Artículo publicado en Monthly Review, nº 2, junio de 2005, pp. 13-27. Traducción de Marta Caro (o también se puede ver en el MR en castellano, nº 8 de marzo del 2006). Paul Buhle es coeditor, con Nicole Schulman, de Wobblies! A Graphic History (Verso, 2005) y junto al muralista obrero Mike Alewitz organizó el Wobbly Tour para conmemorar su centenario en 2005, con pancartas, películas y música.
Por PAUL BUHLE
El pasado año se celebró el centenario del IWW [Trabajadores Industriales del Mundo o Industrial Workers of the World], los irrepetibles visionarios del movimiento obrero norteamericano. También se celebró el 50º aniversario del nacimiento de la AFL-CIO, resultado de la fusión de la Federación Obrera Americana [AFL, American Federation Labor] y el Congreso de las Organizaciones Industriales [CIO, Congress of Industrial Organization]. Resultó ser también el 10º aniversario del cambio de guardia en la AFL-CIO. En 1995, John Sweeney y su equipo «Nueva Voz» se erigían en portavoces del fragor de desilusión con el entonces presidente y notable partidario de la Guerra Fría Lane Kirkland, una opinión que triunfaba entre los cuadros medios y altos de la organización y lograba apear a la vieja guardia de los puestos superiores. La concurrencia de los tres aniversarios puede ser más que una coincidencia. Para comprobarlo, volvamos al pasado y recorramos parte de la historia más reciente del movimiento obrero de los Estados Unidos.
Sería difícil encontrar en la historia laboral un contraste tan marcado como el que existe entre el abierto, democrático y revolucionario IWW y la AFL-CIO. Para 1995, Kirkland y sus asesores más cercanos, sobre todo Albert Shanker, presidente de la Federación Norteamericana de maestros, habían abandonado básicamente la tarea de captar a más trabajadores no sindicados, con lo que acababan de culminar la pobre dirección que el predecesor de Kirkland, George Meany, había desplegado al convertir al movimiento obrero organizado, de vigoroso movimiento social, en un conservador grupo de intereses especiales. Los minúsculos recursos dedicados a la organización sindical de los trabajadores reflejaban no sólo la existencia de otras prioridades, sino también la presencia de una lógica profunda. En una ocasión, un importante dirigente regional me comentaba lleno de orgullo que su hijo, que entonces estudiaba en una escuela de ciencias empresariales, estaba preparando una tesis en la que quería demostrar que la afiliación a un sindicato era la inversión más inteligente que un trabajador podía hacer. El bien intencionado dirigente hacía tiempo que consideraba el sindicalismo la vía de participación de los trabajadores en la «sociedad de los propietarios». La idea de que este pudiera dar cuerpo a una nueva cruzada radical por la justicia y la redistribución de la riqueza era mucho más susceptible de provocar miedo que esperanza.
Desde sus orígenes, la AFL-CIO fue fiel partidaria de la Guerra Fría y del imperialismo estadounidense. Sus líderes dieron por supuesto que la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética fortalecerían su férreo control sobre el sindicalismo global de empresa. La perspectiva de engrosar sus filas con dóciles afiliados de una Rusia privatizada parecía poner a su alcance todo cuanto habían soñado. Mientras el Gobierno estadounidense y sus poderes corporativos ejercían su dominio incontestado sobre el planeta en el tan cacareado «fin de la historia», los altos dirigentes obreros esperaban sin duda hacerse cargo del lado sindical. Como leal oposición que habían sido, se habían ganado tal derecho.[1]
Su plan global resultó ser un fracaso espectacular, así como sus esfuerzos por mantener su propia relevancia dentro de los Estados Unidos a través del lobbying y la captación de votos. Después de todo, sólo habían sido de utilidad como salvaguardia durante la Guerra Fría. Incluso los líderes políticos emergentes del Partido Demócrata apenas si miraban ya en dirección a los trabajadores, y los republicanos habían llegado silenciosamente a la conclusión de que era hora de ir eliminando uno tras otro los antiguos bastiones sindicales.
El final del liderazgo de Kirkland se considera a menudo un golpe de palacio. Dicha opinión, sin embargo, subestima las batallas libradas desde la década de 1960 por jóvenes radicales y los aliados que estos encontraron en sindicatos como el SEIU [Sindicato Internacional de Empleados de Servicios o Service Employees Internacional Union], el HERE [Trabajadores de Hoteles y Restaurantes o Hotel and Restaurant Workers], hoy parte de la fusión HERE/UNITE, los sindicatos textiles (con denominaciones diferentes hasta la fusión que tuvo lugar en 2004) y, sobre todo, el Sindicato del Transporte o Teamsters Union. La clara posibilidad de establecer conexión con los movimientos idealistas de la década de 1960 nunca se cumplió debido a la acérrima resistencia de los burócratas y a las armas con que estos contaban. Perder aquella oportunidad resultaría ser algo devastador, a pesar de que George Meany celebrara los choques provocados en Manhattan por los obreros reaccionarios contra los manifestantes opuestos a la guerra [de Vietnam] y de que Richard Nixon premiara al líder de dicho grupo de matones con el puesto correspondiente al Departamento de Trabajo en su gabinete.
Pero algunos de los jóvenes idealistas no se amilanaron. A mediados de la década de 1980, la lucha contra la intervención de los Estados Unidos en Centroamérica tenía un amplio componente obrero, llegaba a su punto álgido y la oposición conseguía arrogarse una legitimidad que nunca había alcanzado durante la época de Vietnam. Algunos de sus miembros más importantes, entre los que figuraban varios de los pocos sindicatos internacionales que desempeñaban su labor con éxito, comenzaron a aprobar resoluciones sobre política exterior, así como en defensa de sus propios miembros gays y lesbianas. Dichas resoluciones eran impensables en la homófoba sociedad estadounidense de la época de Vietnam, cuando, para Meany y todos los demás, excepto para los gays encubiertos de su personal, ser «marica» equivalía a ser seguidor de McGovern.
La historia se renovaba siguiendo las pautas marcadas por los fracasos del movimiento obrero. El aumento acelerado de la inmigración después de 1965 resultó ser crucial en varios aspectos. Las conocidas actitudes restriccionistas, expuestas a la prueba del paso del tiempo desde la época de Gompers y expresadas en el racismo y la xenofobia que existía entre las filas del movimiento sindical, perdieron poco a poco su fuerza a medida que los trabajadores más veteranos se iban jubilando (progresivamente despojados de las pensiones prometidas en los contratos sindicales a través de las maniobras corporativas) y los trabajadores nacidos fuera del país iban ocupando los nuevos puestos de trabajo, en su mayoría sin posibilidades de sindicación. Como decía un sindicalista veterano de Rhode Island a finales del siglo pasado (sin resentimiento ni regocijo) todos los «blancos» de la región que querían afiliarse a un sindicato ya lo estaban. A partir de ahora, o los sindicatos aceptaban a los otros, en especial a los inmigrantes más recientes, latinos y asiáticos en su mayoría, o no tendrían futuro alguno.
La naturaleza de «golpe palaciego» que en octubre de 1995 se atribuía al destronamiento del grupo de Kirkland de la mano de Sweeney y compañía ocultaba, por tanto, hasta qué punto las demandas de cambio aparecidas en los niveles inferiores y medios habían prefigurado el inminente colapso de la cúpula. Los resultados, sin embargo, se tradujeron en un problemático acuerdo. La promesas realizadas de llevar a cabo movilizaciones más enérgicas duraron lo que duró la campaña electoral. El Departamento de Justicia de la Administración Clinton, tras ignorar toda una diversidad de desagradables actividades perpetradas en la antigua Unión Soviética y en otros países en los que aún no se había procedido a la sustitución de los agentes de la AFL vinculados a los servicios de inteligencia, se concentró en la gestión económica de la dirección del reformado Sindicato del Transporte y promovió con éxito a Jimmy Hoffa jr., un ejemplo más del tipo empresarial de director ejecutivo que ahora arruina la gestión de los sindicatos de empresa. El repunte de las esperanzas de los trabajadores que podría haber alentado la reanimación del Partido Demócrata y los intentos momentáneamente prometedores de crear una red cultural e intelectual de izquierdas se agotaron casi de inmediato.[2]
No se puede negar que ha habido momentos esperanzadores y que se han logrado victorias reales, entre las que cabe destacar la sindicalización por parte del SEIU de 70.000 trabajadores en el condado de Los Ángeles.[3] No sólo el SEIU, sino también el HERE y la AFSCME (Federación Estadounidense de Empleados Estatales, Comarcales y Municipales o American Federation of State, County, and Municipal Employees) han logrado unas cuantas victorias extraordinarias, sobre todo la AFSCME en Puerto Rico. Atrás quedaban los tiempos en los que se prohibía formalmente a los miembros de organizaciones marxistas o de partidos comunistas ocupar un cargo sindical. Aun así, la importancia de la revocación de dichas reglas vigentes durante la Guerra Fría no queda muy clara. No obstante, lo más importante es que, al menos oficialmente, ya no se ve a los inmigrantes, legales o ilegales, como enemigos. El principio histórico de sindicalismo al estilo Gompers, que imponía restricciones en el mercado laboral en beneficio de la aristocracia de la fuerza de trabajo, ha dejado de ser la norma. Debido tanto a la derrota de los sindicatos como a otras circunstancias, incluso en la sacrosanta industria de la construcción, otrora compuesta exclusivamente por hombres blancos y morada de católicos conservadores y programas de formación creados por la AFL-CIO (que apenas lograron nada, tal como era la intención inicial), el número de trabajadores no blancos es ahora significativamente mayor.
Mientras tanto, el avance más notable, aunque poco comentado, lo constituye claramente el USLAW (Trabajadores Estadounidenses contra la Guerra o U.S. Labor Against War), compuesto por sindicatos que representan, literalmente, a millones de trabajadores que votan resoluciones contra la implicación de los Estados Unidos en Afganistán e Irak. Gracias al USLAW, la actual AFL-CIO, pese a todos sus defectos, se encuentra a años luz de la época en la que la matonería era habitual en las salas de administración de los líderes sindicales preferidos de la CIA. En otros tiempos, el USLAW habría sido señalado por intelectuales como Arthur Schlesinger jr. como una peligrosa fuente de subversión y habría sido atacado con saña por figuras leales de la oposición como Walter Reuther; se lo habría investigado y se lo habría declarado ilegal por diversos medios. Ahora, en las altas esferas del poder se tolera al USLAW, por lo general de forma silenciosa. No cabe duda de que tanto líderes sindicales ambivalentes como intelectuales neoliberales de línea dura (y neoconservadores) observan todos sus pasos en espera de abalanzarse contra él. A tenor de la amplia decepción que inunda a los soldados estadounidenses y a sus familias, los sindicatos podrían convertirse en foco de organización del sentimiento pacifista entre los obreros manuales, algo que en la época de Vietnam habría sido impensable.
Sin embargo, tales victorias y demás cambios prometedores constituyen claramente una excepción en una situación que describe una pauta descendente. Incluso en los sindicatos que cuentan con una nueva dirección progresista, la situación se presenta, por lo general, bastante lúgubre. El control republicano del Congreso y de la Casa Blanca dificulta la creación de sindicatos en Wal-Mart o en Starbucks, por poner un par de ejemplos clave. Pero las circunstancias son demasiado difíciles como para culpar únicamente a los políticos.
Así pues, el descontento interno va nuevamente en aumento. Los trazos fundamentales de dicho descontento aparecen detallados en otros artículos de este libro. Sin embargo, independientemente de los resultados de la cumbre de la AFL-CIO en el verano de 2005[4], sigue siendo importante armarse de valor y pensar en el tipo de sindicalismo que hace falta. Algunos ejemplos históricos nos pueden servir de ayuda.
Al contrario que George Meany, que basó su estrategia en una combinación de purgas políticas e influencia política dentro de la corriente dominante, el movimiento obrero estadounidense casi nunca ha avanzado o se ha mantenido con éxito en su lugar gracias al hecho de contar con aliados en las altas esferas. La fuerza política facilita las cosas en situaciones concretas, pero nunca constituirá un factor determinante. La historia nos dice que, tarde o temprano, los empresarios se distanciarán de los políticos que confraternizan con el movimiento obrero y que se apelará a la lealtad al imperio estadounidense a fin de neutralizar, sin excepción, las demandas obreras más radicales.
Las primeras acciones del CIO, hace casi setenta años, se beneficiaron de una política pro-sindical o neutral en la Casa Blanca, así como de la revocación (temporal), a través de la Sección 7ª de la Ley Nacional de Relaciones Laborales, de las leyes del Congreso que históricamente perjudicaban a los sindicatos. Pero la presión para cambiar los estatutos se ejercía desde abajo y amenazaba con convertirse en algo mucho más peligroso que la organización de sindicatos industriales. Podría decirse que las huelgas generales de 1934 en San Francisco, en Minneapolis-Saint Paul y en Toledo (esta última, más un movimiento conjunto de empleados y desempleados que otra cosa) provocaron un inevitable giro hacia la izquierda de un New Deal tremendamente ambiguo. Aquellas huelgas y los sindicatos que nacieron de ellas se hicieron eco, durante un tiempo, de la familiar noción de solidaridad que sólo el antiguo IWW logró articular y llevar a la práctica.
Según sus afiliados y seguidores, el IWW era «lo mejor del mundo». En sus mejores años contaba con una media de cien mil afiliados. Durante un tiempo, reunió a los trabajadores más pobres y oprimidos de cada raza y grupo, mientras sus bardos escribían las canciones más emotivas y divertidas en las que se burlaban de los ricos explotadores y sus serviciales esclavos. ¿Por qué poetas, novelistas y radicales estadounidenses, desde John Dos Passos y Gary Snyder hasta Noam Chomsky (cuyo padre era un wobbly[5]), siguen invocando a los wobblies cuando el recuerdo de la mayoría de los sindicatos se ha desvanecido por completo de la memoria personal y familiar?
El wobbly, hombre o mujer, asiático u occidental, negro, moreno, rojo o blanco, era un ser humano normal por lo que respecta a su físico. Lo que los hacía diferentes era el mensaje que se explicaba, se predicaba y se cantaba alrededor de las hogueras que encendían los bindlestiffs (trabajadores agrícolas que llevaban a cuestas, a modo de macuto, sus pertrechos) y los lobos grises (trabajadores de los aserraderos); en el comedor o en las cantinas frecuentadas por canteros y pescadores; en las calles de las poblaciones fabriles y en los centros sociales de inmigrantes americano-fineses, húngaros o rusos; más allá de las fronteras, en Canadá y México, por hombres y mujeres que pasaban de un trabajo a otro, y, durante un tiempo, también en los salones de Greenwich Village. La suya era una historia colectiva, de colaboración, que no se guiaba por ningún héroe o heroína, y tan heroica (o trágica) como las propias vidas individuales de los wobblies.
Por las venas de un buen número de miembros y de algunos de los líderes del IWW, como Frank Little, más tarde convertido en mártir, corría sangre india. La poesía y las tradiciones wobbly evocaban la alegría de vivir en los campos y un resentimiento frente a lo que los bromistas de la IWW llamaban la snivelization o «lloriqueización». No es una coincidencia. Una de las principales inspiraciones de Marx y de Engels durante sus últimos años resultó ser una antropología amateur que consideraba a las tribus indias (entre otras) la sociedad «comunista» original, compuesta por familias extensas y por tribus que compartían sus posesiones en lugar de acumular propiedad privada.
Es probable que Marx y Engels, creyendo que la crisis del capitalismo se resolvería pronto, no apreciaran hasta qué punto los movimientos radicales, entonces y en el futuro, dependían de un deseo popular de «volver atrás» a partir de la sociedad de clases, de entender el capitalismo como una interrupción de la historia más que como un cierto estadio inevitable de esta. La idea de lo que se conocía como el «Día Dorado», del comunismo primitivo anterior a la aparición de clases dominantes, Iglesias establecidas, ejércitos e imperios, estaba también muy extendida entre la clase trabajadora europea de finales del siglo XIX. Las revueltas medievales de los habitantes de los pueblos y campesinos europeos contra la Iglesia y la corona dieron lugar a sociedades comunistas basadas en el hecho de compartir y que duraron desde semanas hasta meses, y aunque los soldados invasores las ahogaran en un mar de sangre, el recuerdo de esas sociedades siguió vivo durante siglos.
Las visiones del siglo XX de la mezcla de socialismo y nacionalismo propia de los movimientos revolucionarios del Tercer Mundo evocaban una y otra vez el mismo conjunto de imágenes. Las versiones de la izquierda del rastafarianismo, en cierto modo la versión que evoca de forma más literal una lógica comunitaria frontalmente opuesta a la racionalidad occidental, también tienen un equivalente en un ámbito diferente en la Teología de la Liberación y su promesa cristológico-revolucionaria de retorno a las prácticas de los discípulos de Jesús. Varias generaciones antes, el medievalismo socializante del poeta laureado inglés William Morris ya había propuesto un mundo de artesanía, simplicidad material y trabajo con dignidad en el mundo de estructura familiar que describía en Noticias de ninguna parte (Editorial Hacer, Barcelona, 1980).
La visión de Morris era bastante diferente a la de Edward Bellamy en Mirando hacia atrás: una cooperación eficiente coordinada a través de algo parecido a unos grandes almacenes descomunales absolutamente igualitarios y carentes de discriminación de género. Era una visión distinta también a la de los Caballeros del Trabajo [Knights of Labor], que en los Estados Unidos habían prefigurado de la manera más clara el IWW. Morris y los Caballeros deseaban poner freno a la expansión del trabajo asalariado; Bellamy, por el contrario, veía un futuro prometedor desde el punto de vista de la clase media. Los wobblies, enfrentados a los problemas emergentes de la clase trabajadora de principios del siglo XX, entendieron que la movilidad internacional de trabajadores y de capital era inevitable. Para ellos no eran los artesanos, sino la masa de trabajadores no cualificados que trabajaba en fábricas gigantes y en empresas agrícolas o dedicadas a la extracción de materias primas quienes constituían la figura central de las esperanzas de la clase trabajadora. Y, al contrario que los Caballeros (que aceptaban a las mujeres y afroamericanos, pero rechazaban a los trabajadores inmigrantes asiáticos), el IWW, basado en un principio básico de solidaridad, admitía a todos los trabajadores.
La convención fundacional del IWW fue organizada por el tuerto William D. «Big Hill» Haywood, en Brand´s Hall, al norte de Chicago, el 27 de junio de 1905. En los días posteriores, los delegados ordinarios expresaron ideas prácticas y fundamentales sobre el movimiento obrero y sobre el hecho de que los trabajadores necesitaban una solidaridad práctica y no meramente en forma de palabras. El sindicalismo por oficios de la Federación Obrera Americana no sólo había quedado desfasado (había sido organizado para los trabajadores industriales de un periodo anterior), sino que era ineficaz incluso para sus miembros.
Esa idea resultó ser demasiado simple: los sindicatos por oficios persistieron porque, por lo general, sus miembros se habían transformado en supervisores. Componían lo que se dio en llamar una «aristocracia sindical». Sus estructuras sindicales, que excluían a muchos trabajadores, tuvieron un papel central hasta la aparición del CIO en la década de 1930. Así mismo, su influencia siguió siendo notable durante mucho tiempo después, como fuerza conservadora y frecuentemente racista aliada con el sector obrero partidario de la Guerra Fría. Pero los wobblies no se equivocaban al apelar a la solidaridad como fuerza esencial de los trabajadores. Propugnaban una doctrina revolucionaria y de emancipación que todavía hoy no se ha hecho realidad. Los propios sindicatos industriales constituían, según los wobblies, las piezas básicas para la edificación de la futura sociedad cooperativa. A través de la afiliación a un sindicato industrial, los trabajadores podían prepararse para tomar directamente la sociedad. Los trabajadores que eran conscientes de su propio poder poseían la capacidad de actuar en base a su derecho fundamental de expropiar y compartir con otros trabajadores de todo el mundo todo lo que producían de manera colectiva.
Para el IWW, pues, el consabido problema que representaban las reducidas dimensiones del movimiento socialista en los Estados Unidos podía resolverse de una manera distinta. «Educar» a los trabajadores para convertirlos en socialistas a través de periódicos, discursos y campañas electorales era una estrategia demasiado pasiva y sin demasiado éxito. Los trabajadores debían educarse a sí mismos en y a través de sus propias acciones y de la autoorganización.
En la convención fundacional, de entre los setenta delegados, que representaban nominalmente a 50.000 miembros, tan sólo dos de ellos —procedentes de la Federación de los Trabajadores del Oeste [Western Federation of Labor] y del amorfo Sindicato de Trabajadores Estadounidenses [American Labor Union]— representaban a 40.000 de dichos miembros. En contra de las esperanzas depositadas en que los sindicatos por oficios convirtieran sus estructuras en sindicatos industriales, eran pocos los sindicatos de oficio allí representados; de hecho, muchos de los delegados sólo se representaban a sí mismos. La cuestión más importante estribaba, pues, en la declaración de principios, que empezaba así: «La clase trabajadora y la clase empresarial no tienen nada en común», y en los memorables soliloquios que tenían lugar sobre el parquet de la convención.
Así, Lucy Parsons, ya entonces conocida por haber defendido a su marido tras el incidente de Haymarket en 1886 y como revolucionaria afroamericana en Chicago, hizo un discurso en defensa de los más humildes: las mujeres forzadas a ejercer la prostitución. Pero también habló de la capacidad de los trabajadores: «Mi concepción de la huelga del futuro no consiste en hacer huelga, salir a la calle y morirse de hambre, sino en hacer huelga, quedarse y tomar posesión de las propiedades necesarias para la producción.» De ese modo, la extraordinaria veterana de las luchas de clase, raza y género del siglo XIX predijo las huelgas «de brazos caídos» (o con ocupación de las instalaciones) del futuro, que primero tuvieron lugar en fábricas y después con los encierros en instalaciones públicas para integrarlas en el movimiento o, incluso más tarde, en las clases de las universidades y en las oficinas de los presidentes para protestar contra la brutal guerra de Vietnam.
A raíz de una combinación de disputas internas y la recesión del periodo 1906-1907, el IWW perdió gran parte de sus afiliados iniciales. La marcha de la Federación de Mineros del Oeste [Western Federation of Miners] supuso un golpe especialmente duro para el sindicato. A eso le siguió la expulsión de Daniel DeLeon y sus seguidores, los miembros del Partido Socialista de los Trabajadores [Socialist Labor Party], que luego formaron su propia y pequeña organización rival conocida como la «Detroit IWW», en alusión a su sede central. Pese a todo, el IWW sobrevivió. Encabezó huelgas dispersas, llevó a cabo una vigorosa campaña de propaganda a favor del sindicalismo industrial e inventó, o reinventó, la huelga de brazos caídos (los trabajadores ocupaban la planta en vez de dejarla al cuidado de los dueños), así como otras muchas tácticas de movilización comunitaria.
Los primeros wobblies eran conocidos, sobre todo, por la gente de la organización en el oeste: los medio indios y los Yankees hijos e hijas de los conductores de las diligencias de correo y de los buscadores de oro cuyas familias habían seguido trasladándose hacia el oeste pero que nunca habían salido de la pobreza. Pero incluso en aquellos primeros años, muchos de sus militantes acababan de llegar de Europa o eran hijos de inmigrantes que se habían radicalizado al otro lado del océano o durante sus primeros años en los Estados Unidos. Mientras los nativos «estadounidenses» entraban y salían del IWW, ellos permanecían allí, publicaban revistas y periódicos que llegaron a durar décadas y mantenían vivo el espíritu wobbly para las generaciones futuras.
Las huelgas de esos trabajadores, en su mayoría inmigrantes, rescataron a los wobblies del periodo de peligrosa oscuridad que medió entre 1906 y 1909 y los colocaron en el punto de mira, no sólo del movimiento obrero, sino de la sociedad estadounidense en su conjunto. La huelga encabezada por los wobblies en McKees Rocks, Pensilvania, en 1909 convocó a trabajadores inmigrantes principalmente eslavos en acciones que provocaron entusiasmo entre los socialistas y helaron la sangre a sus enemigos. Algo se respiraba en el aire cuando, en 1912, el voto socialista alcanzó una de sus cotas más elevadas. Decenas de comunidades eligieron a candidatos radicales de clase trabajadora mientras cientos de asambleas de inmigrantes creaban en las localidades sus propias instituciones, junto a la funeraria y el centro recreativo, convencidos de que el futuro sería cooperativo. Después vinieron las huelgas de Lawrence, Massachussets, en 1912, y la de Paterson, Nueva Jersey, en 1913. La repercusión de ambos acontecimientos trascendió con mucho las fronteras de los Estados Unidos. Las oleadas de actividad sindical de los trabajadores no cualificados (aunque no únicamente) en Gran Bretaña, en la futura República de Irlanda, en Francia, en Italia e incluso en la lejana Australia recogían los lemas y las tácticas de los wobblies, animadas por la esperanza de que se produjera una transformación democrática en todo el mundo.
Tras el decepcionante final de la huelga de Paterson, los enemigos del IWW dieron a la organización por vencida. No podían estar más lejos de la verdad. Las luchas que los wobblies libraron en defensa de la libertad de expresión combinaron dosis de audacia y una aguda sensibilidad estratégica. Sin embargo, fue la movilización de los temporeros itinerantes la que presentó las mejores esperanzas de crear una organización sindical potente y duradera.
La AWO u Organización de Trabajadores Agrícolas pasó a estar poderosamente instalada en la cultura de trabajo de los temporeros de los estados de las llanuras, varones blancos en su mayoría. Al igual que los wobblies de las minas y los aserraderos, estos personificaban el espíritu del oeste (y «estadounidense») de la organización. Conocidos por su rebeldía y agitación, su control efectivo de los desplazamientos en los vagones de carga («muestre su tarjeta roja») llegó a ser legendario. La capacidad de los organizadores wobbly para crear pequeñas comunidades igualitarias entre los temporeros daba testimonio tanto de su maestría como de su confianza en los estratos inferiores de los trabajadores.
La AWO, la organización más amplia, logró fortalecerse incluso en presencia de una fuerte represión, y llegó a su máximo nivel en 1918 por una razón que puede parecer increíble. La Primera Guerra Mundial creó escasez de mano de obra: era más fácil despedirse o ser despedido y seguir adelante porque había más puestos de trabajo disponibles en todas partes. Eso no implicaba necesariamente el éxito del impulso organizativo de la AWO. La diversidad racial presente en muchas granjas californianas era difícil de superar (aunque lo intentaron). La represión de los trabajadores durante la guerra conllevó la supresión de los periódicos wobblies, el arresto de los organizadores y amenazas de recurrir a la violencia de grupos parapoliciales. A la larga, la mecanización de las granjas reduciría considerablemente el número de trabajadores agrícolas y su poder de negociación.
Los wobblies también aprendieron que organizarse en el campo era más difícil que hacerlo en las fábricas. No podían basarse en los lazos étnicos o familiares, de modo que tenían que apoyarse en la organización de acciones repentinas en el lugar de trabajo, en huelgas de celo y otras tácticas similares para atraer y mantener a los miembros. Así, en abril de 1915, Frank Little convocó una conferencia para organizar a los jornaleros itinerantes (hoboes) y crear un sistema de delegados laborales dentro del IWW por el cual los wobblies fijaban los términos salariales y las horas de trabajo previamente a la recolección, escogían a un individuo o un comité para que se encargara de efectuar las negociaciones con el granjero y, por último, los acuerdos se sometían a la ratificación del conjunto de los wobblies. La AWO aumentó así su tamaño de manera rápida y exitosa. Las cuotas eran de dos dólares la inscripción y cincuenta centavos la contribución mensual. En 1915, eran muchos los que disfrutaban de los objetivos más inmediatos de los wobblies: una jornada laboral de diez horas, tres dólares mínimos, horas extraordinarias remuneradas, buena comida y camas limpias, todo ello posible porque la guerra había elevado el precio del trigo.
Así, los wobblies llegaban a las afueras de la población, levantaban su «jungla» [o campamento] cerca de un arroyo y después celebraban una reunión en la que elegían comités para hacerse cargo de la limpieza del campamento. Una «brigada de alimentación» buscaba o pedía comida que después cocinaba, mientras que otros buscaban trabajo en el pueblo para crear un fondo común. Ese era el mundo en miniatura del IWW: una sociedad autogestionaria de trabajadores (aunque, a veces, organizarla y hacerla funcionar hacía que se descuidaran las tareas de organización en el campo).
Como era natural, a los líderes de las huelgas del IWW se los acusaba de las muertes y heridas causadas en realidad por la policía y los matones a sueldo. Las intensas luchas libradas para defenderse dejaban a muchos en terribles condiciones, mientras que a los líderes se les imponían largas sentencias. Sin embargo, la reputación del IWW se extendió de manera sorprendente. Los trabajadores chinos y japoneses tenían sus propias organizaciones de trabajadores que colaboraban con el IWW, aunque, por lo general, no se afiliaban directamente. La delegación de la IWW Fresno incorporó la Liga Sindical Japonesa en 1908, compuesta por mil miembros. Los mexicanos formaron sus propias asociaciones wobbly locales (especialmente en Los Ángeles y San Diego) y publicaron panfletos, folletos y periódicos en español. La AFL, de carácter más convencional, desconocía dichas actividades; de hecho, las consideraba del todo indeseables.
En 1918, en lo que constituyó un momento histórico, la AWO inauguró nuevas sucursales en Minneapolis y Chicago, compró nuevas plantas de impresión y planeó un brillante futuro. Los wobblies afirmaban que los «soviets» rusos (literalmente, «consejos de trabajadores») eran un fiel reflejo de sus propias actividades. Fue entonces cuando llegaron las persecuciones contra los rojos del periodo entre 1919 y 1921 en los Estados Unidos, seguidas por el aplastamiento de un vasto y poderoso levantamiento protagonizado por la clase trabajadora italiana y otras amargas decepciones.
La Hermandad de los Trabajadores de la Industria Maderera (BTW o Brotherhood of Timber Workers) nos ofrece un ejemplo tan bueno como cualquier otro de cómo fue aplastada la brillante promesa del IWW. Como sindicato interracial en el sur, era ya algo extraordinario. Estaba compuesto en su mayoría de leñadores y aserradores de la región de Piney Woods, en Lousiana/Texas, que habían sido despedidos por las grandes compañías. Covington Hall, legendario poeta, editor y agitador del sur, transformó rápida-mente la rudimentaria y casi secreta BTW en un movimiento wobbly. La Hermandad, que había adoptado oficialmente los principios del IWW, otorgaba todos los derechos de afiliación a las mujeres y a los no blancos (entre los que se contaban también algunos indios y mexicanos) y comenzó a sindicalizar a las localidades que dependían de los aserraderos una tras otra. Durante una serie de huelgas que tuvieron lugar entre 1912 y 1913, el número de afiliados aumentó hasta los 20.000. En ese momento, los rompehuelgas de la policía estatal y otras privadas se apresuraron a aplastar la organización. Las violentas huelgas dieron paso a una intensa campaña legal en defensa de algunos wobblies injustamente incriminados y juzgados. La Hermandad continuó luchando durante años, pero nunca se recuperó.
El rápido encarcelamiento en prisiones federales de los líderes del movimiento wobbly, condenados a largas sentencias en base a diversos cargos; el repentino crecimiento de la AFL y de los sindicatos independientes —que en ocasiones reclutaban a antiguos wobblies en calidad de organizadores—, todo ello combinado con el atractivo que ofrecía el nuevo movimiento comunista estadounidense, crearon unas perspectivas muy desalentadoras. Las acusaciones de «sindicalismo criminal» desconcertaron a las generaciones siguientes de radicales (así como de libertarios civiles) y la mayoría de los acusados apenas si las entendieron. Décadas después, durante la época de McCarthy, todavía se seguía arrestando a los comunistas (completamente opuestos por naturaleza a las doctrinas wobbly y anarquista) fundándose en esas mismas leyes, tan carentes de toda base. Así pues, cuando la actriz Lucille Ball, en el momento de enfrentarse al Comité de Actividades Antiamericanas que investigaba su apoyo en el pasado a los comunistas, fue interrogada acerca del sindicalismo criminal, lo único que honestamente pudo responder fue que nunca antes había oído tal expresión.
En Estados Unidos, el término «sindicalismo»[6], habitual en Francia y en Italia, así como entre algunos activistas británicos, alemanes y de otros países, había estado siempre más vinculado al anarquismo doctrinario que al IWW y, a veces, se lo relacionaba con actos individuales de violencia (más que únicamente con el sabotaje en gran medida pasivo, con el mal funcionamiento «accidental» de las máquinas o con una camarera que hablaba mal de la comida del restaurante). Los que se hacían llamar «sindicalistas» en los Estados Unidos eran, en su mayoría, competidores del IWW que instaban a los radicales a que se afiliaran a la dominante AFL y que se abrían camino desde dentro para alcanzar sus objetivos y superar a los miembros de los sindicatos profesionales. Los fiscales, sin embargo, en ningún caso pretendían que los cargos fueran precisos. De la misma manera que convenía insistir en que los wobblies, y no los rompehuelgas, los policías y toda una variedad de matones, habían sido los responsables de complicar las cosas con los piquetes, el «sindicalismo criminal» era una etiqueta oportuna.
Las Leyes de Espionaje ofrecían otra más oportunidad para legalizar la represión directa. Promulgadas en 1917 junto a la Ley de Servicio Selectivo, dichas leyes sólo podían ofrecer una definición muy abierta de lo que podía considerarse espionaje, en la medida en que ni socialistas ni wobblies sentían mayor simpatía hacia el káiser alemán que hacia el rey de Inglaterra o hacia otros nacionalismos simbólicos de la guerra. Las leyes que regían la naturalización de los extranjeros se modificaron tras el asesinato del presidente McKinley (perpetrado por un anarquista nacido en los Estados Unidos e hijo de un inmigrante) y ya desde 1912 empezaron a aplicarse contra los wobblies que intentaban adquirir la ciudadanía, lo que prácticamente imposibilitaba la nacionalización de los miembros más acérrimos. Mientras tanto, el Congreso y el presidente (en aquel momento con inclinaciones liberales y libertarias) debatían acerca de si tenía sentido redactar más legislación represiva contra aquellos que causaban desperfectos o ponían en peligro la propiedad. En 1918, las tropas federales recurrieron a la declaración de la producción de cobre como «material de guerra» para romper las líneas de piquetes que los wobblies habían formado en Arizona, dado que, en tales circunstancias, aquellos que dificultaran la producción podían ser acusados basándose en la nueva Ley de Sabotaje.
El Departamento de Estado de los Estados Unidos y la Oficina de Inmigración se habían encargado de crear otra vía específica adicional para justificar la represión. Para el momento en que los Estados Unidos entraron en la guerra, los funcionarios de inmigración ya gozaban de mucha más libertad para decidir a quién deportar y en qué circunstancias. La Ley de Inmigración promulgada en 1918 se diseñó específicamente para despojar a los extranjeros radicales de cualquier derecho de protección constitucional. Por primera vez en la historia de los Estados Unidos, ser culpable de asociación o de creencia constituía un delito susceptible de dar lugar a la deportación; incluso antes de promulgarse la ley, la Oficina ya había comenzado a preparar la deportación de wobblies según su propio criterio y recurriendo a métodos que los libertarios civiles de la actualidad conocen bien: podían basarse en la pertenencia, la afinidad, el apoyo financiero o incluso en cualquier muestra implícita de conformidad con los objetivos del IWW. Después de algunos primeros fracasos en los juzgados, la Oficina creó en secreto unas nuevas normas que resultarían ser muy duraderas. Cualquier extranjero del que se supiera que apoyaba al IWW, una organización totalmente legal, podía, sin embargo, ser detenido y deportado. El Departamento de Trabajo, el Ministro de Justicia y los círculos más cercanos al presidente podían sumar fuerzas con los gerentes de las empresas, los sheriffs y los matones a sueldo para atacar a los wobblies en casi cualquier lugar, pero especialmente en el noroeste, donde tantos leñadores habían jurado lealtad al movimiento. A los extranjeros no se les permitía ni siquiera consultar con un abogado, un precedente más de los que conformarían los futuros métodos de represión «legal».
Durante los levantamientos que tuvieron lugar en 1919, entre las multitudinarias manifestaciones del Día de los Trabajadores, una huelga general en Seattle y las acciones solidarias para evitar el envío de material bélico a las fuerzas contrarrevolucionarias de la convulsa Rusia, dio la impresión por un instante —aunque fuera un largo instante— de que la persecución no hacía más que intensificar la lucha de clases. Después, todo se acabó. En menos de un año, el joven movimiento comunista se había casi autodestruido (con la ayuda nada desdeñable de los agentes de policía), igual que el Partido Socialista, en un ataque de faccionalismo salvaje que buscaba la fórmula revolucionaria perfecta mientras los verdaderos radicales se enfrentaban a problemas más inmediatos.
Pero los wobblies aún seguían con vida. Como nos recuerda la más vital de la nueva literatura dedicada a ellos, los historiadores oficiales del movimiento wobbly han tenido dificultades para demostrar que el IWW no desapareció a causa de las persecuciones y la continua persecución contra los rojos. En realidad, el aparato propagandístico de los wobblies comenzó a funcionar de nuevo en la década de 1920, cuando cerca de un millar de trabajadores de la industria petrolífera se sumaron a miles de temporeros que aún resistían con firmeza, cuando los mineros del oeste de Canadá se acercaron al IWW y, sobre todo, cuando los Trabajadores del Transporte Marítimo (MTW o Marine Transport Workers), afroamericanos en su mayoría, extendieron sus ideas por el mar desde su base en Filadelfia.
Pero en el IWW se produjo una desastrosa escisión a causa de una serie de cuestiones internas (entre ellas, la centralización de la dirección de la organización) y el movimiento acabó replegándose a un marco de acciones educativas y de agitación. Así continuó, sobre todo en el distante norte del medio-oeste. En 1914, un grupo de radicales finlandeses que acababa de abandonar el Partido Socialista se había unido a los wobblies y había iniciado la publicación de la revista Industrialistii (1915-1975), que en su punto álgido llegó a contar con más de 20.000 lectores. El mismo grupo se había hecho cargo del Work´s People College, un centro de formación obrero donde se enseñaban ideas y estrategias radicales y que mantuvieron en funcionamiento durante más de treinta años.
Casi podría decirse que el IWW sobrevivía básicamente en la memoria, en los recuerdos de los trabajadores de más edad que influían en los más jóvenes, en el breve florecimiento de diversos sindicatos independientes y radicales que tuvo lugar a principios de la década de 1930, en las huelgas de brazos caídos de los años siguientes y en la primera y vital época del Congreso de Organizaciones Industriales. El número de antiguos wobblies era especialmente elevado entre los estibadores y las industrias del transporte marítimo y del procesamiento de pescado, entre los aserradores, los temporeros, los canteros y allí donde los chicanos formaban parte de las movilizaciones de los trabajadores agrícolas. Raras veces ejercieron de líderes —un caso fue el papel de William Z. Foster en la Huelga de la Siderurgia de 1918; otro, Harry Bridges, quien durante mucho tiempo ocupó la presidencia del Sindicato Internacional de Estibadores y Encargados de Almacén [Longshoremens and Wharehousemen´s Union]—, pero en las campañas locales de los sindicatos industriales se los distinguía como viejos héroes a quienes era debida una justa gratitud.
En 1966 empezó a verse algo sorprendente: chapas del IWW en las solapas de los organizadores de un movimiento estudiantil radical de rápida aparición denominado Estudiantes por una Sociedad Democrática (Students for a Democratic Society). Unos años antes, el SDS no era más que una escisión de un movimiento socialdemócrata aparecido en un campus universitario: la Liga Estudiantil para la Democracia Industrial (Student League for Industrial Democracy). Influidos sin duda por los encierros o «sentadas» inspirados en las huelgas de brazos caídos de décadas anteriores, la declaración del SDS con motivo de una famosa conferencia celebrada en Port Huron, Michigan, en 1962 (redactada por Tom Hayden y otros e influida, dicen, por las ideas del gigante panafricano C.L.R. James y del sociólogo radical C. Wright Mills, entre otros) sonaba menos a vieja izquierda marxista y más a doctrina wobblies. En dicha declaración instaban a la creación de una «democracia participativa», idea no tan proletaria como las del IWW, de hecho, aunque se tratara también de un movimiento surgido desde abajo y no desde arriba que se apoyaba en gente normal y no en expertos, por muy liberales o de izquierdas que fuesen.
La sintonía era en gran medida sentimental. Sin embargo, por aquí y allí estaban teniendo lugar sorprendentes acontecimientos en la escala local que recordaban a los observadores que el IWW seguía estando vivo. Durante la década de 1980 y principios de la de 1990, los wobblies estaban presentes, sobre todo, entre los jóvenes que, en alianza con los trabajadores de la industria maderera, luchaban por salvar las imponentes secuoyas californianas. A partir del cambio de siglo, el número de wobblies ha sufrido fuertes oscilaciones y se han formado y han desaparecido grupos de nuevos sindicatos locales (especialmente en poblaciones contraculturales). En mayo de 2004, el IWW IU/660 resultó elegido por un escaso margen en un establecimiento de Starbucks en el centro de Manhattan, elección que fue apelada de inmediato por el gigante corporativo. Ese hecho demostró una vez más que los wobblies representaban un papel allí donde los principales movimientos sindicales habían desistido.
Lo sucedido en Starbucks, el triunfo del IWW entre trabajadores resentidos, habitualmente con contratos a tiempo parcial en sectores poco remunerados y con pocas o ningunas prestaciones, prefiguraba lo que vendría después. El «globalismo», idea que forma parte del núcleo mismo de creencias del movimiento wobblys, está cada vez más presente en la vida cotidiana. Los trabajadores de muchos países no tienen ahora otra opción. Se les está forzando a generar sentimientos de solidaridad entre ellos en aras de la dignidad y de la supervivencia, incluso cuando los líderes obreros oficiales mantienen un enfoque desfasado y conservador respecto de una economía mundial en rápida transformación. En las manifestaciones antiglobalización, desde Seattle hasta Manhattan, pasando por Latinoamérica, Europa y Asia, han aparecido a menudo pancartas de los wobblies a favor de las mejores causas. Es posible que, un siglo después, se den las bases orgánicas capaces de propiciar el triunfo anticipado por el IWW. En todo caso, dados los crecientes ataques que las corporaciones lanzan contra el planeta y contra todos los seres vivos que lo habitan, cada vez es más cuestión de ahora o nunca.
Es hora de hacer realidad una imagen en la que la gente normal dirige la sociedad en su propio beneficio, sin jefes, sin políticos, sin un estado coercitivo, sin ejército, sin marina de guerra, sin fuerza aérea y sin marines. Libre también de la desconfianza y del odio hacia los extraños, así como de la idea, casi omnipresente, de que, como somos ricos, alguien nos quiere quitar nuestras riquezas. Esa manera de entender la libertad convierte al IWW en algo más que una organización obrera, o al menos en algo mayor que todas las demás organizaciones obreras juntas. Se parece más a la base del movimiento ecológico/medioambiental, por ejemplo, que a los dirigentes bien pagados de las organizaciones. Se parece a los mexicanos y estadounidenses que celebraron la recuperación por parte de los zapatistas de las tierras que habían sido robadas a su gente. Se parece a cualquier movimiento en contra de la guerra. Se parece un poco, incluso, al mundo que John Lennon sintetizó en la canción Imagine: sin un dios distante, sin país, sólo nosotros, seres humanos, todos nosotros y nuestro mundo. Se parece bastante también, y más de lo que muchos habrían sospechado hace treinta o cuarenta años, a unos Estados Unidos con una clase trabajadora que ahora se hunde rápidamente. El mundo de los wobblies se componía de trabajadores inmigrantes (como el nuestro ahora), sin trabajo fijo, sin seguros sanitarios, sin seguridad social ni ayudas para medicamentos (como el futuro que prevén los republicanos y muchos demócratas), sin ninguna responsabilidad por parte de los muy ricos para con la creciente clase empobrecida, muy similar en todo ello a la sociedad que ahora nos rodea. El mundo de los wobblies, en sus mejores momentos, se hizo realidad a través de una solidaridad que atravesaba las fronteras de la raza, el grupo étnico, el género y la nacionalidad.
El mundo de los wobblies y la promesa que traían consigo se derrumbaron, finalmente, debido a la enérgica colaboración entre las corporaciones, los militares, los liberales y los conservadores y entre líderes sindicales como Samuel Gompers, todos ellos fuertemente comprometidos con el imperio. ¿Sucederá lo mismo o algo parecido ahora que el imperio está entrando de nuevo en crisis? Sólo el tiempo lo dirá. Lo que los wobblies hicieron fue sostener una visión alternativa del trabajo y de la solidaridad social frente al capital, una alternativa que ahora necesitamos más que nunca. Sin ella, nos enfrentamos a un continuo desplome de las organizaciones obreras.
NOTAS:
[1] Expongo los argumentos acerca de esto en Taking Care of Business: Samuel Gompers, George Meany, Lane Kirkland and the Tragedy of American Labor (Nueva York: Monthly Review Press, 1999), un volumen cuyas conclusiones representan, de alguna manera, una reflexión sobre una entera vida política fruto de la lectura de Monthly Review.
[2] El mismo destino tuvo la SAWSJ [Académicos, Artistas y Escritores por la Justicia Social o Scholars, Artists and Writers for Social Justice], un grupo al que muchos de nosotros, esperanzados con la nueva dirección de la AFL, nos unimos con entusiasmo. Nunca se logró acceder a los recursos necesarios para crear una red en los campus universitarios y las comunidades locales y, sin el necesario dinamismo del movimiento obrero, la primera oleada de exitosas conferencias públicas acabó con un sentimiento de decepción. La SAWSJ fue desapareciendo poco a poco. Hill Fletcher jr., Elaine Bernard, Steve Fraser y otros bien conocidos para los lectores de MR figuraban entre los miembros más destacados.
[3] Los mejores argumentos a propósito del sindicalismo en California aparecen en «Labor Builds Regional Power», número especial de Working USA, 8 (diciembre de 2004), por Barbara Byrd y Nari Rhee; en «Building Power in the New Economy: The South Bay Labor Council» y en «Dynamic Political Mobilization: the Los Angeles County Federation of Labor», Larry Frank y Kent Wong, pp. 131-153 y 155-181 respectivamente.
[4] Estaba en juego la reelección de Sweeney y su equipo, acosados por la corriente interna «Change to Win», que deseaba forzar su retiro o su cesión del cargo a otro líder de su elección. Sweeney logró la reelección y la aprobación de su programa de reformas, pero al precio de la desafiliación de un importante conjunto de organizaciones sindicales de la AFL-CIO (y que representaban a 3,6 millones de afiliados de los 13 millones con que contaba entonces) y la transformación de «Change to Win» en una nueva federación sindical independiente.
[5] Los wobblies es el nombre popular por el que se conoce al sindicato IWW y sus afiliados.
[6] «Syndicalism» en la versión inglesa, en oposición a «unionism», que es la forma más habitual de designar el sindicalismo en inglés. La distinción entre ambos términos resulta muy difícil de verter al castellano en un solo término. Tal y como explica el autor a continuación, en inglés «syndicalism» se asocia más bien con el sindicalismo más radical de raíz anarquista que adoptó la acción directa (en especial, los atentados con bomba y la intimidación) como forma de lucha a finales del siglo XIX y principios del XX. Así pues, para ser exactos, los cargos de que se acusaba a los sindicalistas del IWW y, más adelante, a los comunistas a los que acaba de hacer referencia el autor eran, en inglés, de «criminal syndicalism», y no «unionism». Para entender mejor la acusación, recuérdese también que en inglés el «sindicato criminal», o «del crimen» no es otra cosa que la Mafia.
Por PAUL BUHLE
El pasado año se celebró el centenario del IWW [Trabajadores Industriales del Mundo o Industrial Workers of the World], los irrepetibles visionarios del movimiento obrero norteamericano. También se celebró el 50º aniversario del nacimiento de la AFL-CIO, resultado de la fusión de la Federación Obrera Americana [AFL, American Federation Labor] y el Congreso de las Organizaciones Industriales [CIO, Congress of Industrial Organization]. Resultó ser también el 10º aniversario del cambio de guardia en la AFL-CIO. En 1995, John Sweeney y su equipo «Nueva Voz» se erigían en portavoces del fragor de desilusión con el entonces presidente y notable partidario de la Guerra Fría Lane Kirkland, una opinión que triunfaba entre los cuadros medios y altos de la organización y lograba apear a la vieja guardia de los puestos superiores. La concurrencia de los tres aniversarios puede ser más que una coincidencia. Para comprobarlo, volvamos al pasado y recorramos parte de la historia más reciente del movimiento obrero de los Estados Unidos.
Sería difícil encontrar en la historia laboral un contraste tan marcado como el que existe entre el abierto, democrático y revolucionario IWW y la AFL-CIO. Para 1995, Kirkland y sus asesores más cercanos, sobre todo Albert Shanker, presidente de la Federación Norteamericana de maestros, habían abandonado básicamente la tarea de captar a más trabajadores no sindicados, con lo que acababan de culminar la pobre dirección que el predecesor de Kirkland, George Meany, había desplegado al convertir al movimiento obrero organizado, de vigoroso movimiento social, en un conservador grupo de intereses especiales. Los minúsculos recursos dedicados a la organización sindical de los trabajadores reflejaban no sólo la existencia de otras prioridades, sino también la presencia de una lógica profunda. En una ocasión, un importante dirigente regional me comentaba lleno de orgullo que su hijo, que entonces estudiaba en una escuela de ciencias empresariales, estaba preparando una tesis en la que quería demostrar que la afiliación a un sindicato era la inversión más inteligente que un trabajador podía hacer. El bien intencionado dirigente hacía tiempo que consideraba el sindicalismo la vía de participación de los trabajadores en la «sociedad de los propietarios». La idea de que este pudiera dar cuerpo a una nueva cruzada radical por la justicia y la redistribución de la riqueza era mucho más susceptible de provocar miedo que esperanza.
Desde sus orígenes, la AFL-CIO fue fiel partidaria de la Guerra Fría y del imperialismo estadounidense. Sus líderes dieron por supuesto que la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética fortalecerían su férreo control sobre el sindicalismo global de empresa. La perspectiva de engrosar sus filas con dóciles afiliados de una Rusia privatizada parecía poner a su alcance todo cuanto habían soñado. Mientras el Gobierno estadounidense y sus poderes corporativos ejercían su dominio incontestado sobre el planeta en el tan cacareado «fin de la historia», los altos dirigentes obreros esperaban sin duda hacerse cargo del lado sindical. Como leal oposición que habían sido, se habían ganado tal derecho.[1]
Su plan global resultó ser un fracaso espectacular, así como sus esfuerzos por mantener su propia relevancia dentro de los Estados Unidos a través del lobbying y la captación de votos. Después de todo, sólo habían sido de utilidad como salvaguardia durante la Guerra Fría. Incluso los líderes políticos emergentes del Partido Demócrata apenas si miraban ya en dirección a los trabajadores, y los republicanos habían llegado silenciosamente a la conclusión de que era hora de ir eliminando uno tras otro los antiguos bastiones sindicales.
El final del liderazgo de Kirkland se considera a menudo un golpe de palacio. Dicha opinión, sin embargo, subestima las batallas libradas desde la década de 1960 por jóvenes radicales y los aliados que estos encontraron en sindicatos como el SEIU [Sindicato Internacional de Empleados de Servicios o Service Employees Internacional Union], el HERE [Trabajadores de Hoteles y Restaurantes o Hotel and Restaurant Workers], hoy parte de la fusión HERE/UNITE, los sindicatos textiles (con denominaciones diferentes hasta la fusión que tuvo lugar en 2004) y, sobre todo, el Sindicato del Transporte o Teamsters Union. La clara posibilidad de establecer conexión con los movimientos idealistas de la década de 1960 nunca se cumplió debido a la acérrima resistencia de los burócratas y a las armas con que estos contaban. Perder aquella oportunidad resultaría ser algo devastador, a pesar de que George Meany celebrara los choques provocados en Manhattan por los obreros reaccionarios contra los manifestantes opuestos a la guerra [de Vietnam] y de que Richard Nixon premiara al líder de dicho grupo de matones con el puesto correspondiente al Departamento de Trabajo en su gabinete.
Pero algunos de los jóvenes idealistas no se amilanaron. A mediados de la década de 1980, la lucha contra la intervención de los Estados Unidos en Centroamérica tenía un amplio componente obrero, llegaba a su punto álgido y la oposición conseguía arrogarse una legitimidad que nunca había alcanzado durante la época de Vietnam. Algunos de sus miembros más importantes, entre los que figuraban varios de los pocos sindicatos internacionales que desempeñaban su labor con éxito, comenzaron a aprobar resoluciones sobre política exterior, así como en defensa de sus propios miembros gays y lesbianas. Dichas resoluciones eran impensables en la homófoba sociedad estadounidense de la época de Vietnam, cuando, para Meany y todos los demás, excepto para los gays encubiertos de su personal, ser «marica» equivalía a ser seguidor de McGovern.
La historia se renovaba siguiendo las pautas marcadas por los fracasos del movimiento obrero. El aumento acelerado de la inmigración después de 1965 resultó ser crucial en varios aspectos. Las conocidas actitudes restriccionistas, expuestas a la prueba del paso del tiempo desde la época de Gompers y expresadas en el racismo y la xenofobia que existía entre las filas del movimiento sindical, perdieron poco a poco su fuerza a medida que los trabajadores más veteranos se iban jubilando (progresivamente despojados de las pensiones prometidas en los contratos sindicales a través de las maniobras corporativas) y los trabajadores nacidos fuera del país iban ocupando los nuevos puestos de trabajo, en su mayoría sin posibilidades de sindicación. Como decía un sindicalista veterano de Rhode Island a finales del siglo pasado (sin resentimiento ni regocijo) todos los «blancos» de la región que querían afiliarse a un sindicato ya lo estaban. A partir de ahora, o los sindicatos aceptaban a los otros, en especial a los inmigrantes más recientes, latinos y asiáticos en su mayoría, o no tendrían futuro alguno.
La naturaleza de «golpe palaciego» que en octubre de 1995 se atribuía al destronamiento del grupo de Kirkland de la mano de Sweeney y compañía ocultaba, por tanto, hasta qué punto las demandas de cambio aparecidas en los niveles inferiores y medios habían prefigurado el inminente colapso de la cúpula. Los resultados, sin embargo, se tradujeron en un problemático acuerdo. La promesas realizadas de llevar a cabo movilizaciones más enérgicas duraron lo que duró la campaña electoral. El Departamento de Justicia de la Administración Clinton, tras ignorar toda una diversidad de desagradables actividades perpetradas en la antigua Unión Soviética y en otros países en los que aún no se había procedido a la sustitución de los agentes de la AFL vinculados a los servicios de inteligencia, se concentró en la gestión económica de la dirección del reformado Sindicato del Transporte y promovió con éxito a Jimmy Hoffa jr., un ejemplo más del tipo empresarial de director ejecutivo que ahora arruina la gestión de los sindicatos de empresa. El repunte de las esperanzas de los trabajadores que podría haber alentado la reanimación del Partido Demócrata y los intentos momentáneamente prometedores de crear una red cultural e intelectual de izquierdas se agotaron casi de inmediato.[2]
No se puede negar que ha habido momentos esperanzadores y que se han logrado victorias reales, entre las que cabe destacar la sindicalización por parte del SEIU de 70.000 trabajadores en el condado de Los Ángeles.[3] No sólo el SEIU, sino también el HERE y la AFSCME (Federación Estadounidense de Empleados Estatales, Comarcales y Municipales o American Federation of State, County, and Municipal Employees) han logrado unas cuantas victorias extraordinarias, sobre todo la AFSCME en Puerto Rico. Atrás quedaban los tiempos en los que se prohibía formalmente a los miembros de organizaciones marxistas o de partidos comunistas ocupar un cargo sindical. Aun así, la importancia de la revocación de dichas reglas vigentes durante la Guerra Fría no queda muy clara. No obstante, lo más importante es que, al menos oficialmente, ya no se ve a los inmigrantes, legales o ilegales, como enemigos. El principio histórico de sindicalismo al estilo Gompers, que imponía restricciones en el mercado laboral en beneficio de la aristocracia de la fuerza de trabajo, ha dejado de ser la norma. Debido tanto a la derrota de los sindicatos como a otras circunstancias, incluso en la sacrosanta industria de la construcción, otrora compuesta exclusivamente por hombres blancos y morada de católicos conservadores y programas de formación creados por la AFL-CIO (que apenas lograron nada, tal como era la intención inicial), el número de trabajadores no blancos es ahora significativamente mayor.
Mientras tanto, el avance más notable, aunque poco comentado, lo constituye claramente el USLAW (Trabajadores Estadounidenses contra la Guerra o U.S. Labor Against War), compuesto por sindicatos que representan, literalmente, a millones de trabajadores que votan resoluciones contra la implicación de los Estados Unidos en Afganistán e Irak. Gracias al USLAW, la actual AFL-CIO, pese a todos sus defectos, se encuentra a años luz de la época en la que la matonería era habitual en las salas de administración de los líderes sindicales preferidos de la CIA. En otros tiempos, el USLAW habría sido señalado por intelectuales como Arthur Schlesinger jr. como una peligrosa fuente de subversión y habría sido atacado con saña por figuras leales de la oposición como Walter Reuther; se lo habría investigado y se lo habría declarado ilegal por diversos medios. Ahora, en las altas esferas del poder se tolera al USLAW, por lo general de forma silenciosa. No cabe duda de que tanto líderes sindicales ambivalentes como intelectuales neoliberales de línea dura (y neoconservadores) observan todos sus pasos en espera de abalanzarse contra él. A tenor de la amplia decepción que inunda a los soldados estadounidenses y a sus familias, los sindicatos podrían convertirse en foco de organización del sentimiento pacifista entre los obreros manuales, algo que en la época de Vietnam habría sido impensable.
Sin embargo, tales victorias y demás cambios prometedores constituyen claramente una excepción en una situación que describe una pauta descendente. Incluso en los sindicatos que cuentan con una nueva dirección progresista, la situación se presenta, por lo general, bastante lúgubre. El control republicano del Congreso y de la Casa Blanca dificulta la creación de sindicatos en Wal-Mart o en Starbucks, por poner un par de ejemplos clave. Pero las circunstancias son demasiado difíciles como para culpar únicamente a los políticos.
Así pues, el descontento interno va nuevamente en aumento. Los trazos fundamentales de dicho descontento aparecen detallados en otros artículos de este libro. Sin embargo, independientemente de los resultados de la cumbre de la AFL-CIO en el verano de 2005[4], sigue siendo importante armarse de valor y pensar en el tipo de sindicalismo que hace falta. Algunos ejemplos históricos nos pueden servir de ayuda.
Al contrario que George Meany, que basó su estrategia en una combinación de purgas políticas e influencia política dentro de la corriente dominante, el movimiento obrero estadounidense casi nunca ha avanzado o se ha mantenido con éxito en su lugar gracias al hecho de contar con aliados en las altas esferas. La fuerza política facilita las cosas en situaciones concretas, pero nunca constituirá un factor determinante. La historia nos dice que, tarde o temprano, los empresarios se distanciarán de los políticos que confraternizan con el movimiento obrero y que se apelará a la lealtad al imperio estadounidense a fin de neutralizar, sin excepción, las demandas obreras más radicales.
Las primeras acciones del CIO, hace casi setenta años, se beneficiaron de una política pro-sindical o neutral en la Casa Blanca, así como de la revocación (temporal), a través de la Sección 7ª de la Ley Nacional de Relaciones Laborales, de las leyes del Congreso que históricamente perjudicaban a los sindicatos. Pero la presión para cambiar los estatutos se ejercía desde abajo y amenazaba con convertirse en algo mucho más peligroso que la organización de sindicatos industriales. Podría decirse que las huelgas generales de 1934 en San Francisco, en Minneapolis-Saint Paul y en Toledo (esta última, más un movimiento conjunto de empleados y desempleados que otra cosa) provocaron un inevitable giro hacia la izquierda de un New Deal tremendamente ambiguo. Aquellas huelgas y los sindicatos que nacieron de ellas se hicieron eco, durante un tiempo, de la familiar noción de solidaridad que sólo el antiguo IWW logró articular y llevar a la práctica.
Según sus afiliados y seguidores, el IWW era «lo mejor del mundo». En sus mejores años contaba con una media de cien mil afiliados. Durante un tiempo, reunió a los trabajadores más pobres y oprimidos de cada raza y grupo, mientras sus bardos escribían las canciones más emotivas y divertidas en las que se burlaban de los ricos explotadores y sus serviciales esclavos. ¿Por qué poetas, novelistas y radicales estadounidenses, desde John Dos Passos y Gary Snyder hasta Noam Chomsky (cuyo padre era un wobbly[5]), siguen invocando a los wobblies cuando el recuerdo de la mayoría de los sindicatos se ha desvanecido por completo de la memoria personal y familiar?
El wobbly, hombre o mujer, asiático u occidental, negro, moreno, rojo o blanco, era un ser humano normal por lo que respecta a su físico. Lo que los hacía diferentes era el mensaje que se explicaba, se predicaba y se cantaba alrededor de las hogueras que encendían los bindlestiffs (trabajadores agrícolas que llevaban a cuestas, a modo de macuto, sus pertrechos) y los lobos grises (trabajadores de los aserraderos); en el comedor o en las cantinas frecuentadas por canteros y pescadores; en las calles de las poblaciones fabriles y en los centros sociales de inmigrantes americano-fineses, húngaros o rusos; más allá de las fronteras, en Canadá y México, por hombres y mujeres que pasaban de un trabajo a otro, y, durante un tiempo, también en los salones de Greenwich Village. La suya era una historia colectiva, de colaboración, que no se guiaba por ningún héroe o heroína, y tan heroica (o trágica) como las propias vidas individuales de los wobblies.
Por las venas de un buen número de miembros y de algunos de los líderes del IWW, como Frank Little, más tarde convertido en mártir, corría sangre india. La poesía y las tradiciones wobbly evocaban la alegría de vivir en los campos y un resentimiento frente a lo que los bromistas de la IWW llamaban la snivelization o «lloriqueización». No es una coincidencia. Una de las principales inspiraciones de Marx y de Engels durante sus últimos años resultó ser una antropología amateur que consideraba a las tribus indias (entre otras) la sociedad «comunista» original, compuesta por familias extensas y por tribus que compartían sus posesiones en lugar de acumular propiedad privada.
Es probable que Marx y Engels, creyendo que la crisis del capitalismo se resolvería pronto, no apreciaran hasta qué punto los movimientos radicales, entonces y en el futuro, dependían de un deseo popular de «volver atrás» a partir de la sociedad de clases, de entender el capitalismo como una interrupción de la historia más que como un cierto estadio inevitable de esta. La idea de lo que se conocía como el «Día Dorado», del comunismo primitivo anterior a la aparición de clases dominantes, Iglesias establecidas, ejércitos e imperios, estaba también muy extendida entre la clase trabajadora europea de finales del siglo XIX. Las revueltas medievales de los habitantes de los pueblos y campesinos europeos contra la Iglesia y la corona dieron lugar a sociedades comunistas basadas en el hecho de compartir y que duraron desde semanas hasta meses, y aunque los soldados invasores las ahogaran en un mar de sangre, el recuerdo de esas sociedades siguió vivo durante siglos.
Las visiones del siglo XX de la mezcla de socialismo y nacionalismo propia de los movimientos revolucionarios del Tercer Mundo evocaban una y otra vez el mismo conjunto de imágenes. Las versiones de la izquierda del rastafarianismo, en cierto modo la versión que evoca de forma más literal una lógica comunitaria frontalmente opuesta a la racionalidad occidental, también tienen un equivalente en un ámbito diferente en la Teología de la Liberación y su promesa cristológico-revolucionaria de retorno a las prácticas de los discípulos de Jesús. Varias generaciones antes, el medievalismo socializante del poeta laureado inglés William Morris ya había propuesto un mundo de artesanía, simplicidad material y trabajo con dignidad en el mundo de estructura familiar que describía en Noticias de ninguna parte (Editorial Hacer, Barcelona, 1980).
La visión de Morris era bastante diferente a la de Edward Bellamy en Mirando hacia atrás: una cooperación eficiente coordinada a través de algo parecido a unos grandes almacenes descomunales absolutamente igualitarios y carentes de discriminación de género. Era una visión distinta también a la de los Caballeros del Trabajo [Knights of Labor], que en los Estados Unidos habían prefigurado de la manera más clara el IWW. Morris y los Caballeros deseaban poner freno a la expansión del trabajo asalariado; Bellamy, por el contrario, veía un futuro prometedor desde el punto de vista de la clase media. Los wobblies, enfrentados a los problemas emergentes de la clase trabajadora de principios del siglo XX, entendieron que la movilidad internacional de trabajadores y de capital era inevitable. Para ellos no eran los artesanos, sino la masa de trabajadores no cualificados que trabajaba en fábricas gigantes y en empresas agrícolas o dedicadas a la extracción de materias primas quienes constituían la figura central de las esperanzas de la clase trabajadora. Y, al contrario que los Caballeros (que aceptaban a las mujeres y afroamericanos, pero rechazaban a los trabajadores inmigrantes asiáticos), el IWW, basado en un principio básico de solidaridad, admitía a todos los trabajadores.
La convención fundacional del IWW fue organizada por el tuerto William D. «Big Hill» Haywood, en Brand´s Hall, al norte de Chicago, el 27 de junio de 1905. En los días posteriores, los delegados ordinarios expresaron ideas prácticas y fundamentales sobre el movimiento obrero y sobre el hecho de que los trabajadores necesitaban una solidaridad práctica y no meramente en forma de palabras. El sindicalismo por oficios de la Federación Obrera Americana no sólo había quedado desfasado (había sido organizado para los trabajadores industriales de un periodo anterior), sino que era ineficaz incluso para sus miembros.
Esa idea resultó ser demasiado simple: los sindicatos por oficios persistieron porque, por lo general, sus miembros se habían transformado en supervisores. Componían lo que se dio en llamar una «aristocracia sindical». Sus estructuras sindicales, que excluían a muchos trabajadores, tuvieron un papel central hasta la aparición del CIO en la década de 1930. Así mismo, su influencia siguió siendo notable durante mucho tiempo después, como fuerza conservadora y frecuentemente racista aliada con el sector obrero partidario de la Guerra Fría. Pero los wobblies no se equivocaban al apelar a la solidaridad como fuerza esencial de los trabajadores. Propugnaban una doctrina revolucionaria y de emancipación que todavía hoy no se ha hecho realidad. Los propios sindicatos industriales constituían, según los wobblies, las piezas básicas para la edificación de la futura sociedad cooperativa. A través de la afiliación a un sindicato industrial, los trabajadores podían prepararse para tomar directamente la sociedad. Los trabajadores que eran conscientes de su propio poder poseían la capacidad de actuar en base a su derecho fundamental de expropiar y compartir con otros trabajadores de todo el mundo todo lo que producían de manera colectiva.
Para el IWW, pues, el consabido problema que representaban las reducidas dimensiones del movimiento socialista en los Estados Unidos podía resolverse de una manera distinta. «Educar» a los trabajadores para convertirlos en socialistas a través de periódicos, discursos y campañas electorales era una estrategia demasiado pasiva y sin demasiado éxito. Los trabajadores debían educarse a sí mismos en y a través de sus propias acciones y de la autoorganización.
En la convención fundacional, de entre los setenta delegados, que representaban nominalmente a 50.000 miembros, tan sólo dos de ellos —procedentes de la Federación de los Trabajadores del Oeste [Western Federation of Labor] y del amorfo Sindicato de Trabajadores Estadounidenses [American Labor Union]— representaban a 40.000 de dichos miembros. En contra de las esperanzas depositadas en que los sindicatos por oficios convirtieran sus estructuras en sindicatos industriales, eran pocos los sindicatos de oficio allí representados; de hecho, muchos de los delegados sólo se representaban a sí mismos. La cuestión más importante estribaba, pues, en la declaración de principios, que empezaba así: «La clase trabajadora y la clase empresarial no tienen nada en común», y en los memorables soliloquios que tenían lugar sobre el parquet de la convención.
Así, Lucy Parsons, ya entonces conocida por haber defendido a su marido tras el incidente de Haymarket en 1886 y como revolucionaria afroamericana en Chicago, hizo un discurso en defensa de los más humildes: las mujeres forzadas a ejercer la prostitución. Pero también habló de la capacidad de los trabajadores: «Mi concepción de la huelga del futuro no consiste en hacer huelga, salir a la calle y morirse de hambre, sino en hacer huelga, quedarse y tomar posesión de las propiedades necesarias para la producción.» De ese modo, la extraordinaria veterana de las luchas de clase, raza y género del siglo XIX predijo las huelgas «de brazos caídos» (o con ocupación de las instalaciones) del futuro, que primero tuvieron lugar en fábricas y después con los encierros en instalaciones públicas para integrarlas en el movimiento o, incluso más tarde, en las clases de las universidades y en las oficinas de los presidentes para protestar contra la brutal guerra de Vietnam.
A raíz de una combinación de disputas internas y la recesión del periodo 1906-1907, el IWW perdió gran parte de sus afiliados iniciales. La marcha de la Federación de Mineros del Oeste [Western Federation of Miners] supuso un golpe especialmente duro para el sindicato. A eso le siguió la expulsión de Daniel DeLeon y sus seguidores, los miembros del Partido Socialista de los Trabajadores [Socialist Labor Party], que luego formaron su propia y pequeña organización rival conocida como la «Detroit IWW», en alusión a su sede central. Pese a todo, el IWW sobrevivió. Encabezó huelgas dispersas, llevó a cabo una vigorosa campaña de propaganda a favor del sindicalismo industrial e inventó, o reinventó, la huelga de brazos caídos (los trabajadores ocupaban la planta en vez de dejarla al cuidado de los dueños), así como otras muchas tácticas de movilización comunitaria.
Los primeros wobblies eran conocidos, sobre todo, por la gente de la organización en el oeste: los medio indios y los Yankees hijos e hijas de los conductores de las diligencias de correo y de los buscadores de oro cuyas familias habían seguido trasladándose hacia el oeste pero que nunca habían salido de la pobreza. Pero incluso en aquellos primeros años, muchos de sus militantes acababan de llegar de Europa o eran hijos de inmigrantes que se habían radicalizado al otro lado del océano o durante sus primeros años en los Estados Unidos. Mientras los nativos «estadounidenses» entraban y salían del IWW, ellos permanecían allí, publicaban revistas y periódicos que llegaron a durar décadas y mantenían vivo el espíritu wobbly para las generaciones futuras.
Las huelgas de esos trabajadores, en su mayoría inmigrantes, rescataron a los wobblies del periodo de peligrosa oscuridad que medió entre 1906 y 1909 y los colocaron en el punto de mira, no sólo del movimiento obrero, sino de la sociedad estadounidense en su conjunto. La huelga encabezada por los wobblies en McKees Rocks, Pensilvania, en 1909 convocó a trabajadores inmigrantes principalmente eslavos en acciones que provocaron entusiasmo entre los socialistas y helaron la sangre a sus enemigos. Algo se respiraba en el aire cuando, en 1912, el voto socialista alcanzó una de sus cotas más elevadas. Decenas de comunidades eligieron a candidatos radicales de clase trabajadora mientras cientos de asambleas de inmigrantes creaban en las localidades sus propias instituciones, junto a la funeraria y el centro recreativo, convencidos de que el futuro sería cooperativo. Después vinieron las huelgas de Lawrence, Massachussets, en 1912, y la de Paterson, Nueva Jersey, en 1913. La repercusión de ambos acontecimientos trascendió con mucho las fronteras de los Estados Unidos. Las oleadas de actividad sindical de los trabajadores no cualificados (aunque no únicamente) en Gran Bretaña, en la futura República de Irlanda, en Francia, en Italia e incluso en la lejana Australia recogían los lemas y las tácticas de los wobblies, animadas por la esperanza de que se produjera una transformación democrática en todo el mundo.
Tras el decepcionante final de la huelga de Paterson, los enemigos del IWW dieron a la organización por vencida. No podían estar más lejos de la verdad. Las luchas que los wobblies libraron en defensa de la libertad de expresión combinaron dosis de audacia y una aguda sensibilidad estratégica. Sin embargo, fue la movilización de los temporeros itinerantes la que presentó las mejores esperanzas de crear una organización sindical potente y duradera.
La AWO u Organización de Trabajadores Agrícolas pasó a estar poderosamente instalada en la cultura de trabajo de los temporeros de los estados de las llanuras, varones blancos en su mayoría. Al igual que los wobblies de las minas y los aserraderos, estos personificaban el espíritu del oeste (y «estadounidense») de la organización. Conocidos por su rebeldía y agitación, su control efectivo de los desplazamientos en los vagones de carga («muestre su tarjeta roja») llegó a ser legendario. La capacidad de los organizadores wobbly para crear pequeñas comunidades igualitarias entre los temporeros daba testimonio tanto de su maestría como de su confianza en los estratos inferiores de los trabajadores.
La AWO, la organización más amplia, logró fortalecerse incluso en presencia de una fuerte represión, y llegó a su máximo nivel en 1918 por una razón que puede parecer increíble. La Primera Guerra Mundial creó escasez de mano de obra: era más fácil despedirse o ser despedido y seguir adelante porque había más puestos de trabajo disponibles en todas partes. Eso no implicaba necesariamente el éxito del impulso organizativo de la AWO. La diversidad racial presente en muchas granjas californianas era difícil de superar (aunque lo intentaron). La represión de los trabajadores durante la guerra conllevó la supresión de los periódicos wobblies, el arresto de los organizadores y amenazas de recurrir a la violencia de grupos parapoliciales. A la larga, la mecanización de las granjas reduciría considerablemente el número de trabajadores agrícolas y su poder de negociación.
Los wobblies también aprendieron que organizarse en el campo era más difícil que hacerlo en las fábricas. No podían basarse en los lazos étnicos o familiares, de modo que tenían que apoyarse en la organización de acciones repentinas en el lugar de trabajo, en huelgas de celo y otras tácticas similares para atraer y mantener a los miembros. Así, en abril de 1915, Frank Little convocó una conferencia para organizar a los jornaleros itinerantes (hoboes) y crear un sistema de delegados laborales dentro del IWW por el cual los wobblies fijaban los términos salariales y las horas de trabajo previamente a la recolección, escogían a un individuo o un comité para que se encargara de efectuar las negociaciones con el granjero y, por último, los acuerdos se sometían a la ratificación del conjunto de los wobblies. La AWO aumentó así su tamaño de manera rápida y exitosa. Las cuotas eran de dos dólares la inscripción y cincuenta centavos la contribución mensual. En 1915, eran muchos los que disfrutaban de los objetivos más inmediatos de los wobblies: una jornada laboral de diez horas, tres dólares mínimos, horas extraordinarias remuneradas, buena comida y camas limpias, todo ello posible porque la guerra había elevado el precio del trigo.
Así, los wobblies llegaban a las afueras de la población, levantaban su «jungla» [o campamento] cerca de un arroyo y después celebraban una reunión en la que elegían comités para hacerse cargo de la limpieza del campamento. Una «brigada de alimentación» buscaba o pedía comida que después cocinaba, mientras que otros buscaban trabajo en el pueblo para crear un fondo común. Ese era el mundo en miniatura del IWW: una sociedad autogestionaria de trabajadores (aunque, a veces, organizarla y hacerla funcionar hacía que se descuidaran las tareas de organización en el campo).
Como era natural, a los líderes de las huelgas del IWW se los acusaba de las muertes y heridas causadas en realidad por la policía y los matones a sueldo. Las intensas luchas libradas para defenderse dejaban a muchos en terribles condiciones, mientras que a los líderes se les imponían largas sentencias. Sin embargo, la reputación del IWW se extendió de manera sorprendente. Los trabajadores chinos y japoneses tenían sus propias organizaciones de trabajadores que colaboraban con el IWW, aunque, por lo general, no se afiliaban directamente. La delegación de la IWW Fresno incorporó la Liga Sindical Japonesa en 1908, compuesta por mil miembros. Los mexicanos formaron sus propias asociaciones wobbly locales (especialmente en Los Ángeles y San Diego) y publicaron panfletos, folletos y periódicos en español. La AFL, de carácter más convencional, desconocía dichas actividades; de hecho, las consideraba del todo indeseables.
En 1918, en lo que constituyó un momento histórico, la AWO inauguró nuevas sucursales en Minneapolis y Chicago, compró nuevas plantas de impresión y planeó un brillante futuro. Los wobblies afirmaban que los «soviets» rusos (literalmente, «consejos de trabajadores») eran un fiel reflejo de sus propias actividades. Fue entonces cuando llegaron las persecuciones contra los rojos del periodo entre 1919 y 1921 en los Estados Unidos, seguidas por el aplastamiento de un vasto y poderoso levantamiento protagonizado por la clase trabajadora italiana y otras amargas decepciones.
La Hermandad de los Trabajadores de la Industria Maderera (BTW o Brotherhood of Timber Workers) nos ofrece un ejemplo tan bueno como cualquier otro de cómo fue aplastada la brillante promesa del IWW. Como sindicato interracial en el sur, era ya algo extraordinario. Estaba compuesto en su mayoría de leñadores y aserradores de la región de Piney Woods, en Lousiana/Texas, que habían sido despedidos por las grandes compañías. Covington Hall, legendario poeta, editor y agitador del sur, transformó rápida-mente la rudimentaria y casi secreta BTW en un movimiento wobbly. La Hermandad, que había adoptado oficialmente los principios del IWW, otorgaba todos los derechos de afiliación a las mujeres y a los no blancos (entre los que se contaban también algunos indios y mexicanos) y comenzó a sindicalizar a las localidades que dependían de los aserraderos una tras otra. Durante una serie de huelgas que tuvieron lugar entre 1912 y 1913, el número de afiliados aumentó hasta los 20.000. En ese momento, los rompehuelgas de la policía estatal y otras privadas se apresuraron a aplastar la organización. Las violentas huelgas dieron paso a una intensa campaña legal en defensa de algunos wobblies injustamente incriminados y juzgados. La Hermandad continuó luchando durante años, pero nunca se recuperó.
El rápido encarcelamiento en prisiones federales de los líderes del movimiento wobbly, condenados a largas sentencias en base a diversos cargos; el repentino crecimiento de la AFL y de los sindicatos independientes —que en ocasiones reclutaban a antiguos wobblies en calidad de organizadores—, todo ello combinado con el atractivo que ofrecía el nuevo movimiento comunista estadounidense, crearon unas perspectivas muy desalentadoras. Las acusaciones de «sindicalismo criminal» desconcertaron a las generaciones siguientes de radicales (así como de libertarios civiles) y la mayoría de los acusados apenas si las entendieron. Décadas después, durante la época de McCarthy, todavía se seguía arrestando a los comunistas (completamente opuestos por naturaleza a las doctrinas wobbly y anarquista) fundándose en esas mismas leyes, tan carentes de toda base. Así pues, cuando la actriz Lucille Ball, en el momento de enfrentarse al Comité de Actividades Antiamericanas que investigaba su apoyo en el pasado a los comunistas, fue interrogada acerca del sindicalismo criminal, lo único que honestamente pudo responder fue que nunca antes había oído tal expresión.
En Estados Unidos, el término «sindicalismo»[6], habitual en Francia y en Italia, así como entre algunos activistas británicos, alemanes y de otros países, había estado siempre más vinculado al anarquismo doctrinario que al IWW y, a veces, se lo relacionaba con actos individuales de violencia (más que únicamente con el sabotaje en gran medida pasivo, con el mal funcionamiento «accidental» de las máquinas o con una camarera que hablaba mal de la comida del restaurante). Los que se hacían llamar «sindicalistas» en los Estados Unidos eran, en su mayoría, competidores del IWW que instaban a los radicales a que se afiliaran a la dominante AFL y que se abrían camino desde dentro para alcanzar sus objetivos y superar a los miembros de los sindicatos profesionales. Los fiscales, sin embargo, en ningún caso pretendían que los cargos fueran precisos. De la misma manera que convenía insistir en que los wobblies, y no los rompehuelgas, los policías y toda una variedad de matones, habían sido los responsables de complicar las cosas con los piquetes, el «sindicalismo criminal» era una etiqueta oportuna.
Las Leyes de Espionaje ofrecían otra más oportunidad para legalizar la represión directa. Promulgadas en 1917 junto a la Ley de Servicio Selectivo, dichas leyes sólo podían ofrecer una definición muy abierta de lo que podía considerarse espionaje, en la medida en que ni socialistas ni wobblies sentían mayor simpatía hacia el káiser alemán que hacia el rey de Inglaterra o hacia otros nacionalismos simbólicos de la guerra. Las leyes que regían la naturalización de los extranjeros se modificaron tras el asesinato del presidente McKinley (perpetrado por un anarquista nacido en los Estados Unidos e hijo de un inmigrante) y ya desde 1912 empezaron a aplicarse contra los wobblies que intentaban adquirir la ciudadanía, lo que prácticamente imposibilitaba la nacionalización de los miembros más acérrimos. Mientras tanto, el Congreso y el presidente (en aquel momento con inclinaciones liberales y libertarias) debatían acerca de si tenía sentido redactar más legislación represiva contra aquellos que causaban desperfectos o ponían en peligro la propiedad. En 1918, las tropas federales recurrieron a la declaración de la producción de cobre como «material de guerra» para romper las líneas de piquetes que los wobblies habían formado en Arizona, dado que, en tales circunstancias, aquellos que dificultaran la producción podían ser acusados basándose en la nueva Ley de Sabotaje.
El Departamento de Estado de los Estados Unidos y la Oficina de Inmigración se habían encargado de crear otra vía específica adicional para justificar la represión. Para el momento en que los Estados Unidos entraron en la guerra, los funcionarios de inmigración ya gozaban de mucha más libertad para decidir a quién deportar y en qué circunstancias. La Ley de Inmigración promulgada en 1918 se diseñó específicamente para despojar a los extranjeros radicales de cualquier derecho de protección constitucional. Por primera vez en la historia de los Estados Unidos, ser culpable de asociación o de creencia constituía un delito susceptible de dar lugar a la deportación; incluso antes de promulgarse la ley, la Oficina ya había comenzado a preparar la deportación de wobblies según su propio criterio y recurriendo a métodos que los libertarios civiles de la actualidad conocen bien: podían basarse en la pertenencia, la afinidad, el apoyo financiero o incluso en cualquier muestra implícita de conformidad con los objetivos del IWW. Después de algunos primeros fracasos en los juzgados, la Oficina creó en secreto unas nuevas normas que resultarían ser muy duraderas. Cualquier extranjero del que se supiera que apoyaba al IWW, una organización totalmente legal, podía, sin embargo, ser detenido y deportado. El Departamento de Trabajo, el Ministro de Justicia y los círculos más cercanos al presidente podían sumar fuerzas con los gerentes de las empresas, los sheriffs y los matones a sueldo para atacar a los wobblies en casi cualquier lugar, pero especialmente en el noroeste, donde tantos leñadores habían jurado lealtad al movimiento. A los extranjeros no se les permitía ni siquiera consultar con un abogado, un precedente más de los que conformarían los futuros métodos de represión «legal».
Durante los levantamientos que tuvieron lugar en 1919, entre las multitudinarias manifestaciones del Día de los Trabajadores, una huelga general en Seattle y las acciones solidarias para evitar el envío de material bélico a las fuerzas contrarrevolucionarias de la convulsa Rusia, dio la impresión por un instante —aunque fuera un largo instante— de que la persecución no hacía más que intensificar la lucha de clases. Después, todo se acabó. En menos de un año, el joven movimiento comunista se había casi autodestruido (con la ayuda nada desdeñable de los agentes de policía), igual que el Partido Socialista, en un ataque de faccionalismo salvaje que buscaba la fórmula revolucionaria perfecta mientras los verdaderos radicales se enfrentaban a problemas más inmediatos.
Pero los wobblies aún seguían con vida. Como nos recuerda la más vital de la nueva literatura dedicada a ellos, los historiadores oficiales del movimiento wobbly han tenido dificultades para demostrar que el IWW no desapareció a causa de las persecuciones y la continua persecución contra los rojos. En realidad, el aparato propagandístico de los wobblies comenzó a funcionar de nuevo en la década de 1920, cuando cerca de un millar de trabajadores de la industria petrolífera se sumaron a miles de temporeros que aún resistían con firmeza, cuando los mineros del oeste de Canadá se acercaron al IWW y, sobre todo, cuando los Trabajadores del Transporte Marítimo (MTW o Marine Transport Workers), afroamericanos en su mayoría, extendieron sus ideas por el mar desde su base en Filadelfia.
Pero en el IWW se produjo una desastrosa escisión a causa de una serie de cuestiones internas (entre ellas, la centralización de la dirección de la organización) y el movimiento acabó replegándose a un marco de acciones educativas y de agitación. Así continuó, sobre todo en el distante norte del medio-oeste. En 1914, un grupo de radicales finlandeses que acababa de abandonar el Partido Socialista se había unido a los wobblies y había iniciado la publicación de la revista Industrialistii (1915-1975), que en su punto álgido llegó a contar con más de 20.000 lectores. El mismo grupo se había hecho cargo del Work´s People College, un centro de formación obrero donde se enseñaban ideas y estrategias radicales y que mantuvieron en funcionamiento durante más de treinta años.
Casi podría decirse que el IWW sobrevivía básicamente en la memoria, en los recuerdos de los trabajadores de más edad que influían en los más jóvenes, en el breve florecimiento de diversos sindicatos independientes y radicales que tuvo lugar a principios de la década de 1930, en las huelgas de brazos caídos de los años siguientes y en la primera y vital época del Congreso de Organizaciones Industriales. El número de antiguos wobblies era especialmente elevado entre los estibadores y las industrias del transporte marítimo y del procesamiento de pescado, entre los aserradores, los temporeros, los canteros y allí donde los chicanos formaban parte de las movilizaciones de los trabajadores agrícolas. Raras veces ejercieron de líderes —un caso fue el papel de William Z. Foster en la Huelga de la Siderurgia de 1918; otro, Harry Bridges, quien durante mucho tiempo ocupó la presidencia del Sindicato Internacional de Estibadores y Encargados de Almacén [Longshoremens and Wharehousemen´s Union]—, pero en las campañas locales de los sindicatos industriales se los distinguía como viejos héroes a quienes era debida una justa gratitud.
En 1966 empezó a verse algo sorprendente: chapas del IWW en las solapas de los organizadores de un movimiento estudiantil radical de rápida aparición denominado Estudiantes por una Sociedad Democrática (Students for a Democratic Society). Unos años antes, el SDS no era más que una escisión de un movimiento socialdemócrata aparecido en un campus universitario: la Liga Estudiantil para la Democracia Industrial (Student League for Industrial Democracy). Influidos sin duda por los encierros o «sentadas» inspirados en las huelgas de brazos caídos de décadas anteriores, la declaración del SDS con motivo de una famosa conferencia celebrada en Port Huron, Michigan, en 1962 (redactada por Tom Hayden y otros e influida, dicen, por las ideas del gigante panafricano C.L.R. James y del sociólogo radical C. Wright Mills, entre otros) sonaba menos a vieja izquierda marxista y más a doctrina wobblies. En dicha declaración instaban a la creación de una «democracia participativa», idea no tan proletaria como las del IWW, de hecho, aunque se tratara también de un movimiento surgido desde abajo y no desde arriba que se apoyaba en gente normal y no en expertos, por muy liberales o de izquierdas que fuesen.
La sintonía era en gran medida sentimental. Sin embargo, por aquí y allí estaban teniendo lugar sorprendentes acontecimientos en la escala local que recordaban a los observadores que el IWW seguía estando vivo. Durante la década de 1980 y principios de la de 1990, los wobblies estaban presentes, sobre todo, entre los jóvenes que, en alianza con los trabajadores de la industria maderera, luchaban por salvar las imponentes secuoyas californianas. A partir del cambio de siglo, el número de wobblies ha sufrido fuertes oscilaciones y se han formado y han desaparecido grupos de nuevos sindicatos locales (especialmente en poblaciones contraculturales). En mayo de 2004, el IWW IU/660 resultó elegido por un escaso margen en un establecimiento de Starbucks en el centro de Manhattan, elección que fue apelada de inmediato por el gigante corporativo. Ese hecho demostró una vez más que los wobblies representaban un papel allí donde los principales movimientos sindicales habían desistido.
Lo sucedido en Starbucks, el triunfo del IWW entre trabajadores resentidos, habitualmente con contratos a tiempo parcial en sectores poco remunerados y con pocas o ningunas prestaciones, prefiguraba lo que vendría después. El «globalismo», idea que forma parte del núcleo mismo de creencias del movimiento wobblys, está cada vez más presente en la vida cotidiana. Los trabajadores de muchos países no tienen ahora otra opción. Se les está forzando a generar sentimientos de solidaridad entre ellos en aras de la dignidad y de la supervivencia, incluso cuando los líderes obreros oficiales mantienen un enfoque desfasado y conservador respecto de una economía mundial en rápida transformación. En las manifestaciones antiglobalización, desde Seattle hasta Manhattan, pasando por Latinoamérica, Europa y Asia, han aparecido a menudo pancartas de los wobblies a favor de las mejores causas. Es posible que, un siglo después, se den las bases orgánicas capaces de propiciar el triunfo anticipado por el IWW. En todo caso, dados los crecientes ataques que las corporaciones lanzan contra el planeta y contra todos los seres vivos que lo habitan, cada vez es más cuestión de ahora o nunca.
Es hora de hacer realidad una imagen en la que la gente normal dirige la sociedad en su propio beneficio, sin jefes, sin políticos, sin un estado coercitivo, sin ejército, sin marina de guerra, sin fuerza aérea y sin marines. Libre también de la desconfianza y del odio hacia los extraños, así como de la idea, casi omnipresente, de que, como somos ricos, alguien nos quiere quitar nuestras riquezas. Esa manera de entender la libertad convierte al IWW en algo más que una organización obrera, o al menos en algo mayor que todas las demás organizaciones obreras juntas. Se parece más a la base del movimiento ecológico/medioambiental, por ejemplo, que a los dirigentes bien pagados de las organizaciones. Se parece a los mexicanos y estadounidenses que celebraron la recuperación por parte de los zapatistas de las tierras que habían sido robadas a su gente. Se parece a cualquier movimiento en contra de la guerra. Se parece un poco, incluso, al mundo que John Lennon sintetizó en la canción Imagine: sin un dios distante, sin país, sólo nosotros, seres humanos, todos nosotros y nuestro mundo. Se parece bastante también, y más de lo que muchos habrían sospechado hace treinta o cuarenta años, a unos Estados Unidos con una clase trabajadora que ahora se hunde rápidamente. El mundo de los wobblies se componía de trabajadores inmigrantes (como el nuestro ahora), sin trabajo fijo, sin seguros sanitarios, sin seguridad social ni ayudas para medicamentos (como el futuro que prevén los republicanos y muchos demócratas), sin ninguna responsabilidad por parte de los muy ricos para con la creciente clase empobrecida, muy similar en todo ello a la sociedad que ahora nos rodea. El mundo de los wobblies, en sus mejores momentos, se hizo realidad a través de una solidaridad que atravesaba las fronteras de la raza, el grupo étnico, el género y la nacionalidad.
El mundo de los wobblies y la promesa que traían consigo se derrumbaron, finalmente, debido a la enérgica colaboración entre las corporaciones, los militares, los liberales y los conservadores y entre líderes sindicales como Samuel Gompers, todos ellos fuertemente comprometidos con el imperio. ¿Sucederá lo mismo o algo parecido ahora que el imperio está entrando de nuevo en crisis? Sólo el tiempo lo dirá. Lo que los wobblies hicieron fue sostener una visión alternativa del trabajo y de la solidaridad social frente al capital, una alternativa que ahora necesitamos más que nunca. Sin ella, nos enfrentamos a un continuo desplome de las organizaciones obreras.
MR
NOTAS:
[1] Expongo los argumentos acerca de esto en Taking Care of Business: Samuel Gompers, George Meany, Lane Kirkland and the Tragedy of American Labor (Nueva York: Monthly Review Press, 1999), un volumen cuyas conclusiones representan, de alguna manera, una reflexión sobre una entera vida política fruto de la lectura de Monthly Review.
[2] El mismo destino tuvo la SAWSJ [Académicos, Artistas y Escritores por la Justicia Social o Scholars, Artists and Writers for Social Justice], un grupo al que muchos de nosotros, esperanzados con la nueva dirección de la AFL, nos unimos con entusiasmo. Nunca se logró acceder a los recursos necesarios para crear una red en los campus universitarios y las comunidades locales y, sin el necesario dinamismo del movimiento obrero, la primera oleada de exitosas conferencias públicas acabó con un sentimiento de decepción. La SAWSJ fue desapareciendo poco a poco. Hill Fletcher jr., Elaine Bernard, Steve Fraser y otros bien conocidos para los lectores de MR figuraban entre los miembros más destacados.
[3] Los mejores argumentos a propósito del sindicalismo en California aparecen en «Labor Builds Regional Power», número especial de Working USA, 8 (diciembre de 2004), por Barbara Byrd y Nari Rhee; en «Building Power in the New Economy: The South Bay Labor Council» y en «Dynamic Political Mobilization: the Los Angeles County Federation of Labor», Larry Frank y Kent Wong, pp. 131-153 y 155-181 respectivamente.
[4] Estaba en juego la reelección de Sweeney y su equipo, acosados por la corriente interna «Change to Win», que deseaba forzar su retiro o su cesión del cargo a otro líder de su elección. Sweeney logró la reelección y la aprobación de su programa de reformas, pero al precio de la desafiliación de un importante conjunto de organizaciones sindicales de la AFL-CIO (y que representaban a 3,6 millones de afiliados de los 13 millones con que contaba entonces) y la transformación de «Change to Win» en una nueva federación sindical independiente.
[5] Los wobblies es el nombre popular por el que se conoce al sindicato IWW y sus afiliados.
[6] «Syndicalism» en la versión inglesa, en oposición a «unionism», que es la forma más habitual de designar el sindicalismo en inglés. La distinción entre ambos términos resulta muy difícil de verter al castellano en un solo término. Tal y como explica el autor a continuación, en inglés «syndicalism» se asocia más bien con el sindicalismo más radical de raíz anarquista que adoptó la acción directa (en especial, los atentados con bomba y la intimidación) como forma de lucha a finales del siglo XIX y principios del XX. Así pues, para ser exactos, los cargos de que se acusaba a los sindicalistas del IWW y, más adelante, a los comunistas a los que acaba de hacer referencia el autor eran, en inglés, de «criminal syndicalism», y no «unionism». Para entender mejor la acusación, recuérdese también que en inglés el «sindicato criminal», o «del crimen» no es otra cosa que la Mafia.
Gracias!!!
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