Daniel Closa i Autet
Muy a menudo las cosas no son lo que parecen y, encima, los hábitos del lenguaje nos condicionan todavía más. Esto lo podemos notar en los libros de antropología que afirman que la división de los humanos en razas no tiene sentido. Que esto que denominamos razas no existe.
Hombre, pues quizás tienen razón, pero cuando me miro y me comparo con un oriental, un africano o un indio americano, las diferencias me parecen bastante evidentes como para decir que no pertenecemos a razas diferentes. Y en este punto se me dispara la alarma.
¿No será que se niega la existencia de las razas simplemente porque queda políticamente correcto? Barbaridades más grandes se han dicho, en nombre de esta corrección superficial.
Ciertamente, nadie confundiría un japonés con un etíope, o un peruano con un sueco. La diversidad de la especie humana se muestra de mil maneras, como por ejemplo el color de la piel, la altura, la forma de los cabellos, la anatomía de la cara o el perfil de los ojos. Pero también otros menos evidentes: el grupo sanguíneo, la sensibilidad a algunos fármacos, los niveles de expresión de diferentes genes, la sensibilidad a enfermedades…
El problema aparece a la hora de definir las categorías y marcar los límites. Hay quien es muy aficionado a las clasificaciones estrictas sin caer en enormes contradicciones o arbitrariedades. Según algunas clasificaciones, yo no estoy incluido en la raza blanca como me hicieron creer en la escuela. Soy de raza «mediterránea». Parece que la blanca se limita a pieles más blancas y cabellos más rubios. Pero, ¿cuál es el límite de blancura? Lo mismo sucede con la raza negra. Esta denominación incluye mil tonalidades de color de la piel, desde el negro más intenso de los negros nilóticos hasta tonos ligeramente oscuros de algunos americanos descendientes de varios cruces entre esclavas y esclavistas. ¿Todo se agrupa bajo una única denominación? Y, si es así, ¿por qué motivo?
Es interesante comprobar que hay divisiones que parecen evidentes, pero que en realidad no lo son tanto. Una vez tuve una conversación muy divertida con un grupo de orientales que no comprendían cómo era posible que yo confundiera los japoneses con los coreanos. Para ellos, ¡las diferencias eran clarísimas! En cambio, ellos no podían distinguir un noruego de un italiano.
Y, encima, muchos de los caracteres que nos permitirían hacer una clasificación no coinciden con otros caracteres que nos dan otras clasificaciones. De manera que, al final, la definición de raza acaba siendo completamente arbitraria. Esto explica por qué, aunque de pequeño me enseñaron que hay cinco razas, se pueden encontrar libros que describen doce, en incluso algunos más detallistas llegan a hablar de hasta treinta razas diferentes. Al no haber unos límites claros, cada cual puede ponerlos donde le plazca.
Pero una clasificación tan arbitraria simplemente no tiene ningún valor científico.
Esto no quiere decir, ¡ni mucho menos!, que no existan las diferencias. Lo que hay que tener claro es que las agrupaciones que hacemos bajo la definición de raza son simples convenciones para hacer más fácil entendernos. Unas divisiones tan arbitrarias como si estableciéramos que las personas altas y las bajas pertenecen a razas diferentes. Desgraciadamente, demasiado a menudo se han usado con finalidades mucho más turbias.
Y, por supuesto, lo que no existe ni ha existido nunca es una «raza pura». Un detalle que hace aún más inmorales todas las barbaridades que se han hecho con la excusa de la pureza de la raza. Aunque siempre hay gente dispuesta a encontrar excusas para justificar cualquier cosa.
Hace milenios que está teniendo lugar el intercambio de genes entre los humanos. Esta gran mezcla genética imposibilita hablar de cualquier otra raza que no sea la raza humana. Aunque desde un punto de vista estrictamente biológico, hay que hablar, simplemente, de la especie humana.
Muy a menudo las cosas no son lo que parecen y, encima, los hábitos del lenguaje nos condicionan todavía más. Esto lo podemos notar en los libros de antropología que afirman que la división de los humanos en razas no tiene sentido. Que esto que denominamos razas no existe.
Hombre, pues quizás tienen razón, pero cuando me miro y me comparo con un oriental, un africano o un indio americano, las diferencias me parecen bastante evidentes como para decir que no pertenecemos a razas diferentes. Y en este punto se me dispara la alarma.
¿No será que se niega la existencia de las razas simplemente porque queda políticamente correcto? Barbaridades más grandes se han dicho, en nombre de esta corrección superficial.
Ciertamente, nadie confundiría un japonés con un etíope, o un peruano con un sueco. La diversidad de la especie humana se muestra de mil maneras, como por ejemplo el color de la piel, la altura, la forma de los cabellos, la anatomía de la cara o el perfil de los ojos. Pero también otros menos evidentes: el grupo sanguíneo, la sensibilidad a algunos fármacos, los niveles de expresión de diferentes genes, la sensibilidad a enfermedades…
El problema aparece a la hora de definir las categorías y marcar los límites. Hay quien es muy aficionado a las clasificaciones estrictas sin caer en enormes contradicciones o arbitrariedades. Según algunas clasificaciones, yo no estoy incluido en la raza blanca como me hicieron creer en la escuela. Soy de raza «mediterránea». Parece que la blanca se limita a pieles más blancas y cabellos más rubios. Pero, ¿cuál es el límite de blancura? Lo mismo sucede con la raza negra. Esta denominación incluye mil tonalidades de color de la piel, desde el negro más intenso de los negros nilóticos hasta tonos ligeramente oscuros de algunos americanos descendientes de varios cruces entre esclavas y esclavistas. ¿Todo se agrupa bajo una única denominación? Y, si es así, ¿por qué motivo?
Es interesante comprobar que hay divisiones que parecen evidentes, pero que en realidad no lo son tanto. Una vez tuve una conversación muy divertida con un grupo de orientales que no comprendían cómo era posible que yo confundiera los japoneses con los coreanos. Para ellos, ¡las diferencias eran clarísimas! En cambio, ellos no podían distinguir un noruego de un italiano.
Y, encima, muchos de los caracteres que nos permitirían hacer una clasificación no coinciden con otros caracteres que nos dan otras clasificaciones. De manera que, al final, la definición de raza acaba siendo completamente arbitraria. Esto explica por qué, aunque de pequeño me enseñaron que hay cinco razas, se pueden encontrar libros que describen doce, en incluso algunos más detallistas llegan a hablar de hasta treinta razas diferentes. Al no haber unos límites claros, cada cual puede ponerlos donde le plazca.
Pero una clasificación tan arbitraria simplemente no tiene ningún valor científico.
Esto no quiere decir, ¡ni mucho menos!, que no existan las diferencias. Lo que hay que tener claro es que las agrupaciones que hacemos bajo la definición de raza son simples convenciones para hacer más fácil entendernos. Unas divisiones tan arbitrarias como si estableciéramos que las personas altas y las bajas pertenecen a razas diferentes. Desgraciadamente, demasiado a menudo se han usado con finalidades mucho más turbias.
Y, por supuesto, lo que no existe ni ha existido nunca es una «raza pura». Un detalle que hace aún más inmorales todas las barbaridades que se han hecho con la excusa de la pureza de la raza. Aunque siempre hay gente dispuesta a encontrar excusas para justificar cualquier cosa.
Hace milenios que está teniendo lugar el intercambio de genes entre los humanos. Esta gran mezcla genética imposibilita hablar de cualquier otra raza que no sea la raza humana. Aunque desde un punto de vista estrictamente biológico, hay que hablar, simplemente, de la especie humana.
100 mitos de la ciencia,
Lectio Ediciones, 2012
Lectio Ediciones, 2012
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