Fuente: La Huelga General, nº 9
(5 de febrero de 1902.)
(5 de febrero de 1902.)
¡Hola quinto! Hace quince días eras enérgico como el general Cambron; pero días después, suave como un seminarista, y ahora te has vuelto mudo como una merluza.
Querría no obstante, precisar tu concepción de la patria, mondándola un poco, y mostrarte lo que oculta esa palabra rimbombante, por la que han muerto tantos buenos chicos, aunque sólo cándidos, franceses, alemanes, ingleses, españoles, etc.
Como tu definición de la patria es, lo seguro, incompleta y vaga, recurro a los manuales de instrucción cívica y moral con que se enseña a los jóvenes de Francia, que son análogos a los de los demás países.
La patria, dicen esos autores, es el país donde nacimos, hemos crecido, amamos y sufrimos. Casi es lo mismo que tú dices:
«Amo mi patria, porque amo el pueblo en que he nacido, la madre que cuido de mi infancia, el padre que me ha mantenido y educado.»
Observa, buen quinto, que eso que defines así no es el patriotismo, es el amor de la familia y del pueblo natal, que es algo diferente. En la antigua Francia, hace algunos siglos, los hombres amaban a su pueblo, a su padre y a su madre, sin tener la menor idea de lo que se llama la patria francesa, que más, buen quinto, nosotros los antipatriotas también amamos el pueblo en que nacimos, la madre que cuido de nuestra infancia, el padre que nos ha mantenido y educado, y no sentimos el más mínimo amor por la patria francesa.
El patriotismo de que hablas es patriotismo de campanario, de ningún modo el patriotismo francés, el amor a la Francia entera con las poblaciones donde no has nacido, ni puesto el pie siquiera, y por tanto donde no has sufrido ni amado. De ese patriotismo quiero hablarte aquí; ese es el que conviene analizar y disecar.
La patria, añaden nuestros autores, es la tierra de nuestros antepasados, cuidado que suena bien la frasecilla: «¡tierra de nuestros antepasados!» Con algún esfuerzo de imaginación se cree ver las generaciones de abuelos regando con su sudor y con su sangre el «suelo sagrado de la patria», ¡vaya otra frase! ¡Si eso pone los pelos de punta… a los tontos! Pero no poco hay que esforzar la imaginación y la sensibilidad para querer a antepasados «cuya silueta se pierde en la noche de los tiempos». ¡Oh!
Vamos, quinto, sé franco: ¿quieres a tu padre? ¿Sí? Yo también al mío. ¿Quieres a tu abuelo? Yo también si le hubiera conocido. ¿A tu bisabuelo? Yo también si hubiera oído hablar bien de él. Y eso que se suele hablar bien de los muertos aunque en vida hayan sido unos pícaros, pero, aquí, dicho entre nosotros, ¿a qué no te quita el sueño el amor de tus antepasados? Por otra parte, si ellos regaron con su sudor y su sangre la tierra de tu pueblo, puedes amar cuanto quieras aquellos terrones, pero conste que los pobres viejos no regaron la Francia entera, y su recuerdo no te obliga a amarla. Eso sin contar que tus antepasados, al pagar el derecho de pernada, tuviesen el alto honor de no perder el tiempo en los brazos de un descendiente de las cruzadas… suposición harto halagüeña para nosotros; ¿no te parece, quinto?
Quedamos en que nuestros antepasados abonaron con su sudor la tierra de sus amos. ¡Pobrecillos! Lo siento; pero hace ya mucho tiempo que acabaron de padecer. Vertieron su sangre en los campos de batalla por el rey y por su patria; ¡qué animales! ¡Cuánto más les hubiera valido verter un poco menos para redondear los dominios de su rey y proporcionarle rentas, y verter un poco más para mejorar su propia condición cayendo sobre sus reyes, sus señores y sus curas! De veras te digo, mi buen quinto, que me hacen reír esos que dicen que aman la patria porque es la tierra de los antepasados.
La patria, continúan nuestros autores, es la tierra en que se habla nuestra lengua. Dispensa, quinto, si antes no me he ocupado de esa enormidad. Hace treinta años, la mayor parte de los alsacianos sólo hablaban y comprendían el alemán; había más de un millón de bretones que no entendían ni jota del francés, y hay aún miles de aldeanos del Norte que no saben más que el flamenco, y no obstante, todos eran o son franceses, y amaban o debían amar a Francia. En Suiza una parte de la población habla alemán, otra italiano y otra francés, y sin embargo hay una patria suiza. En cambio, los cubanos, que hablan español, acaban de rechazar a los españoles y no quieren pertenecer a la patria española, como antes hicieron las repúblicas sudamericanas; los americanos del Norte hablan inglés a pesar de lo cual bien lejos están de considerar Inglaterra como su patria. Luego no es la comunidad de lengua lo que constituye esencialmente la patria.
¿Será la patria el conjunto de las gentes de nuestra raza? Muchas veces he oído presentar esa broma como un argumento serio; pero bien sabes tú, mi buen quinto, que en todas patrias europeas hay varias razas diferentes: en Francia, el provenzal tiene más semejanza con el italiano que con el francés del Norte; el francés del Este tiene mucha sangre alemana en sus venas; el francés del Norte es de raza flamenca en gran parte; el bretón forma aún grupo diferente, más próximo del galo o del escocés que del francés del Este, del Norte o del Mediodía. ¿No te parece, querido quinto, que es inútil insistir sobre eso de la raza?
¿Será, acaso, la patria, como algunos pretenden, la constitución política de un país, y el patriotismo la adhesión a ciertas formas de gobierno? Poco cuesta demostrar que no es nada de eso: en Francia hay patriotas republicanos, imperialistas y realistas; lo mismo sucede en Alemania, en Italia, y con diferencias no esenciales en todas partes. Y la misma patria francesa se ha acomodado sucesivamente a todas las formas de gobierno: monarquía absoluta, monarquía constitucional y parlamentaria, imperio y república; y, vaya, no es eso tampoco la patria.
También, según nuestros definidores patrióticos, la patria es el conjunto de gentes que viven en comunión de ideas y de sentimientos; pero aquí sí que se necesita ser de manga ancha para dejar pasar este argumento. ¿No es verdad, quinto, que es deliciosa la comunión de ideas y sentimientos que une a los franceses católicos y anticlericales, antisemitas y librepensadores, nacionalistas y dreyfusards, realistas, bonapartistas y republicanos? Y observa de paso que esa amistad de perros y gatos existe en Italia, en España, en Inglaterra y en todas las patrias habidas y por haber, por lo que no pasa día, aquí, allá y acullá, en que la tal comunión de ideas y de sentimientos se traduzca por ardientes polémicas, por injurias, por bofetadas y puñetazos, alguna que otra salida al «campo del honor» y, de cuando en cuando, por la guerra civil desarrollada con la más cruel servicia. ¿Verdad, quinto, que es seductora la tal comunioncita que une tan fraternalmente a los patriotas de un mismo país.
¡Faltaba lo mejor! La patria, siempre, por supuesto, según nuestros autores, es una gran familia en la que todos sus miembros son solidarios, tienen intereses comunes y cuyos esfuerzos tienden a un fin común.
¿Eso te da risa, quinto? Pues a mí, como si me rallaran las tripas; porque eso es el colmo. Diríase que los que escriben esos embustes no toman parte en la lucha encarnizada, ni la ven siquiera, que separa a todos los concurrentes de una misma industria, ni tienen noticia de abismo de odio y cuando no de indiferencia y apatía que hace repulsivas entre sí todas las categorías sociales; del antagonismo de intereses que separa en un mismo país a librecambistas y proteccionistas, y tal vez intenten hacernos creer que las huelgas, cuando van amenizadas con incendios, cargas, fusilamientos en montón y demás accesorios sanguinarios, manifiestan en alto grado la concordia, paz y unión que reina entre el patronazgo y los jornaleros.
Un Sin Patria
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