lunes, 8 de abril de 2013

El mito de la vida rural

 
Colin Ward

En Inglaterra, el país más urbanizado del mundo, hemos alimentado durante siglos el mito de la vida rural, un mito compartido por los seguidores de todas las tendencias políticas. En su libro The Country and the City, Raymond Williams, ha demostrado como, a través de toda la historia, este mito ha sido reforzado por la literatura que siempre colocaba el paraíso perdido de la sociedad rural en épocas pasadas. La pena es, observa E.P. Thompson, que el mito ha sido «dulcificado, embellecido, mantenido con vida y, finalmente, asumido, por los habitantes de las ciudades, como punto de referencia obligado en la crítica del industrialismo. Por ello, ha servido para proporcionar una coartada a la falta de valor utópico, a la hora de imaginar como podría ser una verdadera comunidad en una ciudad industrial; incluso para darse cuenta de todo lo que ya se podría haber realizado en este sentido».

Igual que Williams, Thompson atribuye a esta tendencia un poder debilitador: «es una hemorragia cultural continua, una pérdida de sangre rebelde que fluye hacia Walden o hacia Afganistán, hacia Cornualles o hacia México, mientras los habitantes de las ciudades no sólo no resuelven nada en su país, sino que se mecen en la engañosa ilusión de liberarse, en cierta medida, de la contaminación de un sistema social del cual ellos mismos forman parte como producto cultural». Como señalan ambos autores, los descuidados pastorcillos del sueño arcaico, hoy son tan sólo «los pobres de Nigeria, de Bolivia y del Pakistán».

Paradójicamente, las poblaciones rurales del Tercer Mundo se vuelcan en masa sobre las ciudades. Si quieren encontrarse hoy ejemplos de ciudades anárquicas, realmente existentes, es decir, ejemplos de enormes agrupaciones humanas que no sean el producto de una planificación gubernativa sino de la acción popular directa, hay que buscarlas en el Tercer Mundo. En América Latina, en Asia y en África, el trasvase de enormes masas de población a las ciudades, verificado en los dos últimos decenios, ha dado lugar a la formación de inmensos barrios abusivos en la periferia de los grandes centros, habitados por multitud de esos invisibles a quienes, oficialmente, se niega una existencia urbana. Pat Crooke observa que las ciudades crecen y se desarrollan en dos niveles: por una parte el oficial, teórico; por otra, el característico de la mayor parte de las poblaciones de muchas ciudades sudamericanas, es decir, la masa no oficial de ciudadanos que instauran una economía popular, al margen de las estructuras financieras institucionales de la ciudad.

Una forma de reducir la presión que amenaza con hacer explotar los contenedores urbanos, sería mejorar las condiciones de vida en los pueblos y en las pequeñas ciudades provincianas. Pero esto presupone una radical transformación del concepto de propiedad de la tierra, la creación de industrias a pequeña escala con un uso intensivo de la fuerza de trabajo, y un crecimiento notable de la producción derivada de la agricultura. Mientras todo esto no sea posible, la gente continuará eligiendo tentar la suerte en la ciudad, antes que dejarse morir de hambre en el campo. La gran diferencia entre la situación actual y la explotación urbanística en la Inglaterra del siglo XIX, se explica por el hecho de que entonces la industrialización precedió siempre a la urbanización, mientras que hoy ocurre precisamente lo contrario.

Generalmente, los barrios de chabolistas de las ciudades del Tercer Mundo son considerados terreno fértil para la difusión de la criminalidad, del vicio, de las enfermedades, de la desorganización social y familiar. Pero John Turner, el arquitecto —anárquico— que más que ningún otro, ha contribuido a cambiar nuestra forma de ver esta realidad, afirma: «Diez años de trabajo en las barriadas peruanas me han enseñado que la concepción habitual es completamente errónea: aunque funcional para intereses políticos y burocráticos ocultos, es absolutamente inadecuada para la realidad… No hay caos ni desorden, sino ocupación organizada del terreno público a despecho de la violenta represión policial; organización política interna con elecciones locales cada año; cohabitación de millares de personas sin protección por parte de la policía, y sin servicios públicos. Las chabolas de paja construidas durante la ocupación, se transforman lo más rápidamente posible, en casas de cemento, con una inversión conjunta en materiales y fuerza de trabajo, del orden de millones de dólares. Los niveles de empleo, los salarios, los niveles de alfabetización y de instrucción, son mucho más altos que en los guetos del centro de la ciudad (de los que han huido muchos habitantes de las barriadas), y, en general, por encima de la media nacional. El crimen, la delincuencia juvenil, la prostitución y el juego de azar son raros, excepto para los hurtos de poca importancia, cuya incidencia es, por otra parte, aparentemente más baja que en otras partes de la ciudad».

¡Qué extraordinaria contribución a la capacidad de solidaridad y de asistencia recíproca de la gente humilde, de cara a la autoridad! El lector que conoce El apoyo mutuo, de Kropotkin, no podrá por menos de recordar, al llegar a este punto, el capítulo en el cual el autor elogia la ciudad medieval observando que «allí donde los hombres han encontrado, o han esperado encontrar, protección tras los muros de la ciudad, han establecido pactos de alianza, de fraternidad y de amistad, llevados por un único ideal firmemente dirigido a la realización de una nueva vida de libertad y de solidaridad recíproca. Y han conseguido tan bien su intento, que en trescientos o cuatrocientos años han cambiado la cara de Europa». Kropotkin no es un romántico adulador de las ciudades libres medievales, sabe bien cuáles fueron sus defectos y cómo no pudieron impedir que se establecieran relaciones de explotación con las poblaciones campesinas. Pero su interpretación del proceso de desarrollo, está revalidada por los estudiosos más modernos. Walter Ullmann, por ejemplo, observa que «representan un ejemplo bastante claro de entidades autogobernadas», y que «con el fin de regular sus transacciones comerciales, la comunidad se reunía en asamblea… y la asamblea no “representaba” simplemente, sino que ella misma era toda la comunidad».

«La ciudad anárquica»
BICICLETA, nº 19
Revista de comunicaciones libertarias
(Septiembre 1979)

1 comentario:

  1. ...y el mito de la civitas, de la ciudad como espacio propicio a la convivencia democrática. Porque es el ágora, la asamblea, la calle, en definitiva, el espacio público y común, lo que ha desaparecido transformándose en el globalizado espacio abstracto de la propaganda del mercado, del poder.

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