[Tengo en manos un viejo panfleto editado por la Regional Centro de CNT, en 1977, titulado Rudolf Rocker opina sobre «Anarquismo y sovietismo», texto de R. Rocker que debió escribirse a inicios de los años veinte del siglo XX pasado y que, además de criticar al régimen soviético, nos viene a decir que toda dictadura es enemiga de toda revolución de tinte social, porque no sirve más que para dar el poder a otra minoría, como pasó en la ex URSS, o algo parecido en todas esas denominadas guerras de liberación nacional, que son descendientes directas de Robespierre y su régimen del Terror.]
Otra cosa no puede decirse de la dictadura, por no derivar del mundo de las concepciones socialistas. La dictadura no es un producto del movimiento obrero, pero si una lamentable herencia de la burguesía pasada al campo proletario para garantizar la «felicidad». La dictadura va estrechamente ligada con la aspiración al poder político, de origen burgués igualmente.
La dictadura es una cierta forma de las que suele tomar el Estado, siempre ávido de potencia. Es el Estado situado en estado de guerra. Como los demás adeptos a la idea estatal, los partidarios de la dictadura pretenden —provisionalmente (?)— imponer al pueblo su voluntad. Esta concepción es por sí misma un obstáculo para la revolución social, cuyo elemento vivaz propio es, precisamente, la participación constructiva y la iniciativa directa de las multitudes.
La dictadura es la negación, la destrucción del ser orgánico, del modo de organización natural, que es de abajo arriba. Alguien alega que el Pueblo no está aún maduro para emprender su propio destino. Hay, en consecuencia, que ejercer el dominio sobre las masas, someterlas a tutela a cuenta de una minoría «experta». Los partidarios de la dictadura podrían inspirarse en la mejor de las intenciones, pero la lógica del Poder les obligaría, en todos los casos, a entrar en la vía del despotismo más extremo.
La idea de dictadura fue copiada por nuestros socialistas estatales de ese partido pre-burgués que fueron los jacobinos. Ese partido calificó de crimen la declaración de huelga y prohibió, bajo amenaza de muerte, las asociaciones obreras. Saint-Just y Couthon fueron los portavoces más enérgicos de esa exigencia, y Robespierre obró influenciado por la misma.
El modo falso e unilateral de presentar la gran Revolución como acostumbran hacer los historiadores burgueses y que ha influenciado fuertemente a la mayor parte de socialistas, ha contribuido mucho a dar a la dictadura de los jacobinos un brillo inmerecido, pero que el martirologio de sus principales jefes parece haber engrandecido. En general la gente es sensible al culto a los mártires lo cual la incapacita para la crítica reflexionada de las ideas y de los actos.
La obra creadora de la Revolución Francesa es bien conocida: abolición del feudalismo y de la monarquía; los historiadores la han glorificado como obra de los jacobinos y de los revolucionarios de la Convención; y no obstante, al paso del tiempo esa concepción ha resultado un falseamiento absoluto de la historia entera de la Revolución.
Hoy sabemos que esa interpretación errónea está basada en una ignorancia voluntaria de los hechos históricos, sobre todo de la verdad de que la fidedigna y creadora obra de la Revolución fue cumplida por los campesinos y los proletarios de las ciudades, contrariando a la Asamblea Nacional y a la Convención. Los jacobinos y ésta siempre combatieron asaz vivamente, las innovaciones radicales hasta el momento del hecho consumado, es decir, cuando las realizaciones populares se les habían impuesto. En consecuencia, la abolición del sistema señorial pronunciada por la Convención no significó más que una constancia en acta de la conquista directa lograda por los campesinos revolucionarios contra el sistema opresor antiguo y a pesar de la ferocidad con que fueron combatidos por los partidos políticos de la hora.
Aún en 1792, la Asamblea Nacional mantenía en pie el sistema feudal. Fue al año siguiente que la dicha Asamblea revolucionaria convino en dar razón a «la plebe del campo» sancionando la abolición de los derechos señoriales, hecho ya vigente por decisión popular. Igual o parecida ocurrencia con respecto a la abolición oficial de la monarquía.
La dictadura es una cierta forma de las que suele tomar el Estado, siempre ávido de potencia. Es el Estado situado en estado de guerra. Como los demás adeptos a la idea estatal, los partidarios de la dictadura pretenden —provisionalmente (?)— imponer al pueblo su voluntad. Esta concepción es por sí misma un obstáculo para la revolución social, cuyo elemento vivaz propio es, precisamente, la participación constructiva y la iniciativa directa de las multitudes.
La dictadura es la negación, la destrucción del ser orgánico, del modo de organización natural, que es de abajo arriba. Alguien alega que el Pueblo no está aún maduro para emprender su propio destino. Hay, en consecuencia, que ejercer el dominio sobre las masas, someterlas a tutela a cuenta de una minoría «experta». Los partidarios de la dictadura podrían inspirarse en la mejor de las intenciones, pero la lógica del Poder les obligaría, en todos los casos, a entrar en la vía del despotismo más extremo.
La idea de dictadura fue copiada por nuestros socialistas estatales de ese partido pre-burgués que fueron los jacobinos. Ese partido calificó de crimen la declaración de huelga y prohibió, bajo amenaza de muerte, las asociaciones obreras. Saint-Just y Couthon fueron los portavoces más enérgicos de esa exigencia, y Robespierre obró influenciado por la misma.
El modo falso e unilateral de presentar la gran Revolución como acostumbran hacer los historiadores burgueses y que ha influenciado fuertemente a la mayor parte de socialistas, ha contribuido mucho a dar a la dictadura de los jacobinos un brillo inmerecido, pero que el martirologio de sus principales jefes parece haber engrandecido. En general la gente es sensible al culto a los mártires lo cual la incapacita para la crítica reflexionada de las ideas y de los actos.
La obra creadora de la Revolución Francesa es bien conocida: abolición del feudalismo y de la monarquía; los historiadores la han glorificado como obra de los jacobinos y de los revolucionarios de la Convención; y no obstante, al paso del tiempo esa concepción ha resultado un falseamiento absoluto de la historia entera de la Revolución.
Hoy sabemos que esa interpretación errónea está basada en una ignorancia voluntaria de los hechos históricos, sobre todo de la verdad de que la fidedigna y creadora obra de la Revolución fue cumplida por los campesinos y los proletarios de las ciudades, contrariando a la Asamblea Nacional y a la Convención. Los jacobinos y ésta siempre combatieron asaz vivamente, las innovaciones radicales hasta el momento del hecho consumado, es decir, cuando las realizaciones populares se les habían impuesto. En consecuencia, la abolición del sistema señorial pronunciada por la Convención no significó más que una constancia en acta de la conquista directa lograda por los campesinos revolucionarios contra el sistema opresor antiguo y a pesar de la ferocidad con que fueron combatidos por los partidos políticos de la hora.
Aún en 1792, la Asamblea Nacional mantenía en pie el sistema feudal. Fue al año siguiente que la dicha Asamblea revolucionaria convino en dar razón a «la plebe del campo» sancionando la abolición de los derechos señoriales, hecho ya vigente por decisión popular. Igual o parecida ocurrencia con respecto a la abolición oficial de la monarquía.
1920.
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