Por CAPI VIDAL
El término fraternidad parece hoy, al menos en el lenguaje vulgar, anacrónico. Si bien se alude, al menos en la teoría política, constantemente a la libertad y a la igualdad, la tercera parte del gran proyecto de la modernidad queda relegada al olvido. Trataremos en este texto, al igual que hemos hecho previamente con la solidaridad (que, por otra parte, es un concepto muy relacionado con el que nos ocupa) de vincularlo estrechamente a los otros dos grandes conceptos: libertad implica necesariamente igualdad y fraternidad. Frente a cualquier nexo y vinculo social tradicional, la fraternidad trata de imponerse, al menos desde la Revolución francesa, como la gran alternativa revolucionaria. Esta novedad radical de la fraternidad tiene sus precedentes, no tanto en la fraternidad religiosa, como en la estoica de la Antigua Grecia: la natural sociabilidad del ser humano como base para una aspiración cosmopolita. La Revolución francesa, o al menos una corriente dentro de ella, posee esas aspiraciones claramente universales, no una simple emancipación de una pólis o nación, sino el comienzo de la liberación del conjunto de la humanidad. Sin embargo, la posterior evolución política reducirá notablemente el concepto fraternal en beneficio del Estado/nación, aunque tantas veces sea presentado como un ideal republicano-democrático. Se abandona la idea de la fraternidad universal como aspiración estrechamente vinculada a la de la virtud ciudadana como nexo social, algo que debería considerarse como un poderoso motor ético. Ese sentimiento fraternal y cívico se considera endógeno al individuo, con posibilidades de ser potenciado gracias a la educación pública. Sin embargo, tal y como ocurrió históricamente a partir de la gran revolución, cuando se considera que ese mismo sentimiento es exógeno, proviene de una instancia externa y trascendente al ser humano, se abre la puerta al autoritarismo.
A comienzos del siglo XXI, es más reivindicable que nunca la fraternidad revolucionaria. El concepto de libertad desarrollado en Occidente ha conllevado la idea que no existe obligación positiva hacia nuestros semejantes. Individualismo insolidario, y el constante peligro de resurgimiento nacionalista, son los rasgos principales de las sociedades avanzadas. Por ello, un replanteamiento de la fraternidad universal, entendida como una de las dimensiones de la ética pública, es más necesario que nunca. Nuestra responsabilidad con las generaciones futuras, afianzando valores mucho más extensos y sólidos, hace que así sea. Precisamente, si se renuncia a la fuerza y a la coacción políticas, es decir, a cualquier instrumento exógeno al ser humano y a la sociedad, una de las soluciones es la propia universabilidad de los derechos humanos y sociales. Esa tensión cosmopolita tiene una fuerza ética por sí misma, nos permite pensar en el otro como una forma de complementarnos a nosotros mismos, no le vemos ya como un objeto. Es el gran desafío de una innovadora ética que resuelve la aparente antinomia entre un respeto a la diferencia y un establecimiento de normas válidas universalmente. Es entonces la fraternidad el principio que puede lograr el restablecimiento de la justicia social cada vez que trata de imponerse un individualismo insolidario. Hablamos así, no solo de un enriquecimiento de la vida social, también de conferirle un sentido que puede doblegar la tendencia del ser humano a abandonarse a fuerzas externas y disquisiciones metafísicas.
Hay que recordar el primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Sin embargo, las bellas declaraciones van acompañadas tantas veces de un profundo olvido en la realidad; las ideas solo cobran sentido en una auténtica praxis social y política. La sicología social considera que en la relación fraterna está el germen del pensar, así como del desarollo de la capacidad para compartir y ser solidario. Erich Fromm, un hombre con una visión admirablemente amplia sobre el ser humano, consideró que la fraternidad universal se encuentra íntimamente asociada con las necesidades radicales del hombre de amor, justicia y libertad. Conocer esas necesidades solo pasa por comprender la realidad material, social y sicológica de las personas. La fraternidad universal es, sobre todo, una idea ética y el mundo actual requiere muchas respuestas en ese sentido, las cuales se ven obstaculizadas por todo lo que artificialmente hemos construido y se acepta como dogma: naciones, Estados, religiones... Curiosamente, solo el insaciable Capital ha podido traspasar las fronteras políticas, aunque haya establecido otros obstáculos, igualmente alienantes, que impiden materializar los ideales de libertad, igualdad y fraternidad. La fraternidad universal recupera una vieja tradición antidogmática, la eliminación de las fronteras no es únicamente física y política, también intelectual y moral. Si indagamos, encontramos una encomiable tradición contemporánea de defensa de la fraternidad expresada de una manera u otra: es un ejemplo Albert Camus y su invitación a la acción para establecer derechos propios y ajenos, una manera de entender lo fraternal. Tal y como empecé este texto, deseo recordar el vínculo que existe entre los tres conceptos: si actúas fraternalmente es porque te preocupa también la libertad y la igualdad, dos conceptos que siempre deben tener en cuenta al otro, a nuestros semejantes.
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