Por Andy Robinson
La era Thatcher ha acabado por agrandar las diferencias económicas en Gran Bretaña. La clase trabajadora ha vivido una década negra en la que se han recrudecido los conflictos sociales. La guerrilla urbana, alentada desde las páginas del semanario Class War (Guerra de Clases), con un discurso radical e incendiario, lejos de la conocida flema británica, es la nueva práctica a la que se apuntan los jóvenes británicos de los barrios obreros.
«Para muchos de nosotros, los acontecimientos más importantes de los últimos cinco años no han ocurrido en los despachos cargados de humo e intriga de los barones sindicales, ni en los comedores cargados de muebles de pino lijado de los socialistas de diseño, ni tan siquiera en los enclaves vegetarianos de los nuevos anarquistas, sino que se han producido en las calles y en los barrios de la clase trabajadora urbana. Sea quien sea —Kinnock o Thatcher— el que llegue a la cumbre de la montaña de basura parlamentaria, a nosotros nos importa un cojón. En 1999, la guerra urbana será una realidad de la vida cotidiana en todas las ciudades de esta isla purulenta. Habrá armas y muertes en los dos bandos cuando los polis se conviertan en robots y androides y una panda de genios chatarreros sean los fabricantes armamentistas de los guetos». Class War, 1988.
Esta visión apocalíptica pero emancipadora de la vida urbana de finales del siglo XX no procede del guión de Terminator o Robocop sino del nuevo órgano de la juventud marginada que, habita los barrios y las ciudades-dormitorio de la Gran Bretaña post-thatcheriana: Class War, el semanario de los anarquistas británicos de la nueva ola. Sus llamamientos a favor de la acción directa contra la propiedad y contra los integrantes de la clase dominante —ya conocidos con el calificativo post-marxista rich bastards (ricos bastardos)—, sus ensayos didácticos sobre la génesis urbanos, sus consejos sobre la técnica de atracar a los yuppies con condones llenos de mierda de perro, sus diatribas contra la izquierda tradicional; todo esto ha convertido a Class War en una crónica de las luchas callejeras que se han librado en Gran Bretaña a lo largo de los últimos diez años.
Ha sido una década en la que el proyecto conservador destinado a restaurar la rentabilidad del anticuado capitalismo británico ha soltado una bestia descontrolada, primero en las calles de los barrios céntricos de las grandes ciudades, más tarde —en cuanto esto últimos se convirtieron en el entorno idóneo para el nuevo rico del boom crediticio— en los barrios periféricos: los jóvenes miserables, escupiendo una bilis venenosa a la Gran Bretaña de Thatcher, hartos de la sociedad que ha recuperado los valores de la reina Victoria gracias a la publicidad de agencias multinacionales y a la tecnología state of the art de los componentes de una fuerza policial a los que ya no se les llama bobbies sino filth (chusma).
La historia del fin del bobby y de la Gran Bretaña de Churchill y de Borges comenzó antes de que Hollywood y Stephen Frears se dieran cuenta de las fuentes de inspiración y de lucro que yacían entre la degeneración posmoderna de las metrópolis estadounidenses y británicas. Sólo John Carpenter —Rescate en Nueva York— vio las posibilidades cinematográficas de las nuevas tribus que habitaban los barrios del inner city neoyorquino antes de que los chicos de Brixton en Londres, Toxteth en Liverpool y Moss Side en Manchester salieran a la calle en 1981, armados hasta el gorro jamaicano o la cresta mohicana con adoquines y cócteles molotov frente a un cuerpo policial que aún se sentía incómodo en casco y uniforme antiinflamable. La prensa amarilla, un lavacerebros diario para unos 12 millones de británicos, calificó las batallas que se libraron durante el verano de 1981 de «disturbios raciales», tratando así de convertir en brotes de xenofobia lo que en realidad había sido una manifestación multirracial del malestar y del anomie de los inner cities. Las fotos desmintieron las informaciones: skinheads blancos colocaban mechas en botellas de leche/gasolina y las pasaban a rastas negros; punks blancos ayudaban a jóvenes pakistaníes a saquear las tiendas. La respuesta policial fue contundente: un adolescente de Liverpool murió aplastado entre una pared y una furgoneta de las fuerzas antidisturbios; un bote de gas lacrimógeno arrancó la piel de la espalda de otro joven en Brixton. Recuerdo que participé en la marcha de protesta por la muerte del joven negro en Liverpool: era como un río de lava humana desprendida por un volcán que aún estaba en erupción y que fluía desde Toxteth hasta el puerto. La policía había recibido la orden de no caer en las provocaciones. Los manifestantes aprovecharon la ocasión. Los niños les quitaban los cascos y les escupían a la cara. Al cabo de diez minutos apenas se veían las caras de los policías tras una espesa cortina verde que colgaba de su pelo. Se olía en el aire aquel día de agosto de 1981 —dos años después de la primera victoria de Thatcher— la putrefacción del gran consenso, el principio del agotamiento de la célebre flema británica, de la tradición «democrática» más larga del mundo.
Durante los años posteriores se produjo una ocupación policial de los barrios que habían pecado. Class War verbalizó el odio hacia la policía, que se extendió por la juventud marginada del país, cada vez más castigada por la pobreza y el aburrimiento del desempleo estructural.
«¿Cómo es que la izquierda progre constantemente ve la necesidad de buscar una justificación ética a la violencia que se usa contra la policía? ¡Gilipollas! Nosotros no necesitamos una justificación moral para agredir a un poli. No vamos a esperar a que vengan a por nosotros. La policía y los jefes son los enemigos de la clase obrera, y la violencia de clase no es una cuestión de moral sino un parte imprescindible de nuestra lucha diaria… Los progres izquierdistas pueden llorar por los mineros heridos en la huelga o por Blair Peach (manifestante asesinado por la policía durante una protesta antirracista). Nosotros nunca publicaremos esa mierda en Class War. Pero nos interesa mucho cualquier foto de un policía o un jefe que haya recibido una buena paliza».
Junto al artículo hay una foto de una serie habitual llamada Polis hospitalizados: «El poli hospitalizado de esta semana es el irresistiblemente guapo Peter Imbert, jefe del Departamento Metropolitano de Policía londinense. El pobre Pete tuvo un infarto mientras montaba a caballo en Hyde Park. La noticia de que se encuentra en la unidad de cuidados intensivos nos causa gran dolor y deploramos las acciones de algunos miembros de la clase obrera que han telefoneado a su casa preguntando por la “viuda Imbert” y le han mandado ataúdes y flores. También han telefoneado al hospital, disimulando la voz de su mujer, pidiendo que desconecten el aparato que le mantiene con vida».
Se trataba de un nuevo humor negro y nihilista hasta entonces monopolizado por los diarios cínicos de la prensa amarilla thatcheriana The Sun y The Star. Al igual que esos diarios, Class War odia a los progres de clase media. Lectores del diario liberal The Guardian, votantes del Partido Laborista siempre que éste no se vuelva demasiado radical. Pero a diferencia de The Sun y The Star. Class War promovía la violencia para alentar la lucha contra la policía y los ricos. Sintonizaba con la cultura del hooligan del fútbol, a quien le gustaba atemorizar a la sociedad conservadora mediante manifestaciones de «violencia absolutamente gratuita». Por muy gratuita que fuera, su violencia ganaba cada vez más aficionados a medida que el establishment la condenaba.
La aplastante presencia policial que se mantuvo en los años posteriores a los primeros disturbios provocó en 1985 más brotes de violencia en las calles de Londres y Birmingham. Numerosas tiendas fueron saqueadas, un policía fue asesinado a hachazos en el barrio de Tottenham. Miles de vecinos fueron detenidos, entre ellos los presuntos asesinos del policía, pero todos quedaron en libertad en 1991 cuando una comisión de investigación sobre el caso sentenció su total inocencia.
Si los botes de gas y las detenciones masivas efectuadas por una fuerza policial cada año más paramilitarizada no consiguieron apaciguar a los jóvenes marginados del inner city, sí lo hizo la llegada de un ejército de ocupación compuesto por arquitectos, diseñadores y chicos guapos. Durante el boom especulativo de mediados de los 80, el precio del suelo degradado de los barrios céntricos se disparó; la ley del mercado se impuso y las familias de trabajadores en paro desaparecieron de Hackney, Brixton y del East End londinense, realojándose en los barrios periféricos y en las ciudades-dormitorio. Class War trató de detener la marea. Se exhortaba a los «guerreros de clase» a desplazar el campo de batalla desde los guetos marginados hacia los barrios pijos. «¡No queméis vuestros pubs!», se aconsejó (varios pubs habían sido destruidos por le fuego en los disturbios de Brixton y Liverpool), «sino los nuevos “wine bars” de los yuppies» (el vino. A diferencia de la cerveza, siempre ha simbolizado lo burgués en Gran Bretaña). Donde los nuevos ricos aburguesaban los barrios obreros, Class War colgaba carteles ilustrados con una soga: «¡Aviso para yuppies y ricos de mierda! ¡Este es un barrio obrero, su presencia es ingrata!».
Mientras la inversión inmobiliaria convertía el antiguo puerto londinense, los Docklands, en el nuevo paraíso inmobiliario, Class War organizaba la resistencia. Bajo el titular La invasión de los yuppies se escribió: «La guerra de clases ya ha estallado en los barrios de East End. Se roban BMW’s a menudo y los nuevos apartamentos de lujo pierden las instalaciones eléctricas, las tuberías y las ventanas antes o después de que se instalen los yuppies. El “impuesto de los ricos” o sea los atracos a los yuppies, ya es un negocio que crece incluso más rápidamente que las inmobiliarias del muelle de Canary Wharf».
Las estadísticas sobre el crimen parecían dar la razón a los redactores de Class War: el índice de crímenes violentos cometidos en las grandes ciudades se disparó pese a las pretensiones de Thatcher de ser la «protectora de la ley y del orden». Pero la realidad de los atracos, las violaciones y los asesinatos respaldaba, más que las frases triunfalistas de Class War, la tesis del sociólogo estadounidense Manning Marable sobre la comunidad negra de las ciudades norteamericanas. Según Marable, las víctimas de la violencia en los barrios marginados de Nueva York y Los Ángeles casi siempre pertenecen a los mismos grupos sociales que las personas que realizan las agresiones.
Las intervenciones de Class War en las campañas políticas eran más convincentes. Los anarquistas empezaron a ocupar el espacio que dejó libre la izquierda al retirarse hacia el «posibilismo» cínico o bien hacia la resignación. En 1985, Peter Shipley, periodista del diario conservador The Daily Telegraph, afirmaba que Class War se convertía en «el principal portavoz de un incipiente movimiento de rebelión entre la juventud desarraigada e insatisfecha. Han avanzado mientras la izquierda ha huido hacia atrás».
El 31 de marzo de 1990 la valoración de Shipley fue constatada contundentemente. Una manifestación de 250.000 personas contra la poll tax, el impuesto comunitario que el Gobierno pretendía cobrar a todos los ciudadanos británicos, se convirtió en el mayor disturbio de la década. Esta vez —siguiendo la tesis de Class War— el escenario era el territorio de los ricos: Trafalgar Square, Regent Street, Covent Garden. Después de una carga policial, 3.000 manifestantes (según las estimaciones de la policía) empezaron a arrojar adoquines a la policía, a prender fuego a los edificios imperiales que rodean la plaza de Trafalgar, a romper los cristales de los bancos y a saquear las tiendas del West End. Tony, un estudiante de 25 años que niega tener algún vínculo con Class War, participó en los disturbios: «La gente estaba feliz, todo el mundo sonreía y algunos bailaban. Era una sensación completamente nueva. Era como una revolución. Pero el semáforo seguía cambiando: rojo, ámbar, verde. La gente hacia cola para comprar pinchos y Coca-Cola en una furgoneta de helados. Y mientras tanto continuaban los disturbios. Le estaban dando una paliza a la policía. De vez en cuando uno se caía de rodillas y todo el mundo gritaba y aplaudía. Alijen tiro un contenedor de basura contra el Barclays Bank. El enorme cristal se rompió. Yo saqué un ficus del escaparate. Era mi trofeo de guerra».
Los disturbios se extendieron hasta el antiguo mercado de fruta en Covent Garden, ya convertido en un mercadillo de lujo, pateado por turistas y atascado por Porsches y Alfa Romeos. Los anarquistas de Class War, a la cabeza de las operaciones, invitaron a los conductores de yuppie cars a bajar: «Would you mind getting out, please? We’re going to burn your car» (¿Le importaría bajar, por favor? Vamos a prender fuego a su coche). La entradilla del artículo de primera página en el siguiente número de Class War tenía un tono triufal: «¡Qué día! ¡De puta madre! La mejor excursión de fin de semana de la historia». Junto al texto, una foto de una mujer joven, vestida con vaqueros cortados, panties y jersey, todo de color negro, avanzando con una barra de hierro entre las manos hacía un policía. «¡Invita a esta mujer a una copa!» es el pie de foto de Class War.
Incluso después de la caída de la poll tax y de Margaret Thatcher, los disturbios volvieron a estallar a principios de septiembre del año pasado en diversas ciudades de Inglaterra y País de Gales: Oxford, Newcastle, Cardiff. El denominador común de estas ciudades es un alto porcentaje de desempleo agravado por la última recesión económica. El detonante de los disturbios: la decisión de la policía de intervenir para poner fin a la práctica de hotting y joy-riding —carreras de coches robados—, y en el caso de Newcastle de ram-raiding —el uso de coches robados como arietes para atracar tiendas—. La prensa —incluso los medios de la izquierda tradicional («la izquierda farisaica», según la óptica de Class War)— calificaron la violencia que se desató en las tres ciudades de «actividad criminal y antisocial», aunque justificada en alguna medida por la pobreza de los protagonistas. Después de cuatro noches seguidas de violencia —los jóvenes hicieron convocatorias con carteles en los que se leía «RIOT! (¡Disturbio!) Sábado 11 de septiembre»—, varios edificios públicos habían quedado reducidos a cenizas y muchas más tiendas habían sido saqueadas. Una testigo de los acontecimientos de Newcastle, Heather Hawkwood, escribió en un artículo publicado en Labour Briefing, revista del ala izquierda del Partido Laborista: « Después de la violencia de la primera noche, cuando dos “ram-raiders” murieron al estrellar su coche contra un muro tras ser perseguidos por la policía, bandas de criminales aprovecharon el ambiente de crispación lanzando mensajes para concretar los puntos de reunión y los edificios que pensaban quemar. Para mí, los organizadores de los disturbios eran los barones de la droga y la mafia de los “ram-raiders”. Estos acontecimientos no deberían ser ensalzados».
Los redactores de Class War discrepan: «Muchos jóvenes piensan que “ram-raiding” es una apasionante y fructífera salida a la pobreza del nordeste de Inglaterra. Es una manera de hacer las compras gratis. Después de chocar contra el escaparate, los equipos de “ram-raiders” hacen las compras a lo loco antes de que llegue la poli. Llevan dos años practicando “ram-raids”. Incluso utilizan walkie talkies para burlar a la poli. Hacen “ram-raids” a plena luz del día en coches de lujo, como puede ser un BMW descapotable». Para Class War, los edificios del ministerio de Seguridad Social fueron blancos legítimos para los participantes de los disturbios. Beatrix Campbell, directora de una de las revistas más odiadas por Class War, Marxism Today, tiene un punto de vista radicalmente distinto: «En 1991 (a diferencia de 1981) los edificios que fueron quemados eran los símbolos de la propia comunidad. Los hombres jóvenes prendieron fuego a edificios que significaban algo que les amenazaba: sus actos destructivos fueron una rebelión contra sus propios vecinos, contra sus madres». Campbell interpreta críticamente la violencia de los marginados de la ciudad anglosajona en una perspectiva feminista que parece ser diametralmente opuesta a la de Class War: «Tanto las pandillas como la policía son expresiones de dos culturas que se han dedicado a la exclusión de la mujer. Los disturbios de 1991 fueron impulsados no por el dolor sino por el orgullo, por la vanidad de una masculinidad frágil. Los “ram-raiders” no pueden disfrazarse de inocentes. Algunos son asesinos; otros se asesinarán a sí mismos», escribe Campbell.
Para los directores de Class War, el discurso de Campbell tiene un tono moralizador y distorsiona la historia: «Quemaron tres pubs en Brixton en 1981. Si esos locales no son símbolos de la comunidad, ¿qué son entonces?». En cuanto a «la vanidad de una masculinidad frágil», los chicos y las chicas de Class War tienen una respuesta contundente: «Bullshit!» (Mierda de toro). Para ellos, la violencia del disturbio se dirige contra la policía y la propiedad del Estado y de los rich bastards. Incluso el lenguaje de Campbell levanta entre los anarquistas de Class War. Simboliza todo lo que más odian de la izquierda progre de pino lijado y de wine bars, del feminismo burgués y de «vacaciones para esquiadores marxistas». Las dedicaciones de la colección de artículos de Class War editada en Londres a finales del pasado año [1991] son un resumen elocuente de las diferencias entre la izquierda de Beatrix Campbell y Class War.
«Este libro está dedicado a los “ram-raiders” y a los participantes en los disturbios de septiembre de 1991, quienes han hecho más para nuestra clase que mil resoluciones del Partido Laborista».
Por su parte, los ram-raiders deberían dar las gracias a Class War. En Newcastle, Oxford y Cardiff, resultaron heridos más policías y fueron detenidos menos jóvenes que en anteriores disturbios. Este balance favorable —desde el punto de vista de Class War— se debe a la creciente presencia de street fighters (luchadores de la calle) en las filas de los participantes en los disturbios. Según todos los testigos, muchos de los manifestantes llevaban máscaras, y la gente se dividía en grupos de tres o cuatro personas cada vez que la policía cargaba. Luego volvían a unirse. Era como si todos hubieran leído las Instrucciones para montar un disturbio publicadas en un antiguo número del periódico. Las técnicas pro-disturbios se están aprendiendo. La Class War no ha terminado.*
* Recordemos que este texto fue publicado en 1992 en la segunda temporada de la revista Ajoblanco. Años después, en 1996, Class War entró en declive, la federación se dividía, y desde Londres continuaron con el nombre de la publicación hasta el pasado año 2011, que se disolvieron. Aunque haya habido y hay muchos grupos en otras partes del mundo que utilizan el nombre.
Ajoblanco, nº 40
(febrero-1992)
(febrero-1992)
La era Thatcher ha acabado por agrandar las diferencias económicas en Gran Bretaña. La clase trabajadora ha vivido una década negra en la que se han recrudecido los conflictos sociales. La guerrilla urbana, alentada desde las páginas del semanario Class War (Guerra de Clases), con un discurso radical e incendiario, lejos de la conocida flema británica, es la nueva práctica a la que se apuntan los jóvenes británicos de los barrios obreros.
«Para muchos de nosotros, los acontecimientos más importantes de los últimos cinco años no han ocurrido en los despachos cargados de humo e intriga de los barones sindicales, ni en los comedores cargados de muebles de pino lijado de los socialistas de diseño, ni tan siquiera en los enclaves vegetarianos de los nuevos anarquistas, sino que se han producido en las calles y en los barrios de la clase trabajadora urbana. Sea quien sea —Kinnock o Thatcher— el que llegue a la cumbre de la montaña de basura parlamentaria, a nosotros nos importa un cojón. En 1999, la guerra urbana será una realidad de la vida cotidiana en todas las ciudades de esta isla purulenta. Habrá armas y muertes en los dos bandos cuando los polis se conviertan en robots y androides y una panda de genios chatarreros sean los fabricantes armamentistas de los guetos». Class War, 1988.
Esta visión apocalíptica pero emancipadora de la vida urbana de finales del siglo XX no procede del guión de Terminator o Robocop sino del nuevo órgano de la juventud marginada que, habita los barrios y las ciudades-dormitorio de la Gran Bretaña post-thatcheriana: Class War, el semanario de los anarquistas británicos de la nueva ola. Sus llamamientos a favor de la acción directa contra la propiedad y contra los integrantes de la clase dominante —ya conocidos con el calificativo post-marxista rich bastards (ricos bastardos)—, sus ensayos didácticos sobre la génesis urbanos, sus consejos sobre la técnica de atracar a los yuppies con condones llenos de mierda de perro, sus diatribas contra la izquierda tradicional; todo esto ha convertido a Class War en una crónica de las luchas callejeras que se han librado en Gran Bretaña a lo largo de los últimos diez años.
Ha sido una década en la que el proyecto conservador destinado a restaurar la rentabilidad del anticuado capitalismo británico ha soltado una bestia descontrolada, primero en las calles de los barrios céntricos de las grandes ciudades, más tarde —en cuanto esto últimos se convirtieron en el entorno idóneo para el nuevo rico del boom crediticio— en los barrios periféricos: los jóvenes miserables, escupiendo una bilis venenosa a la Gran Bretaña de Thatcher, hartos de la sociedad que ha recuperado los valores de la reina Victoria gracias a la publicidad de agencias multinacionales y a la tecnología state of the art de los componentes de una fuerza policial a los que ya no se les llama bobbies sino filth (chusma).
La historia del fin del bobby y de la Gran Bretaña de Churchill y de Borges comenzó antes de que Hollywood y Stephen Frears se dieran cuenta de las fuentes de inspiración y de lucro que yacían entre la degeneración posmoderna de las metrópolis estadounidenses y británicas. Sólo John Carpenter —Rescate en Nueva York— vio las posibilidades cinematográficas de las nuevas tribus que habitaban los barrios del inner city neoyorquino antes de que los chicos de Brixton en Londres, Toxteth en Liverpool y Moss Side en Manchester salieran a la calle en 1981, armados hasta el gorro jamaicano o la cresta mohicana con adoquines y cócteles molotov frente a un cuerpo policial que aún se sentía incómodo en casco y uniforme antiinflamable. La prensa amarilla, un lavacerebros diario para unos 12 millones de británicos, calificó las batallas que se libraron durante el verano de 1981 de «disturbios raciales», tratando así de convertir en brotes de xenofobia lo que en realidad había sido una manifestación multirracial del malestar y del anomie de los inner cities. Las fotos desmintieron las informaciones: skinheads blancos colocaban mechas en botellas de leche/gasolina y las pasaban a rastas negros; punks blancos ayudaban a jóvenes pakistaníes a saquear las tiendas. La respuesta policial fue contundente: un adolescente de Liverpool murió aplastado entre una pared y una furgoneta de las fuerzas antidisturbios; un bote de gas lacrimógeno arrancó la piel de la espalda de otro joven en Brixton. Recuerdo que participé en la marcha de protesta por la muerte del joven negro en Liverpool: era como un río de lava humana desprendida por un volcán que aún estaba en erupción y que fluía desde Toxteth hasta el puerto. La policía había recibido la orden de no caer en las provocaciones. Los manifestantes aprovecharon la ocasión. Los niños les quitaban los cascos y les escupían a la cara. Al cabo de diez minutos apenas se veían las caras de los policías tras una espesa cortina verde que colgaba de su pelo. Se olía en el aire aquel día de agosto de 1981 —dos años después de la primera victoria de Thatcher— la putrefacción del gran consenso, el principio del agotamiento de la célebre flema británica, de la tradición «democrática» más larga del mundo.
Durante los años posteriores se produjo una ocupación policial de los barrios que habían pecado. Class War verbalizó el odio hacia la policía, que se extendió por la juventud marginada del país, cada vez más castigada por la pobreza y el aburrimiento del desempleo estructural.
«¿Cómo es que la izquierda progre constantemente ve la necesidad de buscar una justificación ética a la violencia que se usa contra la policía? ¡Gilipollas! Nosotros no necesitamos una justificación moral para agredir a un poli. No vamos a esperar a que vengan a por nosotros. La policía y los jefes son los enemigos de la clase obrera, y la violencia de clase no es una cuestión de moral sino un parte imprescindible de nuestra lucha diaria… Los progres izquierdistas pueden llorar por los mineros heridos en la huelga o por Blair Peach (manifestante asesinado por la policía durante una protesta antirracista). Nosotros nunca publicaremos esa mierda en Class War. Pero nos interesa mucho cualquier foto de un policía o un jefe que haya recibido una buena paliza».
Junto al artículo hay una foto de una serie habitual llamada Polis hospitalizados: «El poli hospitalizado de esta semana es el irresistiblemente guapo Peter Imbert, jefe del Departamento Metropolitano de Policía londinense. El pobre Pete tuvo un infarto mientras montaba a caballo en Hyde Park. La noticia de que se encuentra en la unidad de cuidados intensivos nos causa gran dolor y deploramos las acciones de algunos miembros de la clase obrera que han telefoneado a su casa preguntando por la “viuda Imbert” y le han mandado ataúdes y flores. También han telefoneado al hospital, disimulando la voz de su mujer, pidiendo que desconecten el aparato que le mantiene con vida».
Se trataba de un nuevo humor negro y nihilista hasta entonces monopolizado por los diarios cínicos de la prensa amarilla thatcheriana The Sun y The Star. Al igual que esos diarios, Class War odia a los progres de clase media. Lectores del diario liberal The Guardian, votantes del Partido Laborista siempre que éste no se vuelva demasiado radical. Pero a diferencia de The Sun y The Star. Class War promovía la violencia para alentar la lucha contra la policía y los ricos. Sintonizaba con la cultura del hooligan del fútbol, a quien le gustaba atemorizar a la sociedad conservadora mediante manifestaciones de «violencia absolutamente gratuita». Por muy gratuita que fuera, su violencia ganaba cada vez más aficionados a medida que el establishment la condenaba.
La aplastante presencia policial que se mantuvo en los años posteriores a los primeros disturbios provocó en 1985 más brotes de violencia en las calles de Londres y Birmingham. Numerosas tiendas fueron saqueadas, un policía fue asesinado a hachazos en el barrio de Tottenham. Miles de vecinos fueron detenidos, entre ellos los presuntos asesinos del policía, pero todos quedaron en libertad en 1991 cuando una comisión de investigación sobre el caso sentenció su total inocencia.
Si los botes de gas y las detenciones masivas efectuadas por una fuerza policial cada año más paramilitarizada no consiguieron apaciguar a los jóvenes marginados del inner city, sí lo hizo la llegada de un ejército de ocupación compuesto por arquitectos, diseñadores y chicos guapos. Durante el boom especulativo de mediados de los 80, el precio del suelo degradado de los barrios céntricos se disparó; la ley del mercado se impuso y las familias de trabajadores en paro desaparecieron de Hackney, Brixton y del East End londinense, realojándose en los barrios periféricos y en las ciudades-dormitorio. Class War trató de detener la marea. Se exhortaba a los «guerreros de clase» a desplazar el campo de batalla desde los guetos marginados hacia los barrios pijos. «¡No queméis vuestros pubs!», se aconsejó (varios pubs habían sido destruidos por le fuego en los disturbios de Brixton y Liverpool), «sino los nuevos “wine bars” de los yuppies» (el vino. A diferencia de la cerveza, siempre ha simbolizado lo burgués en Gran Bretaña). Donde los nuevos ricos aburguesaban los barrios obreros, Class War colgaba carteles ilustrados con una soga: «¡Aviso para yuppies y ricos de mierda! ¡Este es un barrio obrero, su presencia es ingrata!».
Mientras la inversión inmobiliaria convertía el antiguo puerto londinense, los Docklands, en el nuevo paraíso inmobiliario, Class War organizaba la resistencia. Bajo el titular La invasión de los yuppies se escribió: «La guerra de clases ya ha estallado en los barrios de East End. Se roban BMW’s a menudo y los nuevos apartamentos de lujo pierden las instalaciones eléctricas, las tuberías y las ventanas antes o después de que se instalen los yuppies. El “impuesto de los ricos” o sea los atracos a los yuppies, ya es un negocio que crece incluso más rápidamente que las inmobiliarias del muelle de Canary Wharf».
Las estadísticas sobre el crimen parecían dar la razón a los redactores de Class War: el índice de crímenes violentos cometidos en las grandes ciudades se disparó pese a las pretensiones de Thatcher de ser la «protectora de la ley y del orden». Pero la realidad de los atracos, las violaciones y los asesinatos respaldaba, más que las frases triunfalistas de Class War, la tesis del sociólogo estadounidense Manning Marable sobre la comunidad negra de las ciudades norteamericanas. Según Marable, las víctimas de la violencia en los barrios marginados de Nueva York y Los Ángeles casi siempre pertenecen a los mismos grupos sociales que las personas que realizan las agresiones.
Las intervenciones de Class War en las campañas políticas eran más convincentes. Los anarquistas empezaron a ocupar el espacio que dejó libre la izquierda al retirarse hacia el «posibilismo» cínico o bien hacia la resignación. En 1985, Peter Shipley, periodista del diario conservador The Daily Telegraph, afirmaba que Class War se convertía en «el principal portavoz de un incipiente movimiento de rebelión entre la juventud desarraigada e insatisfecha. Han avanzado mientras la izquierda ha huido hacia atrás».
El 31 de marzo de 1990 la valoración de Shipley fue constatada contundentemente. Una manifestación de 250.000 personas contra la poll tax, el impuesto comunitario que el Gobierno pretendía cobrar a todos los ciudadanos británicos, se convirtió en el mayor disturbio de la década. Esta vez —siguiendo la tesis de Class War— el escenario era el territorio de los ricos: Trafalgar Square, Regent Street, Covent Garden. Después de una carga policial, 3.000 manifestantes (según las estimaciones de la policía) empezaron a arrojar adoquines a la policía, a prender fuego a los edificios imperiales que rodean la plaza de Trafalgar, a romper los cristales de los bancos y a saquear las tiendas del West End. Tony, un estudiante de 25 años que niega tener algún vínculo con Class War, participó en los disturbios: «La gente estaba feliz, todo el mundo sonreía y algunos bailaban. Era una sensación completamente nueva. Era como una revolución. Pero el semáforo seguía cambiando: rojo, ámbar, verde. La gente hacia cola para comprar pinchos y Coca-Cola en una furgoneta de helados. Y mientras tanto continuaban los disturbios. Le estaban dando una paliza a la policía. De vez en cuando uno se caía de rodillas y todo el mundo gritaba y aplaudía. Alijen tiro un contenedor de basura contra el Barclays Bank. El enorme cristal se rompió. Yo saqué un ficus del escaparate. Era mi trofeo de guerra».
Los disturbios se extendieron hasta el antiguo mercado de fruta en Covent Garden, ya convertido en un mercadillo de lujo, pateado por turistas y atascado por Porsches y Alfa Romeos. Los anarquistas de Class War, a la cabeza de las operaciones, invitaron a los conductores de yuppie cars a bajar: «Would you mind getting out, please? We’re going to burn your car» (¿Le importaría bajar, por favor? Vamos a prender fuego a su coche). La entradilla del artículo de primera página en el siguiente número de Class War tenía un tono triufal: «¡Qué día! ¡De puta madre! La mejor excursión de fin de semana de la historia». Junto al texto, una foto de una mujer joven, vestida con vaqueros cortados, panties y jersey, todo de color negro, avanzando con una barra de hierro entre las manos hacía un policía. «¡Invita a esta mujer a una copa!» es el pie de foto de Class War.
Incluso después de la caída de la poll tax y de Margaret Thatcher, los disturbios volvieron a estallar a principios de septiembre del año pasado en diversas ciudades de Inglaterra y País de Gales: Oxford, Newcastle, Cardiff. El denominador común de estas ciudades es un alto porcentaje de desempleo agravado por la última recesión económica. El detonante de los disturbios: la decisión de la policía de intervenir para poner fin a la práctica de hotting y joy-riding —carreras de coches robados—, y en el caso de Newcastle de ram-raiding —el uso de coches robados como arietes para atracar tiendas—. La prensa —incluso los medios de la izquierda tradicional («la izquierda farisaica», según la óptica de Class War)— calificaron la violencia que se desató en las tres ciudades de «actividad criminal y antisocial», aunque justificada en alguna medida por la pobreza de los protagonistas. Después de cuatro noches seguidas de violencia —los jóvenes hicieron convocatorias con carteles en los que se leía «RIOT! (¡Disturbio!) Sábado 11 de septiembre»—, varios edificios públicos habían quedado reducidos a cenizas y muchas más tiendas habían sido saqueadas. Una testigo de los acontecimientos de Newcastle, Heather Hawkwood, escribió en un artículo publicado en Labour Briefing, revista del ala izquierda del Partido Laborista: « Después de la violencia de la primera noche, cuando dos “ram-raiders” murieron al estrellar su coche contra un muro tras ser perseguidos por la policía, bandas de criminales aprovecharon el ambiente de crispación lanzando mensajes para concretar los puntos de reunión y los edificios que pensaban quemar. Para mí, los organizadores de los disturbios eran los barones de la droga y la mafia de los “ram-raiders”. Estos acontecimientos no deberían ser ensalzados».
Los redactores de Class War discrepan: «Muchos jóvenes piensan que “ram-raiding” es una apasionante y fructífera salida a la pobreza del nordeste de Inglaterra. Es una manera de hacer las compras gratis. Después de chocar contra el escaparate, los equipos de “ram-raiders” hacen las compras a lo loco antes de que llegue la poli. Llevan dos años practicando “ram-raids”. Incluso utilizan walkie talkies para burlar a la poli. Hacen “ram-raids” a plena luz del día en coches de lujo, como puede ser un BMW descapotable». Para Class War, los edificios del ministerio de Seguridad Social fueron blancos legítimos para los participantes de los disturbios. Beatrix Campbell, directora de una de las revistas más odiadas por Class War, Marxism Today, tiene un punto de vista radicalmente distinto: «En 1991 (a diferencia de 1981) los edificios que fueron quemados eran los símbolos de la propia comunidad. Los hombres jóvenes prendieron fuego a edificios que significaban algo que les amenazaba: sus actos destructivos fueron una rebelión contra sus propios vecinos, contra sus madres». Campbell interpreta críticamente la violencia de los marginados de la ciudad anglosajona en una perspectiva feminista que parece ser diametralmente opuesta a la de Class War: «Tanto las pandillas como la policía son expresiones de dos culturas que se han dedicado a la exclusión de la mujer. Los disturbios de 1991 fueron impulsados no por el dolor sino por el orgullo, por la vanidad de una masculinidad frágil. Los “ram-raiders” no pueden disfrazarse de inocentes. Algunos son asesinos; otros se asesinarán a sí mismos», escribe Campbell.
Para los directores de Class War, el discurso de Campbell tiene un tono moralizador y distorsiona la historia: «Quemaron tres pubs en Brixton en 1981. Si esos locales no son símbolos de la comunidad, ¿qué son entonces?». En cuanto a «la vanidad de una masculinidad frágil», los chicos y las chicas de Class War tienen una respuesta contundente: «Bullshit!» (Mierda de toro). Para ellos, la violencia del disturbio se dirige contra la policía y la propiedad del Estado y de los rich bastards. Incluso el lenguaje de Campbell levanta entre los anarquistas de Class War. Simboliza todo lo que más odian de la izquierda progre de pino lijado y de wine bars, del feminismo burgués y de «vacaciones para esquiadores marxistas». Las dedicaciones de la colección de artículos de Class War editada en Londres a finales del pasado año [1991] son un resumen elocuente de las diferencias entre la izquierda de Beatrix Campbell y Class War.
«Este libro está dedicado a los “ram-raiders” y a los participantes en los disturbios de septiembre de 1991, quienes han hecho más para nuestra clase que mil resoluciones del Partido Laborista».
Por su parte, los ram-raiders deberían dar las gracias a Class War. En Newcastle, Oxford y Cardiff, resultaron heridos más policías y fueron detenidos menos jóvenes que en anteriores disturbios. Este balance favorable —desde el punto de vista de Class War— se debe a la creciente presencia de street fighters (luchadores de la calle) en las filas de los participantes en los disturbios. Según todos los testigos, muchos de los manifestantes llevaban máscaras, y la gente se dividía en grupos de tres o cuatro personas cada vez que la policía cargaba. Luego volvían a unirse. Era como si todos hubieran leído las Instrucciones para montar un disturbio publicadas en un antiguo número del periódico. Las técnicas pro-disturbios se están aprendiendo. La Class War no ha terminado.*
* Recordemos que este texto fue publicado en 1992 en la segunda temporada de la revista Ajoblanco. Años después, en 1996, Class War entró en declive, la federación se dividía, y desde Londres continuaron con el nombre de la publicación hasta el pasado año 2011, que se disolvieron. Aunque haya habido y hay muchos grupos en otras partes del mundo que utilizan el nombre.
A esos que se hacen llamar "Anarquistas" les quitas las drogas y se convierten en lo que son,(peleles)........
ResponderEliminarPerico eres un faltón -¿drogas? ¿peleles?- y un provocador. La experiencia de Class War es un ejemplo a seguir por todxs, refrescante y esperanzador para los anarquistas, no como la basura domesticada del 15M.
ResponderEliminar“El cuerpo social sufre de una enfermedad que se agrava cada día. Sólo hay un medio de salvarlo, es el de tratarlo por un nuevo sistema, es el de emplear la homeopatía. La opresión es sostenida por el robo y el asesinato, es necesario combatirla por el asesinato y el robo.”
Joseph Dejacque - "El Humanisferio” (1858)
Me río de esos que se hacen llamar "Espirituales", vaya panda de tarados (y sin necesidad de quitarles las drogas).
(me jode porque esto empieza a parecer lo de los dos abuelos del palco de los muppets)
ResponderEliminarMe sonó algo esto de los dos abuelos del palco de los muppets. Y he tenido que llamar a la mujer por si sabia algo...Esos eran los de los teleñecos, hará 30 años......!JODO!, me he tropezado con un carrozas.............
ResponderEliminar-Cariño, dame 20 reales para pagar la luz. - Déjala encendida-.
"llamar a la mujer" vaya lenguaje más lamentable ("Llamar al perro o a la burra o a la vaca" pero "Llamar a la mujer" ¿?). Opciones: "Llamar a X" "Llamar a mi compañera" "Llamar a mi pareja", etc. No me sorprende que no sepas quienes son los muppets y que te engañaran con la letra de "Arroja la bomba", tu capacidad de análisis y crítica es tan limitada como el cerebro de un cristiano. Y si no eres cristiano, lo pareces, por lo poco que te cuesta insultar y mentir, igual que a ellos.
ResponderEliminarNo se en qué pueblo vivirás pero puedo pensar que no haya luz.
Pd/El último estreno de los muppets se tituló "Los Muppets" distribuida por Walt Disney y estrenada en USA el 22 de noviembre de 2011 y en España en salas comerciales el 3 de febrero de 2012.
Detrás de un machista, siempre hay violencia o una mujer imbécil.
ResponderEliminarLlamar a MI compañera, Llamar a MI x, Llamar a MI pareja,llamar a MI, MI y mi... Y digo mujer y me echáis los perros..........
ResponderEliminar!Tranquis, troncos!, que esto es de tranca....Que a mí me han tenido "compañeras", XS y...........Esos pasos los dí yo antes que vosotros.
"y...........Esos pasos los dí yo antes que vosotros".
ResponderEliminarMira que eres fantasma tío.