Juan Pablo Calero
La delicada situación que vive España, y que en buena parte es similar a la que sufren otros países europeos, tiene su origen en la aguda crisis económica que tuvo su detonante en 2007, con la quiebra de Lehman Brothers, pero que no afectó a Europa hasta el año 2008. En ese primer momento, las circunstancias eran favorables para España: saldaba sus cuentas anuales con superávit, la deuda pública representaba un modesto porcentaje del PIB y el desempleo alcanzaba una tasa moderada en un país con elevado paro estructural y tradición de empleos encubiertos.
¿Por qué ahora vivimos al borde de la bancarrota? La respuesta está en nuestro modelo productivo, en la torpeza de nuestros políticos y en la avaricia de nuestros financieros. El crecimiento económico español de los últimos quince años se basó en el turismo y en la construcción, en parte dedicada a edificar residencias de vacaciones. Se abandonó la actividad industrial, con una frenética deslocalización fabril de nuestras empresas, y se renunció a potenciar la investigación científica y a crear una mano de obra de alta cualificación tecnológica. Sólo así puede entenderse que la primera compañía fuese Repsol: una petrolera en un país sin petróleo.
Estimulada la urbanización de campos y costas por una calculada desregularización medioambiental y animado el mercado inmobiliario por un notable aumento demográfico, en buena parte nutrido por emigrantes, la construcción pasó a ser nuestra particular gallina de los huevos de oro. El negocio de constructoras y de bancos parecía seguro y, además, estaba incentivado por los distintos gobiernos, que ofrecían jugosas desgravaciones fiscales para la compra de viviendas.
El mercado de las hipotecas pronto agotó la disponibilidad del sistema crediticio español, pero ni bancos ni cajas de ahorro quisieron renunciar a su parte de unos beneficios que crecían sin parar. Así se consiguió un trasvase de fondos hacia España desde los bancos y fondos de inversión extranjeros que algunos analistas calculan en 400.000 millones de euros, un dinero que las entidades hispanas esperaban devolver, con ventaja, cuando los compradores de viviendas les restituyesen sus créditos.
Pero cuando se agudizó la crisis económica, y la venta de viviendas se paralizó, los trabajadores empleados en el sector de la construcción y en sus empresas auxiliares fueron despedidos y aquellos que habían solicitado una hipoteca no pudieron pagar las cuotas mensuales y, lo que es más grave, las empresas tampoco pudieron hacer frente al pago de sus préstamos porque nadie compraba las viviendas que estaban construyendo o que, en muchos casos, ya habían construido.
La crisis económica forzó a bancos y cajas de ahorro a quedarse con las viviendas o las parcelas que avalaban créditos que ya no se podían devolver, y aunque al principio las valorasen al precio máximo que habían alcanzado en el mercado inmobiliario, la verdad es que, cuatro años después, el dinero de los bancos alemanes y de los fondos de inversión extranjeros está avalado por casas que ahora no valen nada: esa diferencia es el agujero de los bancos.
El desequilibrio del sistema financiero es de tal magnitud, entre 100.000 y 200.000 millones de euros, que los bancos españoles nunca podrán devolver a sus prestatarios ese volumen de dinero. Si fuesen pequeñas empresas, se declararían en quiebra; pero ni el socialista Rodríguez Zapatero ni el conservador Rajoy han estado dispuestos a permitir que se hunda el sector financiero, por lo que el Estado está inyectando fondos públicos para evitar su derrumbe: la deuda privada de los bancos se convierte así en deuda pública, que pagamos entre todos restando esos fondos de los servicios básicos: sanidad, educación, servicios sociales, transporte...
Además, los políticos también se creyeron las mentiras del eterno crecimiento inmobiliario. Alcaldes y presidentes se aventuraron en obras faraónicas, en proyectos de elevado precio y dudosa utilidad que se financiaban con los impuestos que pagaban los constructores y compradores de viviendas: remodelación de la M-30 en Madrid, «contenedores» culturales en Valencia o Santiago de Compostela... Un río de dinero que anegó a los pueblos más pequeños y que ahora, al contraerse la construcción y reducirse brutalmente los impuestos percibidos, ha dejado exhaustas las arcas públicas: no hay recursos para salvar a la vez las cuentas de resultados de los bancos y los servicios sociales de los ciudadanos.
Para salir de esta crisis, Mariano Rajoy y sus economistas neoliberales han optado por una drástica devaluación, que no puede ser monetaria desde que ni tenemos peseta ni controlamos el euro. No se ha encontrado mejor solución que una devaluación social: reducir al máximo los costes laborales para que las empresas españolas produzcan a precios más bajos y sus exportaciones sean más competitivas. Evidentemente, esta devaluación social se ha traducido en una reducción de salarios y en un retroceso del consumo interno, que está obligando a cerrar a empresas ajenas al sector de la construcción, aumentando el paro hasta tasas del 25 por ciento.
Los conservadores confiaban que el incremento de las exportaciones fuese capaz de compensar el brutal descenso del consumo interno, pero no lo han conseguido y ni siquiera han sujetado la inflación, porque en buena parte depende del petróleo y de otros productos ajenos a la economía nacional. Desde luego, el consumo interno se ha contraído porque los que no tienen trabajo están al límite de la supervivencia y los que aún lo conservan dedican todos sus magros ahorros a reducir su deuda familiar (que es la más baja desde 2007). Y las empresas industriales han colapsado de tal manera que los productos agrarios han vuelto a ser el principal rango de las exportaciones españolas, desbancando a las manufacturas industriales.
El empobrecimiento de los trabajadores españoles y el deterioro de sus condiciones de vida y de trabajo ha sido un sacrificio inútil: el desastre financiero ha absorbido todos los recursos detraídos al Estado del bienestar sin conseguir que mejore la economía productiva, ni se restablezca la confianza de los inversores extranjeros, ni se disponga de fondos para cubrir la deuda de los bancos. A cambio, la disminución de la producción y del consumo nacional ha rebajado la recaudación de los impuestos indirectos hasta poner en peligro los instrumentos más básicos del Estado. Al final, el Estado no ha tenido más remedio que acudir a la financiación internacional, en este caso de sus socios europeos, para evitar la quiebra de Bankia y de otros bancos con dificultades parecidas.
Un dinero que las instituciones europeas prestan ahora para impedir que la quiebra de los bancos españoles convierta en impagados los créditos que recibieron de los bancos y fondos de inversión europeos. Es decir, el problema que antes tenían los prestatarios privados europeos y sus deudores privados españoles se ha traspasado al ámbito público: los 100.000 millones de euros los ha prestado la Unión Europea, de sus propios recursos, al gobierno de España, que es el responsable último de su devolución. Hoy se socializan los riesgos y las pérdidas, aunque antes nunca se socializaron los beneficios.
Además, como ahora es el Estado español el garante de la devolución de esa enorme línea de crédito, las instituciones europeas obligarán al gobierno a proveer fondos para pagarlo; primero los intereses, que reducirán aún más el margen de maniobra del gobierno y empeorarán la situación de las clases populares, de las que ya se calcula que un 20 por ciento están por debajo del umbral de la pobreza, y luego, el principal, los 100.000 millones que jamás podrán ser devueltos por unos bancos nacionalizados que no valdrán nada, por lo que no se podrán privatizar, a no ser que se les exima de devolver el dinero que ahora reciben.
Con esta crisis ha resultado evidente que no hemos sido los trabajadores los que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, pero que los financieros y los políticos han construido viviendas y han contraído gastos que no podían pagar. Sin embargo, no se está haciendo recaer el coste de la crisis sobre los culpables, sino sobre los inocentes: las clases populares que están empobreciéndose al mismo tiempo que se pierden derechos laborales ganados durante décadas de lucha obrera y se desmantela un Estado del bienestar que en España apenas está recién estrenado.
Y no con el objetivo de solucionar el problema (la Bolsa sigue cayendo y el crédito español se aleja de los parámetros de sus socios europeos), sino con la única finalidad de alimentar la avaricia culpable y criminal de unas élites políticas y económicas tan avariciosas como ciegas y sordas al clamor de la calle. Por ahora.
La delicada situación que vive España, y que en buena parte es similar a la que sufren otros países europeos, tiene su origen en la aguda crisis económica que tuvo su detonante en 2007, con la quiebra de Lehman Brothers, pero que no afectó a Europa hasta el año 2008. En ese primer momento, las circunstancias eran favorables para España: saldaba sus cuentas anuales con superávit, la deuda pública representaba un modesto porcentaje del PIB y el desempleo alcanzaba una tasa moderada en un país con elevado paro estructural y tradición de empleos encubiertos.
¿Por qué ahora vivimos al borde de la bancarrota? La respuesta está en nuestro modelo productivo, en la torpeza de nuestros políticos y en la avaricia de nuestros financieros. El crecimiento económico español de los últimos quince años se basó en el turismo y en la construcción, en parte dedicada a edificar residencias de vacaciones. Se abandonó la actividad industrial, con una frenética deslocalización fabril de nuestras empresas, y se renunció a potenciar la investigación científica y a crear una mano de obra de alta cualificación tecnológica. Sólo así puede entenderse que la primera compañía fuese Repsol: una petrolera en un país sin petróleo.
Estimulada la urbanización de campos y costas por una calculada desregularización medioambiental y animado el mercado inmobiliario por un notable aumento demográfico, en buena parte nutrido por emigrantes, la construcción pasó a ser nuestra particular gallina de los huevos de oro. El negocio de constructoras y de bancos parecía seguro y, además, estaba incentivado por los distintos gobiernos, que ofrecían jugosas desgravaciones fiscales para la compra de viviendas.
El mercado de las hipotecas pronto agotó la disponibilidad del sistema crediticio español, pero ni bancos ni cajas de ahorro quisieron renunciar a su parte de unos beneficios que crecían sin parar. Así se consiguió un trasvase de fondos hacia España desde los bancos y fondos de inversión extranjeros que algunos analistas calculan en 400.000 millones de euros, un dinero que las entidades hispanas esperaban devolver, con ventaja, cuando los compradores de viviendas les restituyesen sus créditos.
Pero cuando se agudizó la crisis económica, y la venta de viviendas se paralizó, los trabajadores empleados en el sector de la construcción y en sus empresas auxiliares fueron despedidos y aquellos que habían solicitado una hipoteca no pudieron pagar las cuotas mensuales y, lo que es más grave, las empresas tampoco pudieron hacer frente al pago de sus préstamos porque nadie compraba las viviendas que estaban construyendo o que, en muchos casos, ya habían construido.
La crisis económica forzó a bancos y cajas de ahorro a quedarse con las viviendas o las parcelas que avalaban créditos que ya no se podían devolver, y aunque al principio las valorasen al precio máximo que habían alcanzado en el mercado inmobiliario, la verdad es que, cuatro años después, el dinero de los bancos alemanes y de los fondos de inversión extranjeros está avalado por casas que ahora no valen nada: esa diferencia es el agujero de los bancos.
El desequilibrio del sistema financiero es de tal magnitud, entre 100.000 y 200.000 millones de euros, que los bancos españoles nunca podrán devolver a sus prestatarios ese volumen de dinero. Si fuesen pequeñas empresas, se declararían en quiebra; pero ni el socialista Rodríguez Zapatero ni el conservador Rajoy han estado dispuestos a permitir que se hunda el sector financiero, por lo que el Estado está inyectando fondos públicos para evitar su derrumbe: la deuda privada de los bancos se convierte así en deuda pública, que pagamos entre todos restando esos fondos de los servicios básicos: sanidad, educación, servicios sociales, transporte...
Además, los políticos también se creyeron las mentiras del eterno crecimiento inmobiliario. Alcaldes y presidentes se aventuraron en obras faraónicas, en proyectos de elevado precio y dudosa utilidad que se financiaban con los impuestos que pagaban los constructores y compradores de viviendas: remodelación de la M-30 en Madrid, «contenedores» culturales en Valencia o Santiago de Compostela... Un río de dinero que anegó a los pueblos más pequeños y que ahora, al contraerse la construcción y reducirse brutalmente los impuestos percibidos, ha dejado exhaustas las arcas públicas: no hay recursos para salvar a la vez las cuentas de resultados de los bancos y los servicios sociales de los ciudadanos.
Para salir de esta crisis, Mariano Rajoy y sus economistas neoliberales han optado por una drástica devaluación, que no puede ser monetaria desde que ni tenemos peseta ni controlamos el euro. No se ha encontrado mejor solución que una devaluación social: reducir al máximo los costes laborales para que las empresas españolas produzcan a precios más bajos y sus exportaciones sean más competitivas. Evidentemente, esta devaluación social se ha traducido en una reducción de salarios y en un retroceso del consumo interno, que está obligando a cerrar a empresas ajenas al sector de la construcción, aumentando el paro hasta tasas del 25 por ciento.
Los conservadores confiaban que el incremento de las exportaciones fuese capaz de compensar el brutal descenso del consumo interno, pero no lo han conseguido y ni siquiera han sujetado la inflación, porque en buena parte depende del petróleo y de otros productos ajenos a la economía nacional. Desde luego, el consumo interno se ha contraído porque los que no tienen trabajo están al límite de la supervivencia y los que aún lo conservan dedican todos sus magros ahorros a reducir su deuda familiar (que es la más baja desde 2007). Y las empresas industriales han colapsado de tal manera que los productos agrarios han vuelto a ser el principal rango de las exportaciones españolas, desbancando a las manufacturas industriales.
El empobrecimiento de los trabajadores españoles y el deterioro de sus condiciones de vida y de trabajo ha sido un sacrificio inútil: el desastre financiero ha absorbido todos los recursos detraídos al Estado del bienestar sin conseguir que mejore la economía productiva, ni se restablezca la confianza de los inversores extranjeros, ni se disponga de fondos para cubrir la deuda de los bancos. A cambio, la disminución de la producción y del consumo nacional ha rebajado la recaudación de los impuestos indirectos hasta poner en peligro los instrumentos más básicos del Estado. Al final, el Estado no ha tenido más remedio que acudir a la financiación internacional, en este caso de sus socios europeos, para evitar la quiebra de Bankia y de otros bancos con dificultades parecidas.
Un dinero que las instituciones europeas prestan ahora para impedir que la quiebra de los bancos españoles convierta en impagados los créditos que recibieron de los bancos y fondos de inversión europeos. Es decir, el problema que antes tenían los prestatarios privados europeos y sus deudores privados españoles se ha traspasado al ámbito público: los 100.000 millones de euros los ha prestado la Unión Europea, de sus propios recursos, al gobierno de España, que es el responsable último de su devolución. Hoy se socializan los riesgos y las pérdidas, aunque antes nunca se socializaron los beneficios.
Además, como ahora es el Estado español el garante de la devolución de esa enorme línea de crédito, las instituciones europeas obligarán al gobierno a proveer fondos para pagarlo; primero los intereses, que reducirán aún más el margen de maniobra del gobierno y empeorarán la situación de las clases populares, de las que ya se calcula que un 20 por ciento están por debajo del umbral de la pobreza, y luego, el principal, los 100.000 millones que jamás podrán ser devueltos por unos bancos nacionalizados que no valdrán nada, por lo que no se podrán privatizar, a no ser que se les exima de devolver el dinero que ahora reciben.
Con esta crisis ha resultado evidente que no hemos sido los trabajadores los que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, pero que los financieros y los políticos han construido viviendas y han contraído gastos que no podían pagar. Sin embargo, no se está haciendo recaer el coste de la crisis sobre los culpables, sino sobre los inocentes: las clases populares que están empobreciéndose al mismo tiempo que se pierden derechos laborales ganados durante décadas de lucha obrera y se desmantela un Estado del bienestar que en España apenas está recién estrenado.
Y no con el objetivo de solucionar el problema (la Bolsa sigue cayendo y el crédito español se aleja de los parámetros de sus socios europeos), sino con la única finalidad de alimentar la avaricia culpable y criminal de unas élites políticas y económicas tan avariciosas como ciegas y sordas al clamor de la calle. Por ahora.
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