Por ANTONIO SENTA
Cuando la Historia se repite, corre el riesgo de convertirse en tragedia. Pero aunque se quedase en farsa, no habría que alegrarse. El caso es que la Historia no se repite igual nunca, y ahora tenemos la remota posibilidad de evitar tanto la farsa como la tragedia. Viendo el entusiasmo que ha contagiado la elección de Tsipras, no se puede por menos que pensar en las pasadas ilusiones socialdemocráticas y en todas las desilusiones que les han seguido con regularidad.
A ojos de los antiautoritarios, lo que más rechina en los apoyos a Tsipras y a Syriza es que se hacen «en apoyo del pueblo y el gobierno griegos», por parte de un amplio espectro de la izquierda, que de cualquier modo representa una esperanza.
Pero tal esperanza es vana, por una serie de motivos. Apoyando a Tsipras en su «convergencia» con el Banco Central Europeo y Merkel, se da por descontado que su éxito abriría nuevos márgenes de maniobra a ciertos movimientos que, gracias a un gobierno amigo —ahora griego, pero que puede que pronto europeo— podrían extender sus prácticas de autonomía y de conflicto frente el neoliberalismo. Parece que se tenga la convicción de que las fuerzas de los gobiernos progresistas, por una parte, y las fuerzas de los movimientos sociales, por otra, sean elementos directamente proporcionales entre sí: cuanto más sólido sea el gobierno progresista, más amplias serán las posibilidades de incidencia de los movimientos sociales.
Al contrario, las cosas van de otra forma y los dos elementos son entre ellos inversamente proporcionales: cuanto más se coloca un gobierno progresista como catalizador de las peticiones de los movimientos sociales, más se debilitan estos últimos. Tal afirmación no deriva de un acto de fe en el pensamiento de Bakunin o en las deliberaciones de algún congreso, ni siquiera del de fundación de la Internacional antiautoritaria (Saint-Imier 1872), sino que está demostrado por varios factores. Pensamos, por ejemplo, en el referéndum italiano contra la privatización del agua de junio de 2011, fruto de una movilización que duró años y en el que 27 millones de personas votaron por el agua pública. Después de la votación, la actividad de los comités ha cesado, dejando de hecho el campo abierto a que se acentúen los procesos de privatización y mercantilización en abierta violación de los resultados del referéndum. Pensamos también en todo lo sucedido en los últimos años en Sudamérica, donde formaciones nacidas en el seno de los mismo movimientos han tomado el poder y han cambiado las relaciones de fuerza en las instituciones estatales, obteniendo así dos resultados complementarios: la desarticulación de numerosas organizaciones populares y la reproducción de políticas que, lejos de ser transformadoras, se han revelado sustancialmente en continuidad con las de los gobiernos precedentes.
La lógica estatal es implacablemente adversa a los movimientos sociales, ya que se funda sobre la renuncia de la propia actividad política en primera persona para delegarla a burocracias que tienen la función de gobernar. Cada vez que antiguos militantes son «integrados» y se convierten en dirigentes y funcionarios de las instituciones de gobierno, el Estado erosiona un espacio de los movimientos sociales. El Estado no es una cosa; es una práctica, un complejo de relaciones sociales, primero en movimiento y que después se paran, para esclerotizarse.
El éxito electoral de Syriza ha sido posible solo gracias a la movilización de parte de la población griega, que ha llevado a cabo prácticas autogestionarias. En poco tiempo, su consenso electoral ha alzado el vuelo, haciéndose catalizador de movimientos en los que desempeña un papel marginal: es un partido que todavía no tiene una base militante. ¡Sólo existe por ser gobierno!
Estas formas difusas de autogestión sufren ahora el riesgo de normalización y recuperación por parte del nuevo gobierno. Cuando leemos que la autogestión de la ERT, la antigua televisión pública gestionada durante veinte meses por sus seiscientos trabajadores, será estatalizada (exactamente así: «la autogestión será estatalizada»), sabemos que la práctica estatal no podrá convivir con una práctica autogestionada. Lo saben también los mismos trabajadores de la ERT, que pretenden obtener del nuevo gobierno griego la garantía de poder continuar la programación con la misma libertad que durante los últimos meses. Lo mismo las farmacias y los ambulatorios autoorganizados o las asambleas de barrio, que dan soluciones reales de acogida a los huidos de Siria, los comedores populares, las fábricas autogestionadas, las cooperativas y los grupos de consumo.
Lo que ha sucedido en Grecia sucederá probablemente en otras partes: en España con Podemos, en Croacia con Barrera Humana, y puede que en Italia, donde —aunque no está claro— alguien podría intentar dar vida a un simulacro de «nuevo sujeto» de izquierdas. El dirigente de Syriza Argiris Panagópulos, desde la tribuna de la manifestación nacional de apoyo a Grecia celebrada en Roma el pasado 14 de febrero, ha dicho: «Quien gobierna ahora en Grecia viene de lejos, viene de Génova, viene del G8 del 2001, viene de la plaza Alimonda: ese es el patrimonio político». Quien estuvo en Génova, y ha sido marcado por ese evento, sabe que en la calle había todo un movimiento internacional que entonces como ahora rechaza la lógica de la representación y del gobierno, que huye de la disciplina, que se opone al dominio a cualquier nivel que se dé y a los intentos de hegemonía.
En Grecia, como en otros sitios, el error más grande de los movimientos sociales sería delegar una vez más las soluciones a la actual «crisis social» a los nuevos gobernantes, desmovilizándose, renunciando al esfuerzo personal, o limitándose a «hacer presión» sobre ellos. Esto podría conllevar enormes riesgos, incluido el del ascenso de la extrema derecha en Grecia y el resto de Europa, una vez evaporadas —porque se evaporarían— las promesas electorales.
La única vía posible pasa por el refuerzo de las organizaciones populares, de las iniciativas y de las prácticas de autonomía y de conflicto, de las asambleas y de la acción directa, de la extensión de la certeza de que la autogestión y el gobierno son incompatibles, de la profundización de la brecha entre gobernantes y gobernados. Esta posición es, de hecho, el único camino para salvar por mucho tiempo los movimientos sociales y para trazar dinámicas radicales de transformación social.
La única oposición fructífera a las políticas de austeridad es perseverar en la vía de la autonomía de toda expresión institucional para reforzar movimientos trasnacionales, mediterráneos, con posibilidad de arrinconar gobiernos e instituciones, y finalmente hacer las cosas por nosotros mismos.
Nº 322, Mayo 2015.
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