[En el capítulo titulado «Imperialismo y Nacionalismo», del libro Surrealismo y Anarquismo, hay un texto de Benjamin Péret —aunque han pasado más de cincuenta años sigue siendo igual de válido al día de hoy—. Ésos que defienden el supuesto «Derecho a la Autodeterminación de los Pueblos o las Naciones» pecan de ingenuos. Este autor surrealista estaba mucho más acertado que muchos de ahora...]
La Independencia de los países atrasados
La Primera Guerra Mundial provocó la desaparición de los imperios centrales como potencias imperialistas y el debilitamiento de Francia, aun cuando ésta haya heredado una buena parte de los despojos de los vencidos. Permanecían frente a frente el imperio británico un poco reforzado y los Estados Unidos en rápida ascensión. El período 1920-1940 vio la eliminación progresiva del capital inglés en América Latina, suplantado por el americano. Con la guerra, Inglaterra tuvo que abandonar toda pretensión a la hegemonía mundial en beneficio de Washington, que ha quedado como el único en disputarla con Stalin. El imperio británico entró en descomposición desde ese momento. Después del cese de las hostilidades, se asiste a su retroceso ininterrumpido, principalmente en Asia. Ayer, era la independencia de la India y de Birmania, que lazos bastante débiles todavía ligan a la Commonwealth. Hoy, Persia se apropia de los yacimientos de petróleo que los capitalistas ingleses explotaban y los expulsa, despertando así a una parte del mundo árabe y animando hasta al fascista Dr. Malan, de Sudáfrica. Si las reivindicaciones iraquíes y egipcias pueden ser consideradas como la consecuencia inmediata de la derrota del imperialismo inglés en Persia, la de Sudáfrica marca el punto de partida de una nueva etapa en la descomposición del imperio inglés, la de su destrucción. Los países sometidos a Londres no se contentan con la libertad que les es concedida en el marco de la Commonwealth, ya quieren arrancarle a la metrópolis sus posesiones coloniales. Mañana, desearán liberarse de ella totalmente. Ya no les basta estar nominalmente asociados con la Corona, quieren despojarla.
Se está tentado, a primera vista, a dar sentimentalmente razón a los países que procuran liberarse del yugo inglés así como de cualquier otro yugo extranjero, pero si se examina el contenido real de la palabra de orden de independencia nacional en nuestra época, se cambia inmediatamente de opinión.
Esa palabra de orden se ve surgir de todas partes en el curso del siglo XIX, en la época de la ascensión burguesa, generalmente ligada con las aspiraciones democrático-burguesas. La burguesía, sintiendo que ella representa la principal fuerza económica del país, tiende a traducir esa situación en términos jurídicos a fin de subordinar a las otras clases sociales a sus intereses. En el fondo, bajo esa reivindicación, se descubre fácilmente la aspiración de los burgueses a la explotación exclusiva, a través de sus métodos, de la fuerza de trabajo de los obreros. No obstante, no es menos cierto que, en relación con las sociedades anteriores, la democracia burguesa constituye, así, un elemento positivo. Su reivindicación de independencia nacional, oponiéndose al feudalismo que dominaba entonces la mayor parte de Europa, está, por ende, totalmente justificada. En todos los lugares en los que ella pudo triunfar, en ese momento, acompañada de un régimen democrático, provocó una mejoría del nivel de vida y de la cultura de los trabajadores, no sin lucha, evidentemente, pero la posibilidad de esa lucha ya era un elemento positivo.
La guerra de 1914 dio a esa reivindicación una nueva vía, pero su significado ya había cambiado por completo. Desde hacía un cuarto de siglo, por lo menos, el capitalismo se concentraba en trusts y monopolios por los cuales las fronteras sólo tenían sentido en el marco de sus intereses. Éstas se tornaban biombos detrás de los cuales se cerraban los más fructíferos negocios. La independencia de los Estados emanados del Tratado de Versalles era apenas aparente, pues esos Estados creados enteramente para satisfacer intereses capitalistas inconfesos, a veces enmascarados por necesidades de estrategia, estaban sometidos ya sea al imperialismo francés, ya sea a su competidor inglés, y a veces a los dos. Desde luego, no se vio a un solo país conquistar una independencia real. Todos aquellos que se liberaban de una opresión extranjera conseguían hacerlo gracias a la ayuda de otro imperialismo que tomó inmediatamente el lugar del precedente. Desde la Segunda Guerra Mundial, se vio entrar en escena al imperialismo ruso, que favorece en su propio provecho los movimientos de independencia, en Vietnam, por ejemplo, en tanto que su rival americano, apoyando a los antiguos imperialismos aunque socavándolos en su provecho, lucha por la «liberación», siempre en su provecho directo o indirecto, de territorios dominados por Stalin. Un ejemplo de ello es el apoyo que da al nacionalismo ucraniano. Los capitalistas nacionales y los trabajadores que ellos oprimen no hacen, por lo tanto, otra cosa que cambiar de señores, pasándose a Washington, que les deja una libertad relativa en su jardín zoológico, o para Moscú, que los doma en la jaula de su circo. En esas condiciones, la independencia nacional no es señal de otra cosa que de un anzuelo presentado por el capitalismo nacional, destinado a enmascararles a los trabajadores la verdadera solución: supresión del capitalismo y edificación de un nuevo mundo sin opresores ni oprimidos.
No quiero decir con esto en absoluto que las aspiraciones de los pueblos a la independencia sean reaccionarias. Los trabajadores de esos países, doblemente oprimidos por su burguesía (o por la burguesía estalinista detrás de la cortina de hierro) y por el imperialismo extranjero, sienten más que en ningún otro lugar una inmensa necesidad de liberación, y es esa necesidad la que las clases dominantes explotan para sus propios fines. Los revolucionarios deben mostrar la oposición real que existe entre las aspiraciones de los trabajadores y aquellas de los capitalistas, incluso si esas aspiraciones parecen coincidir en la liberación o independencia nacional. Esa coincidencia sólo existe, en realidad, en las palabras a las cuales las clases antagónicos dan un contenido opuesto. Para los de arriba, se trata de explotar en su provecho exclusivo el trabajo de los de abajo, en tanto que los trabajadores procuran más o menos conscientemente liberarse de la explotación capitalista cuyo amo extranjero es apenas el representante más visible.
Puesto que es así, se torna fácil estimar en su justo valor los últimos movimientos nacionalistas de Asia y de África, sobre todo si se observa que, en todos los casos, Washington interviene como «mediador», esto es, procura sentar en el trono imperialistas expulsados o amenazados de expulsión, mientras que Moscú espía, apenas disimulado tras su quinta columna. Si se piensa en la acuidad de las rivalidades que oponen Washington a Moscú, se está obligado a constatar que todo el movimiento de independencias es utilizado actualmente por ellos como una maniobra de la guerra fría, ella misma maniobra estratégica en vista de la próxima guerra. Ello torna todavía más urgente la necesidad de esclarecer a los trabajadores que participan de los movimientos de independencia, pues no se trata de ignorarlos o de desentenderse de ellos, sino de darles su verdadero contenido revolucionario, resituar el problema en sus términos reales: la independencia total de los trabajadores mediante el derrumbamiento del sistema capitalista y no independencia nacional bajo la dirección de los capitalistas o feudalistas, como es el caso en Oriente o en el África del Norte.
Entretanto, el movimiento nacionalista actual estremece la dominación inglesa en Asia y en África podría, en caso de tener éxito, tener serias consecuencias, aunque indirectas, para el futuro de la revolución social en Europa. En efecto, si la guerra se demora, el dislocamiento de la Commonwealth, minado por el imperialismo americano que se acomoda perfectamente a la independencia nacional, es inevitable, así como la evicción del capital inglés de las regiones en las que se implantó. A propósito, el retroceso de la guerra supone un retroceso paralelo del estalinismo, que vive en gran parte del temor que sienten los pueblos de un nuevo conflicto. En esas condiciones, se puede esperar que, frente al recrudecimiento de las luchas de clases en amplia escala en Inglaterra y en Francia, los capitalistas de esos países, privados entonces de los superlucros coloniales, deberán intentar compensar sus pérdidas con una superexplotación de los obreros que provocaría, entonces, su protesta general. Son las únicas perspectivas condicionales y tal vez remotas que el actual movimiento de independencia permite entrever.
Se está tentado, a primera vista, a dar sentimentalmente razón a los países que procuran liberarse del yugo inglés así como de cualquier otro yugo extranjero, pero si se examina el contenido real de la palabra de orden de independencia nacional en nuestra época, se cambia inmediatamente de opinión.
Esa palabra de orden se ve surgir de todas partes en el curso del siglo XIX, en la época de la ascensión burguesa, generalmente ligada con las aspiraciones democrático-burguesas. La burguesía, sintiendo que ella representa la principal fuerza económica del país, tiende a traducir esa situación en términos jurídicos a fin de subordinar a las otras clases sociales a sus intereses. En el fondo, bajo esa reivindicación, se descubre fácilmente la aspiración de los burgueses a la explotación exclusiva, a través de sus métodos, de la fuerza de trabajo de los obreros. No obstante, no es menos cierto que, en relación con las sociedades anteriores, la democracia burguesa constituye, así, un elemento positivo. Su reivindicación de independencia nacional, oponiéndose al feudalismo que dominaba entonces la mayor parte de Europa, está, por ende, totalmente justificada. En todos los lugares en los que ella pudo triunfar, en ese momento, acompañada de un régimen democrático, provocó una mejoría del nivel de vida y de la cultura de los trabajadores, no sin lucha, evidentemente, pero la posibilidad de esa lucha ya era un elemento positivo.
La guerra de 1914 dio a esa reivindicación una nueva vía, pero su significado ya había cambiado por completo. Desde hacía un cuarto de siglo, por lo menos, el capitalismo se concentraba en trusts y monopolios por los cuales las fronteras sólo tenían sentido en el marco de sus intereses. Éstas se tornaban biombos detrás de los cuales se cerraban los más fructíferos negocios. La independencia de los Estados emanados del Tratado de Versalles era apenas aparente, pues esos Estados creados enteramente para satisfacer intereses capitalistas inconfesos, a veces enmascarados por necesidades de estrategia, estaban sometidos ya sea al imperialismo francés, ya sea a su competidor inglés, y a veces a los dos. Desde luego, no se vio a un solo país conquistar una independencia real. Todos aquellos que se liberaban de una opresión extranjera conseguían hacerlo gracias a la ayuda de otro imperialismo que tomó inmediatamente el lugar del precedente. Desde la Segunda Guerra Mundial, se vio entrar en escena al imperialismo ruso, que favorece en su propio provecho los movimientos de independencia, en Vietnam, por ejemplo, en tanto que su rival americano, apoyando a los antiguos imperialismos aunque socavándolos en su provecho, lucha por la «liberación», siempre en su provecho directo o indirecto, de territorios dominados por Stalin. Un ejemplo de ello es el apoyo que da al nacionalismo ucraniano. Los capitalistas nacionales y los trabajadores que ellos oprimen no hacen, por lo tanto, otra cosa que cambiar de señores, pasándose a Washington, que les deja una libertad relativa en su jardín zoológico, o para Moscú, que los doma en la jaula de su circo. En esas condiciones, la independencia nacional no es señal de otra cosa que de un anzuelo presentado por el capitalismo nacional, destinado a enmascararles a los trabajadores la verdadera solución: supresión del capitalismo y edificación de un nuevo mundo sin opresores ni oprimidos.
No quiero decir con esto en absoluto que las aspiraciones de los pueblos a la independencia sean reaccionarias. Los trabajadores de esos países, doblemente oprimidos por su burguesía (o por la burguesía estalinista detrás de la cortina de hierro) y por el imperialismo extranjero, sienten más que en ningún otro lugar una inmensa necesidad de liberación, y es esa necesidad la que las clases dominantes explotan para sus propios fines. Los revolucionarios deben mostrar la oposición real que existe entre las aspiraciones de los trabajadores y aquellas de los capitalistas, incluso si esas aspiraciones parecen coincidir en la liberación o independencia nacional. Esa coincidencia sólo existe, en realidad, en las palabras a las cuales las clases antagónicos dan un contenido opuesto. Para los de arriba, se trata de explotar en su provecho exclusivo el trabajo de los de abajo, en tanto que los trabajadores procuran más o menos conscientemente liberarse de la explotación capitalista cuyo amo extranjero es apenas el representante más visible.
Puesto que es así, se torna fácil estimar en su justo valor los últimos movimientos nacionalistas de Asia y de África, sobre todo si se observa que, en todos los casos, Washington interviene como «mediador», esto es, procura sentar en el trono imperialistas expulsados o amenazados de expulsión, mientras que Moscú espía, apenas disimulado tras su quinta columna. Si se piensa en la acuidad de las rivalidades que oponen Washington a Moscú, se está obligado a constatar que todo el movimiento de independencias es utilizado actualmente por ellos como una maniobra de la guerra fría, ella misma maniobra estratégica en vista de la próxima guerra. Ello torna todavía más urgente la necesidad de esclarecer a los trabajadores que participan de los movimientos de independencia, pues no se trata de ignorarlos o de desentenderse de ellos, sino de darles su verdadero contenido revolucionario, resituar el problema en sus términos reales: la independencia total de los trabajadores mediante el derrumbamiento del sistema capitalista y no independencia nacional bajo la dirección de los capitalistas o feudalistas, como es el caso en Oriente o en el África del Norte.
Entretanto, el movimiento nacionalista actual estremece la dominación inglesa en Asia y en África podría, en caso de tener éxito, tener serias consecuencias, aunque indirectas, para el futuro de la revolución social en Europa. En efecto, si la guerra se demora, el dislocamiento de la Commonwealth, minado por el imperialismo americano que se acomoda perfectamente a la independencia nacional, es inevitable, así como la evicción del capital inglés de las regiones en las que se implantó. A propósito, el retroceso de la guerra supone un retroceso paralelo del estalinismo, que vive en gran parte del temor que sienten los pueblos de un nuevo conflicto. En esas condiciones, se puede esperar que, frente al recrudecimiento de las luchas de clases en amplia escala en Inglaterra y en Francia, los capitalistas de esos países, privados entonces de los superlucros coloniales, deberán intentar compensar sus pérdidas con una superexplotación de los obreros que provocaría, entonces, su protesta general. Son las únicas perspectivas condicionales y tal vez remotas que el actual movimiento de independencia permite entrever.
Benjamin Péret
Le Libertaire, 19 de octubre de 1951
Le Libertaire, 19 de octubre de 1951
Peret era un gran pensador político que percibía matices que ni siquiera Breton veía. Una de sus mejores aportaciones al pensamiento revolucionario fue la crítica a las luchas de "liberación nacional". Excelente texto.
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