunados. En este perverso juego dialéctico en el que nos hallamos se justifica recortar nuestra libertad y aprobar leyes discriminatorias. La estrategia consiste en señalar a un enemigo que pueda ser considerado como el culpable de todos nuestros males. La élite gubernamental y sus voceros mediáticos saben que en la sociedad de ‘a mí no me afecta, me da igual’, que tanto recuerda al célebre poema del pastor Martin Niemöller, basta con señalar a un grupo minoritario como el enemigo. Confinar a los no vacunados se ha revelado una estrategia errónea porque muchos vacunados se solidarizan con ellos. Por ello, los demócratas occidentales ven necesario que los vacunados también sean confinados y sufran las consecuencias para que su compasión sea sustituida por un odio acérrimo contra el que decidió no vacunarse. Se trata de estrechar al máximo el porcentaje de disidentes on el fin de, posteriormente, aprobar leyes discriminatorias que cuenten con la indiferencia, cuando no el beneplácito, de un pueblo que acude raudo a la llamada de sus pastores. Ahora señalan a los no vacunados, pero mañana irán a por los que solamente tengan dos dosis, pasado mañana a por los de tres y, finalmente, a por cualquiera que no cumpla los requisitos de las nuevas Leyes de Núremberg que especifican quién puede obtener el estatus de ‘ciudadano libre’. De la estrella de David al QR. En eso estamos.

 ABC
20 noviembre 2021

 

domingo, 7 de noviembre de 2021

Pase sanitario, una barbarie inaceptable

 

Por GIORGIO AGAMBEN

Como ocurre siempre que se instaura un régimen despótico de emergencia y las garantías constitucionales quedan suspendidas, el resultado es ―como ocurriera con los judíos bajo el fascismo― la discriminación de una categoría de hombres, que se convierten automáticamente en ciudadanos de segunda clase. Este es el objetivo de la creación del llamado en Italia «green pass», «pase sanitario» en Francia o «pasaporte sanitario» en España. Que se trata de una discriminación basada en convicciones personales, y no en una certeza científica objetiva, lo demuestra el hecho de que en los círculos científicos se sigue debatiendo sobre la seguridad y la eficacia de las vacunas, que, según la opinión de médicos y científicos a los que no hay razón para ignorar, fueron producidas de forma precipitada y sin una fase de experimentación adecuada.

A pesar de ello, todos aquellos que se aferren a su libre y fundada convicción y se nieguen a vacunarse serán excluidos de la vida social. El hecho de que la vacuna se convierta de este modo en una especie de símbolo político-religioso cuyo fin es discriminar a los ciudadanos queda patente en la irresponsable declaración de un político que, refiriéndose a quienes no se vacunan, dijo, sin ser consciente de estar utilizando una jerga fascista: «los purgaremos con el pasaporte sanitario». El «pasaporte sanitario» o green pass convierte a los que carezcan de él en portadores de virtuales estrellas amarillas.

Se trata de un hecho cuya gravedad política no se puede desdeñar. ¿En qué se convierte un país en cuyo seno se acaba creando una clase discriminada? ¿Cómo se puede aceptar convivir con ciudadanos de segunda clase? La necesidad de discriminar es tan antigua como la propia sociedad, y no cabe duda de que ciertas formas de discriminación ya estaban presentes incluso en nuestras sociedades llamadas democráticas; pero que estas discriminaciones sean de facto sancionadas por la ley constituye una barbarie que no podemos aceptar.

En los párrafos precedentes hemos mostrado la injusta discriminación de una clase de ciudadanos excluidos de la vida social normal, discriminación derivada de la introducción del llamado green pass o pasaporte sanitario. Esta discriminación es una consecuencia necesaria y calculada, pero no es el objetivo principal de la introducción del pasaporte sanitario, que no está dirigido a los ciudadanos excluidos, sino a toda la población que posea dicho pasaporte sanitario.

En realidad, el objetivo de los gobiernos es instaurar, mediante el pase sanitario, un control minucioso e incondicional sobre todo movimiento de los ciudadanos, de modo casi idéntico al pasaporte interno que debía tener todo ciudadano para poder desplazarse de una ciudad a otra en el régimen soviético. En este caso, sin embargo, el control es aún más absoluto, porque afecta a cualquier movimiento del ciudadano, que tendrá que mostrar su pasaporte sanitario en cada uno de sus pasos, incluso para ir al cine, asistir a un concierto o sentarse a la mesa de un restaurante.

Paradójicamente, el ciudadano que no posea el pasaporte sanitario será más libre que aquel que lo posea, y debería ser la propia masa de ciudadanos con pasaporte sanitario la que habría de protestar y rebelarse, ya que a partir de ahora serán censados, vigilados y controlados hasta un grado que carece de precedentes incluso en los regímenes más totalitarios. Resulta significativo que China haya anunciado que mantendrá sus sistemas de rastreamiento y control incluso después de que la pandemia haya terminado. Como ya debería ser evidente, en el green pass lo que está en juego no es la salud, sino el control de la población, y tarde o temprano hasta los ciudadanos con pasaporte sanitario tendrán la oportunidad de comprenderlo, mal que les pese.

 POLÍTICA Y LETRAS