Ramón Salaberría
En la España de hoy, salvo que se esté interesado en conocer las condiciones sociales y laborales de los países del Sur, es difícil hacerse idea de cómo vivían los trabajadores del campo y de las fábricas de la segunda mitad del siglo pasado y de la primera de éste. La formación educativa a la que se podía acceder, en el mejor de los casos, era la de las cuatro reglas. Las jornadas laborales casi doblaban las actuales. Los derechos de los trabajadores prácticamente nulos y conquistados con mucha sangre. Las bibliotecas, las pocas bibliotecas abiertas al público, frecuentadas por cuatro señoritos. Los contados intentos de crear bibliotecas populares, condenadas al fracaso casi de antemano, no sólo por la escasa duración de estos impulsos o por su escasa financiación, sino también por el carácter paternalista que insuflaban a tales proyectos. En 1864, Domingo Fernández Arrea, en su obra Estudios sociales sobre la educación de los pueblos, refiriéndose a las bibliotecas públicas de las capitales de provincia, señalaba cómo podían encontrarse allí libros «... llenos de instrucción... escritos para el pobre pueblo, que no los lee, sin embargo; en primer lugar, porque casi no los comprende, y en segundo, porque jamás le ocurre el pensamiento de entrar con los zapatos y vestidos rotos y mojados en esas hermosas salas que asemejan a los palacios, para colocarse y sentarse al lado de los caballeros de la ciudad con sus ricos trajes y toda su instrucción. Ignorancia, temor, vana vergüenza, todo le detiene... Por eso las grandes bibliotecas..., buenas y preciosas para las personas de clase media y elevada, para los estudiantes y eruditos, no sirven de nada al pueblo».
Cuatro años mas tarde, 1868, Giuseppe Fanelli (1827-1877), ingeniero italiano, enviado por Bakunin y la Asociación Internacional de Trabajadores, encontraba en un café de Madrid a un puñado de inquietos trabajadores, en su mayor parte tipógrafos, con el fin de crear la sección española de la Primera Internacional. No hay nada sorprendente en ello pero sí en la velocidad con que las ideas, las ideas expuestas por Fanelli a un grupo, conseguirían propagarse por las regiones españolas (cuatro años después de su visita, en 1872, la Federación Anarquista reunía a 465.000 miembros activos en su congreso de Córdoba). Sin apenas medios económicos, en contra del poder del Estado (las Cortes facultan a la autoridad, en 1896, para «suprimir todos los periódicos, centros y lugares de recreo de los anarquistas»), en un medio donde el analfabetismo es masivo (las cifras más optimistas señalan que el 45,3% de los hombres mayores de 7 años y el 64,7% de las mujeres en 1877 lo son), consiguen agrupar a decenas de miles de obreros. Para ello fue fundamental, entre otros, la edición y difusión de materiales, algo que hasta el momento actual es señal distintiva de los grupos anarquistas. Muchas veces la lectura colectiva o pública seria el medio más adecuado para dar a conocer la Idea. También la rápida creación y extensión de los Ateneos Libertarios y sus bibliotecas.
[...]
Frecuentemente el anarquismo ha sido menospreciado como un movimiento de «analfabetos», por un lado, y por, supuestamente, carecer de un «verdadero instrumento científico de interpretación de la realidad». Así será si así lo dicen los hereditariamente letrados y aquellos que creían disponer de instrumentos y métodos sociales infalibles. Pero lo que nadie podrá negarles es su anticipación en temas que, vaya por donde (sin cientificidad, sin ilustración), son actualmente, cien años después, ámbitos del conocimiento (ecología, sexualidad, medicina alternativa...) centrales para el mundo de hoy. Y que lo que hicieron, fusionar revolución con vida, abrir nuevas trayectorias vitales para la emancipación del ser humano, desde el apoyo mutuo, desde el trabajo voluntario y en común, utilizando la imprenta y la biblioteca como herramientas, es un ejemplo real que la sociedad actual ha querido inutilizar con la etiqueta de utópico...
(Enero 1999)
No hay comentarios:
Publicar un comentario