[Ya que también vamos a recordar la Revolución de Octubre (7 de noviembre en el actual calendario gregoriano, siendo el 25 de octubre en el juliano), con la Toma del Palacio de Invierno, sede del Gobierno Provisional de Kerenski que trajo la consecuente llegada al poder de los bolcheviques de Lenin y Trotski. El anarquista ucraniano Volin nos escribió años después —en los treinta— un libro en donde se denunciaba la dictadura soviética y se hablaba del papel que tuvo el movimiento anarquista ruso y ucraniano en los eventos revolucionarios: La Revolución desconocida. En un capítulo de la Segunda Parte nos comenta unas experiencias vividas, en especial como el gobierno «comunista» boicoteaba todo modelo autegestionario en las fábricas, impidiendo a los trabajadores el control de las mismas. Nos habla de un tal Shliapnikov, que años después tuvo que probar su misma receta bajo el régimen de Stalin...]
ALGUNOS EPISODIOS VIVIDOS
Para hacer comprender mejor el carácter particular de esta época ilustraré el relato con algunas anécdotas personales.
A fin de 1917, en Petrogrado, dos o tres obreros de la antigua destilería de petróleo Nóbel, que empleaba unos cuatro mil obreros, se presentaron en nuestra Unión para relatarnos lo que sigue:
Habiendo sido abandonada la fábrica por los propietarios, los obreros habían decidido, después de múltiples reuniones y discusiones, ponerla en actividad colectivamente. Empezaron a hacer gestiones, y para ello se dirigieron, entre otros, a su gobierno bolchevique, pidiéndole ayuda para realizar el proyecto.
El Comisariado del Pueblo del Trabajo les declaró que, desgraciadamente, nada podía hacer en ese momento; no podía procurarles ni combustible, ni materias primas, ni pedidos de clientes, ni medios de transporte, ni fondos de explotación. Como consuelo, se les declaró que el 90 por 100 de las usinas se hallaban en el mismo caso y que el gobierno tomaría prontas medidas generales para la reanudación de sus actividades.
Los obreros se dispusieron entonces a hacer trabajar la destilería por sus propios medios, esperando hallar lo necesario para continuar la producción y asegurar un mercado suficiente.
Pero el comité obrero de la industria fue advertido por el Comisariado de que, habiendo un gran número de empresas en situación análoga, el gobierno había decidido cerrar todos estos establecimientos, despedir a los obreros, pagándoles dos o tres meses de salarios, y esperar tiempos mejores.
Los obreros de la Nóbel mostraron su desacuerdo; querían continuar el trabajo y la producción, y estaban seguros de conseguirlo. Así lo hicieron saber al gobierno, y éste dio su negativa categórica, declarando que, en tanto gobierno dirigente del conjunto del país y responsable ante él, no podía admitir que cada fábrica actuase a su capricho, lo que conduciría a un caos inextricable; que estaba obligado, por sus funciones, a tomar medidas generales, y que para las empresas en la misma situación que la Nóbel la medida no podía ser sino el cierre.
Vsévolod Mijáilovich Eijenbaum, Volin (1882 - 1945) |
Reunidos en asamblea general, los obreros rechazaron la decisión del gobierno. Entonces, éste les propuso otra nueva reunión general, en la que sus representantes explicarían definitivamente el verdadero sentido de la medida y la necesidad de su aplicación general.
Se aceptó este expediente, y por eso algunos de los obreros vinieron a nuestra Unión para explicarnos el conflicto y pedirnos el envío a la reunión de un orador que expusiera el criterio de los anarquistas. (Entonces, esto era posible todavía.) Los trabajadores de la fábrica, nos decían, quedarían contentos de conocer nuestra opinión y poder comparar las dos tesis y elegir, en consecuencia, la mejor para practicarla.
Fui nombrado delegado y llegué el primero a un inmenso taller, en que se hallaba la mayoría de los obreros. En una plataforma levantada al medio, los miembros del comité se hallaban reunidos alrededor de una mesa, esperando la llegada de los representantes del gobierno. La actitud de la concurrencia era grave, reservada. Subí a la plataforma. Pronto llegaron, muy solemnes y muy oficialmente, con las carpetas flamantes bajo el brazo, los representantes del gobierno, tres o cuatro, con el mismo Shliapnikov, entonces Comisario del Pueblo del Trabajo, a la cabeza, que fue el primero en hablar.
Con tono seco y oficial repitió los términos de la decisión y explicó los motivos que obligaban al gobierno a tomarla. Concluyó afirmando que el acuerdo era irrevocable, sin apelación, y que si los obreros se opusieran a él cometerían un acto de indisciplina cuyas consecuencias podrían ser graves para el país y para ellos mismos.
Silencio glacial acogió su discurso, excepto algunos aplausos bolcheviques.
El presidente declaró que ciertos obreros de la fábrica deseaban conocer también la opinión de los anarquistas, y que hallándose presente un representante de la Unión Anarcosindicalista, le daba la palabra.
Me levanté. Los miembros del gobierno, estupefactos, ya que no esperaban esta intervención, me miraban con no disimulada curiosidad, mezclada de ironía, inquietud y despecho.
Lo que sucedió enseguida quedó fielmente grabado en mi memoria, pues fue típico, sugestivo y alentador para mis convicciones.
Yo dije más o menos:
«Camaradas: Trabajáis desde hace años aquí y queréis continuar ahora vuestro trabajo libre. Es vuestro perfecto derecho y es quizá hasta vuestro deber. En todo caso, el deber evidente del gobierno, que se dice vuestro, consiste en facilitaros la tarea y sosteneros en vuestra resolución. Pero el gobierno acaba de repetiros que se ve en la impotencia de hacerlo y que, por tal razón, cerrará la fábrica y os despedirá, a pesar de vuestra decisión y de vuestros intereses. Declaro, en nombre de la Unión Anarcosindicalista, que la impotencia del gobierno (que se dice vuestro) no es una razón para privaros de vuestro pan ganado con vuestro esfuerzo.»
Una salva de aplausos me interrumpió.
«Al contrario, estos hombres (y los señale), llámense gobierno o de otro modo, deberían felicitaros por vuestra iniciativa, estimularos y decir como nosotros. Vista la impotencia de las autoridades, no os queda sino un recurso. Arreglaros por vosotros mismos con vuestros propios medios. Vuestro gobierno debería deciros que hará todo lo posible para ayudaros tan pronto pueda. Yo no soy miembro del gobierno, ni quiero serlo, porque ningún gobierno, ya lo veis, es capaz de hacer lo necesario por vosotros ni organizar la vida en general. Agregaré algo más. Yo os planteo: ¿tenéis las fuerzas y los medios para intentar la reanudación del trabajo? ¿Podéis triunfar en vuestra iniciativa? ¿Podríais crear en vuestro seno pequeños organismos móviles y activos para procurar combustible, unos; las materias primas, otros; y otros aún para la expedición de los pedidos de la clientela y todo lo demás? Todo depende de esto, camaradas. Si podéis hacer todo esto con éxito, intentadlo, y vuestro gobierno no verá inconveniente alguno, sino todo lo contrario. Nosotros, anarquistas, estamos seguros de que los obreros mismos, contando con variadas relaciones en todo el país y conociendo a fondo los elementos esenciales de su trabajo, sabrán resolver el problema más sencilla y rápidamente que el gobierno. Siendo vosotros cuatro mil, el asunto es más fácil. Estimamos, pues, que debéis crear grupos móviles de hombres capaces, por sus relaciones, sus conocimientos y sus aptitudes, de obrar enérgica y eficazmente. Terminada su tarea, estos organismos dejarían sus funciones, y sus miembros volverían a su trabajo en la fábrica. ¿Qué opináis?»
Aplausos unánimes y prolongados me contestaron. Varias voces clamaban:
«—¡Sí, sí! ¡Eso es lo justo! Ya hemos preparado todo lo necesario. Podemos continuar. Hace algunas semanas que nos preocupamos del problema…
—Atención, camaradas —añadí—: no tenéis combustible, y el gobierno renuncia a suministrarlo. Sin combustible la destilería no puede marchar. ¿Podéis vosotros mismos obtenerlo?
—Sí, sí —exclamaban—. Ya somos quince organizados y dispuestos a trasladarnos a cierta región, en la que cada uno, entre sus relaciones, encontrará el combustible que necesitamos.
—¿Y para traer aquí el combustible?
—No hay dificultad. Conocemos muy bien a la clientela y nos será fácil.
Lancé una mirada sobre Shliapnikov y sus compañeros, que dirigían miradas iracundas y golpeaban la mesa con los dedos.
«Bien, amigos —continué—; en estas condiciones nuestra opinión anarquista es sencilla: ¡Manos a la obra! Pero aclaremos que no haréis como patronos capitalistas, ¿no es así? ¿No tomaréis obreros para explotarlos? ¿No os constituiréis en sociedad anónima por acciones?»
Estallaron risas; en seguida algunos obreros expresaron que todo el trabajo se realizaría colectivamente, en perfecto compañerismo, únicamente para poder vivir. El comité velaría por la buena marcha de la empresa. Se repartirían los fondos equitativamente y de común acuerdo. El excedente, si lo hubiese, formaría un fondo de mejoras.
«—Si se cometiesen actos contrarios a la solidaridad de los trabajadores, el gobierno podría entrar a actuar. Pero, de no ser así, que se nos deje hacer y se tenga plena confianza en nosotros.
—Pues a comenzar —terminé—. Yo os deseo ánimo sostenido y pleno éxito.»
Una tempestad de aplausos me respondió. Una extraordinaria animación reemplazó al terror de poco antes. Se aclamaba unánimemente la conclusión, y ya nadie se preocupaba de los representantes del gobierno, que permanecían inmóviles en sus sillas y con los rostros contraídos.
Shliapnikov se acercó al oído del presidente, y éste agitó frenéticamente la campanilla hasta que se restableció la calma.
Shliapnikov habló fríamente aunque su cólera era evidente, espaciando las palabras y acompañándolas con gestos de comandante militar; declaró que, como miembro del gobierno, nada tenía que modificar, ni añadir, ni retractar de lo dicho. La decisión del gobierno era definitiva.
«Vosotros mismos nos habéis llevado al poder —dijo—. Nos habéis confiado voluntaria y libremente los destinos del país. Tenéis, pues, confianza en nosotros y en nuestros actos. Es la clase obrera la que ha querido que nos ocupásemos de sus intereses, y así nos corresponde conocerlos, comprenderlos y velar por ellos. Es evidente que debemos preocuparnos de los verdaderos intereses generales de la clase obrera y no de los de tal o cual fracción; no podemos actuar, lo comprendería un niño, en interés particular de una empresa separada. Es lógico que elaboremos y establezcamos planes de acción para el conjunto de la población obrera y campesina, los cuales deben salvaguardar el futuro de todo el país. Tomar o tolerar medidas a favor de una colectividad sola sería ridículo, contrario a los intereses generales del pueblo y hasta criminal ante toda a clase trabajadora. Nuestra impotencia para resolver en seguida los diversos complicados problemas actuales es pasajera y explicable por las terribles condiciones presentes, después de todas las desdichas vividas, después del caos del que acabamos de salir. La clase obrera debe comprenderlo y no impacientarse, ya que esta situación no depende de nuestra voluntad, ni ha sido creada por nosotros, y cuyas consecuencias penosas y fatales todos sufrimos. Lo son para todos y por algún tiempo todavía. Los obreros deben amoldarse a ellas como todos, en vez de buscar situaciones privilegiadas para un grupo de trabajadores. Semejante actitud sería esencialmente burguesa, egoísta y desorganizadora. Si algunos obreros, empujados por los anarquistas, pequeños burgueses y desorganizadores por excelencia, no quieren comprenderlo así, tanto peor para ellos. No tenemos tiempo que perder con los elementos atrasados y sus conductores.»
Y para terminar, añadió con tono agresivo y amenazante:
«De todos modos, debo prevenir a los obreros de esta fábrica y a los señores anarquistas, estos fracasados y desorganizadores profesionales, que el gobierno nada puede cambiar en las decisiones tomadas a conciencia y que las hará respetar sin titubear. Si los obreros resisten, peor para ellos, pues serán despedidos por la fuerza y sin indemnización. Los más obstinados, los dirigentes, enemigos de la causa general proletaria, se expondrán a consecuencias mucho más graves. ¡Y que los señores anarquistas se guarden! El gobierno no podrá tolerar que se inmiscuyan en asuntos que les son ajenos y que inciten a los honestos trabajadores a desobedecerlo. El gobierno los reprimirá sin contemplación. ¡Que se den por notificados!»
Alexandr Gavrílovich Shliápnikov |
Este discurso fue acogido con extrema reserva.
Después de la reunión, los obreros me rodearon, excitados e indignados, ya que habían comprendido el desafío de Shliapnikov.
«Su discurso —decían— ha sido hábil, pero falso. Para nosotros no hay situación privilegiada. Tal interpretación desnaturaliza nuestro pensamiento. El gobierno debe consentir a los obreros y campesinos que actúen libremente en todo el país. Entonces verá que todo se reorganizará de acuerdo con todos y para satisfacción de todos. Y el gobierno tendrá menos preocupaciones, menos trabajo y menos explicaciones que dar.»
En el fondo, siempre eran las dos concepciones que chocaban en un caso típico: la gubernamental-estatista y la social libertaria, cada una con sus argumentos y sus razones.
La indignación de los obreros se produjo por las amenazas dirigidas contra ellos y los anarquistas.
«Un gobierno socialista debería recurrir a otros métodos para exponer la verdad», decían.
En resumen, no se hacían la menor ilusión sobre el resultado del conflicto. Y, en efecto, algunas semanas después, la usina fue clausurada y despedidos los obreros, sin que fuera posible su resistencia por las preocupaciones de fuerza tomadas por el gobierno obrero contra los obreros.
Otro episodio:
En el verano de 1918, después de una permanencia en el frente de la revolución contra la invasión alemana en Ucrania, volví a la pequeña ciudad de Bobrov, departamento de Voronezh, donde residía mi familia.
Los miembros del comité bolchevique local, todos jóvenes, me conocían personalmente, así como mis aptitudes en materia de enseñanza y educación de adultos. Me propusieron organizar el trabajo educativo y cultural en la región, que entonces se denominaba Cultura Proletaria (Proletkult).
Acepté con dos condiciones: primera, no tener renumeración alguna, a fin de conservar completa independencia en mis métodos y mi acción; segunda, poder preservar la completa independencia de mi actividad de educador.
El comité aceptó con la confirmación del soviet local.
Recuerdo la primera reunión del nuevo organismo creado. Yo había enviado gran número de invitaciones a organizaciones obreras de la ciudad, a pueblos vecinos, a intelectuales, etc. A la noche me hallé con unas treinta personas reservadas, desconfiadas, casi hostiles. Comprendí en seguida que esperaban una reunión típica, con un comisario bolchevique de gestos de dictador, con su revólver al cinto, dando órdenes que debían cumplirse al pie de la letra. Esta vez, los asistentes se encontraron con algo totalmente diferente.
Hablándoles amistosamente les hice comprender en seguida que la obra viviría por su propia iniciativa, por su aliento, su voluntad y su energía. Les hice presente que toda intención de mandar, dictar o imponer en cualquier sentido era ajena en absoluto en mi actuación. Y les invité a coadyuvar directamente según sus fuerzas y responsabilidades, para cumplir en la región un buen trabajo educativo y cultural.
Dirigiéndome así a su buena voluntad y a sus capacidades naturales, puntualicé, al par, mi propia tarea de ayuda amistosa y eficaz en el establecimiento de planes y programas, constitución del cuerpo docente, sugestiones y consejos basados en mi experiencia y mis conocimientos. Les esbocé un cuadro sumario de lo que podríamos realizar en nuestra región si comenzábamos a colaborar con entusiasmo. Un cambio de opiniones, completamente libre, siguió a mi introducción, y pude comprobar que se suscitó cierto interés entre los concurrentes.
La siguiente reunión contó con unas cien personas, y el ambiente fue más confiado y amistoso.
No obstante, se necesitaron tres o cuatro reuniones para que la frialdad desapareciera definitivamente, dejando lugar a la confianza. A todos pareció interesante la tarea y también realizable. Una gran simpatía se manifestó entre todos y un verdadero entusiasmo animó a algunos.
Comenzó una febril actividad, cuya amplitud y efectos sobrepasaron rápidamente mis previsiones. Decenas de hombres del pueblo, muchos apenas instruidos, se entusiasmaron en la labor y la siguieron con ardor, capacidad, riqueza de ideas y de realizaciones tales, que pronto no me quedó otro quehacer que coordinar sus esfuerzos, o preparar realizaciones más importantes y vastas.
Nuestras reuniones, siempre públicas, a las que cada uno podía aportar su idea o su esfuerzo, comenzaron a congregar campesinos y campesinas de aldeas bastante alejadas de la ciudad. Se habló de nuestra obra en toda la región. Los días de mercado nuestras reuniones se colmaban de gente y tenían un aspecto pintoresco.
Pronto, una excelente compañía de teatro popular se dispuso a dar espectáculos ambulantes, elegidos con gusto y método. Se encontraron locales, que se arreglaron para nuestras tareas. Amueblados y reparados, parecían flamantes, los vidrios rotos fueron reemplazados, y las provisiones escolares, como cuadernos, plumas, tinta, lápices, etc., fueron conseguidas inmediatamente, no obstante que antes, por su ausencia, retardaban la enseñanza gráfica. Estos fueron los primeros pasos, y después siguió la instalación de la biblioteca con las donaciones de libros y en seguida los cursos nocturnos para adultos.
Pero las autoridades locales enviaron su informe a la Central, en Moscú, donde se comprendió al instante que yo actuaba por mi libre entendimiento, sin preocuparme de las instrucciones y prescripciones de arriba; que todos actuábamos libremente, sin someternos a los decretos y las órdenes de Moscú, los cuales, en su mayor parte, no eran aplicables a nuestra región y aun eran ineptos.
Un buen día empecé a recibir, por conducto del soviet local, grandes paquetes con decretos, prescripciones, reglamentos, órdenes formales y también programas, proyectos, planes y sugestiones, todos fantásticos y a cuál más absurdo. Se me comunicaba atenerme estrictamente a los textos de toda esta papelería estúpida, a esas órdenes imposibles, irrealizables.
Recorrí toda esta literatura y continué mi actividad sin preocuparme en lo más mínimo de lo gubernamental.
Esto término con un ultimátum: o someterme o renunciar. Tomé la última decisión, sabiendo de antemano que una sumisión y una aplicación de las instrucciones de Moscú acabarían por matar la obra iniciada. (Declaro que mi tarea me interesaba por sí misma y que me atenía lealmente a mis deberes profesionales, sin hacer jamás alusión a mis ideas anarquistas. No se trataba en modo alguno de propaganda subversiva. Sencillamente, el Centro no podía admitir que no se siguiesen ciegamente sus prescripciones.)
Eso había terminado. Después de una emocionante reunión de despedida, donde todos comprendían ya que la obra naciente quedaba comprometida, dimití.
Mi sucesor, fiel servidor de Moscú, aplicó al pie de la letra las instrucciones de la Central. Al poco tiempo, todos comenzaron a desertar, y el organismo lleno de vida comenzó rápidamente a decaer, hasta que desapareció.
Algunos meses más tarde, esta empresa de cultura proletaria caducó lamentablemente en todo el país.
Otro episodio más:
Igual que los obreros de la Nóbel, los trabajadores de diversas empresas, en varias regiones industriales, intentaban tomar sus propias iniciativas, sea para hacer trabajar a las fábricas amenazadas de cierre, sea para asegurar y organizar el intercambio con el campo, o bien para vencer una dificultad, mejorar un servicio defectuoso, enderezar una situación tambaleante, reparar los errores y actuar eficazmente. Sistemáticamente, en todas partes, las autoridades bolcheviques impedían toda acción popular independiente, al par que ellas mismas eran frecuentemente incapaces de trabajar útilmente y con oportunidad.
Así, por ejemplo, al mostrarse el soviet de Yelizavetgrad, en el Sur, impotente para resolver ciertos problemas económicos locales de gran urgencia y no dejando sus procedimientos burocráticos esperanza alguna de conseguirlo, los obreros de varias usinas (en 1918-1919 aún era posible semejante intento) pidieron a la presidencia de ese soviet la autorización para ocuparse ellos mismos de dichos problemas, crear los organismos apropiados, agrupar en ellos a todos los obreros de la ciudad para asegurar el buen éxito y, en fin, actuar bajo la vigilancia del soviet.
Como siempre, en todas partes, fueron reprendidos y amenazados con sanciones por su actitud desorganizadora.
Y otro hecho:
Al aproximarse el invierno, varias ciudades carecían de combustible, no sólo para las empresas, sino para la calefacción de las viviendas.
En Rusia, las viviendas se calentaban con leña. En los lugares boscosos, muy numerosos, aprovisionarse de combustible en tiempo oportuno, hacia el fin del verano, era cosa muy sencilla. Antes de la revolución, los propietarios de grandes depósitos de leña contrataban a los campesinos de las aldeas vecinas para derribar los árboles y acumularlos en las estaciones o en los mismos depósitos. En Siberia y otras regiones del Norte, con grandes bosques, esta costumbre era general. Terminada la recolección, los campesinos, libres de todo trabajo en los campos, se encargaban de esta labor por reducidos salarios.
Después de la Revolución, los soviets de las ciudades, transformados en órganos administrativos por voluntad del gobierno, estaban encargados formalmente del aprovisionamiento necesario. Correspondía a ellos contratar a los campesinos. Y este medio se imponía tanto más cuanto que los propietarios de bosques y depósitos habían desaparecido y los ferrocarriles funcionaban mal.
A causa de la lentitud burocrática, enfermedad general de todas las administraciones oficiales, los soviets no conseguían en parte alguna cumplir oportunamente el compromiso. Llegado el momento propicio, los obreros y los habitantes de las ciudades se ofrecían benévolamente para entenderse con los campesinos y asegurar la provisión de leña. Indefectiblemente, los soviets rehusaban y calificaban la iniciativa de arbitraria y desorganizadora; pretendían que el aprovisionamiento debía ser hecho por los órganos oficiales del Estado, los soviets, siguiendo un plan general establecido por el gobierno central.
El resultado era que o bien las ciudades quedaban sin combustible, o bien éste era pagado a un precio fantástico, pues el trabajo se había hecho muy penoso e intransitables los caminos después de septiembre, a causa de las lluvias y el barro.
Frecuentemente los campesinos rehusaban este trabajo en esa estación, aun con salarios elevados, que tampoco les entusiasmaban al recibir rublos de papel bolchevique. Pero se les obligaba por orden militar.
Podría llenar muchas páginas con ejemplos análogos, pero el lector no tiene sino que variar y multiplicar los que he citado: ¡no superará nunca la realidad!
En todo y por todo el mismo fenómeno de inconcebible caos aparecía en la producción, los transportes, el intercambio, el comercio, etc. El pueblo no tenía derecho alguno a obrar por propia iniciativa, y las administraciones (soviets y otras) estaban siempre en falla.
Las ciudades carecían de pan, carne, leche, legumbres, y el campo, de sal, azúcar y productos industriales. La ropa se deterioraba en el almacenamiento de las grandes ciudades, y en provincias no había con qué vestirse.
Desorden, incuria, impotencia en todo y todas partes. Pero cuando los interesados querían intervenir para resolver enérgicamente todos estos problemas, el gobierno entendía gobernar y no toleraba ninguna intromisión en su esfera, la menor manifestación de independencia y de iniciativa era acusada de indisciplina y amenazada con severos castigos.
Las más bellas conquistas y las mejores esperanzas se desvanecían. Y lo más trágico era que el pueblo, en general, no comprendía. Dejaba hacer, confiando en su gobierno y en el futuro. El gobierno empleaba su tiempo en erigir una imponente fuerza coercitiva, ciegamente obediente. Y cuando el pueblo comprendió ya era demasiado tarde.
Ahorro comentarios, pues estos episodios confirman efectivamente nuestra idea fundamental de que la verdadera Revolución no puede realizarse sino por una actividad libre de millones de interesados mismos, del pueblo trabajador. En cuanto un gobierno se entromete y sustituye al pueblo, le quita vida a la Revolución, todo se detiene, retrocede, y todo ha de volver a comenzar.
Que no se diga que el pueblo no quiere actuar y que se le debe obligar a la fuerza. ¡Pura invención! Cuando una gran revolución se realiza, el pueblo no pide sino actuar. Pero necesita ayuda desinteresada de los revolucionarios íntegros, de los hombres instruidos, de los técnicos y especialistas. La verdad es que las castas, los grupos y los hombres ávidos de poder y privilegios, atiborrados de falsas doctrinas y despreciando al pueblo, en el que no tienen la menor confianza, impiden a éste su actuación y, en vez de ayudarlo, quieren gobernarlo y conducirlo, en definitiva, a otra forma de explotación. Y para justificar tal engañifa crean la leyenda de su incapacidad. En tanto que el pueblo trabajador de todos los países no comprendía el engaño permanente de la política y no impida las aspiraciones reaccionarias de todos esos elementos, todas las revoluciones abortarán y la emancipación real del trabajo seguirá siendo un ensueño irrealizable.
Las masas no comprendían el peligro mortal que se levantaba contra la revolución. No obstante, en las nuevas condiciones creadas por el gobierno bolchevique, las críticas y las ideas de los anarquistas, tendentes a que las masas trabajadoras tuviesen libertad de iniciativa y de acción por sí mismas, encontraban eco creciente en la población.
Entonces el movimiento libertario comenzó a obtener rápidos éxitos y, simultáneamente, el gobierno bolchevique, cada día más inquieto al comprobarlo, se decidió a perseguir al anarquismo amenazante, con el viejo y probado sistema de todos los gobiernos: la represión implacable, doblada en astucia y violencia.
También aquí nos sumamos al recuerdo de la Revolución rusa, revolución que no fue obra específica de los bolcheviques, como nos han dicho, también hubo anarquistas, eseristas y otras gentes de izquierdas. Pero, ante todo, el empuje inicial fue de las masas populares.
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