Por Ángel J. Cappelletti
El nacimiento de la ciudad está vinculado a una inicial concentración del poder político y religioso. Las primeras ciudades surgen en el tercer milenio antes de Cristo, en Mesopotamia, en torno al templo y a la ciudadela donde imperan los reyes sacerdotes. La ciudad implica, pues, el Estado. Pero implica también la escritura y la aparición de las culturas del libro (en lugar de las previas culturas ágrafas), lo cual quiere decir posibilidad de acumular y transmitir conocimientos, aparición de nuevos horizontes comunicacionales y de nuevas perspectivas para el pensamiento y el arte.
Es preciso inferir, en consecuencia, que la ciudad nace bajo un doble y contradictorio signo. Si nos atuviéramos sólo al primero, es decir, a la idea de la ciudad como núcleo de concentración del poder, se podría imaginar que el mayor florecimiento de la cultura urbana corresponde al Estado absolutista o totalitario. La historia, a quien le corresponde aquí la última palabra, nos dice, sin embargo, lo contrario. La ciudad alcanzó, dentro de la cultura occidental, dos momentos culminantes: la Atenas de Pericles y las ciudades libres del Medievo. Y ambos momentos corresponden precisamente a ciudades en las cuales el poder, lejos de estar centralizado, se ha dispersado al máximo.
En la Atenas (y otras ciudades griegas) del siglo V a. C. hay una democracia no representativa sino directa, donde todo lo decid el pueblo en la Ekklesia (es decir, en la Asamblea) y donde los funcionarios no son consignatarios del poder político sino simples mandaderos de la voluntad popular expresada en el Ágora. En la ciudad libre del Medievo no existe propiamente ningún Estado. La ciudad está constituida por una confederación de gremios y guildas, los cuales son, por su parte, federaciones de maestros y aprendices o de compañeros de vida y de fortuna.
La Atenas del siglo V genera y presencia la erección de los más esplendidos monumentos públicos, vive el arte crisoelefantino de Fidias, la poesía trágica de Sófocles, la filosofía natural de Anaxágoras, la múltiple y chispeante dialéctica de los sofistas (Cfr. R. Rocker, Nacionalismo y cultura, Madrid, 1977, pág. 444 ss.) Las libres comunas medievales engendran las catedrales como síntesis de todas las artes, la poesía de los trovadores, el teatro cristiano, la cosmoteogonía de los maestros de Chartres, la lógica belicosa de Abelardo.
Puede decirse, entonces, con bastante fundamento, que la ciudad como centro de arte y de cultura florece en razón directa de la desconcentración del poder y de la activa participación del pueblo (es decir, de los ciudadanos) en la administración de la cosa pública.
Ello sugiere que la máxima creatividad artística y espiritual tiene como condición precisa, si no como causa única, la máxima libertad en el creador y, al mismo tiempo, la más intensa comunicación de éste con el pueblo. Allí donde la creación se ve coartada por el dogma o por el prejuicio, allí donde el poder político establece límites y señala metas, allí donde el Estado regula los rumbos de la creación y del pensamiento, el arte y la cultura decaen, se trivializan, se anquilosan. Ejemplos muy significativos de esto nos muestra la historia de nuestro siglo XX en la Alemania nazi y en la Rusia estalinista. En el primer caso, el mal gusto de un pintor fracasado unido a la megalomanía de un líder prepotente dio como resultado una mediocre réplica de la mitología aria. En el segundo, la degeneración autoritaria de los ideales del socialismo, consumada gracias al ansia de dominio de un ex seminarista que pretendía dictar normas a biólogos y filósofos no menos que a músicos, poetas, arquitectos y pintores, produjo el arte burdo y acartonado que se denominó «realismo socialista». En Alemania poco queda ya de las veleidades artísticas de Hitler. Rusia, en cambio, conservará durante mucho tiempo todavía en sus ciudades el recuerdo de la lamentable estética de Stalin.
No se debe creer, sin embargo, que el ámbito ideal del arte está dado en la gran urbe capitalista, donde parecen aseguradas las libertades formales, pero el pueblo no tiene sino un papel pasivo de consumidor o de elector ocasional dentro de una democracia indirecta y parlamentaria. Aquí la libertad creativa está condicionada por el mercado y la obra de arte se convierte en objeto de transacción comercial antes que en fuente de goce para el pueblo. La burguesía tiende a acaparar y sustraer del uso general lo mejor de la creación artística. Los poetas no son recitados en el ágora o en el atrio de las catedrales sino secretamente degustados en la alcoba del sibarita intelectual. Los pintores no pintan para las casas consistoriales o para los templos de los dioses donde su talento es disfrutado por el pueblo sino para la sala del banquero o para el boudoir de la querida del ministro. Inclusive en los museos o en las bibliotecas públicas las obras de arte no son accesibles para todos, porque una barrera formal, levantada por el lenguaje, las separa del gran público. Para éste se reservan los subproductos del arte y de la cultura, prodigados hoy por la televisión.
El Estado capitalista se puede dar el lujo del mecenazgo, puede aparecer como protector de las artes y aún llenar de pinturas y esculturas y móviles las plazas, los parques, los edificios públicos. Pero este arte tendrá siempre una escasa autenticidad en la medida en que no es solicitado por el pueblo. El pueblo, a su vez, no puede solicitar ningún arte propiamente tal en la medida en que está condicionado por los valores de la sociedad de consumo, a través de los medios de comunicación masiva. En Nueva York hay muchos y excelentes museos. Pero las obras que se exhiben, por ejemplo, en el de Arte Contemporáneo carecen de significado para la inmensa mayoría de los neoyorquinos, como no sea el de productos de lujo, que se cotizan a altos precios y que no están de venta.
Es cierto que obras maestras del arte y de la poesía se han producido también en la ciudad-corte, a la sombra del absolutismo monárquico. Virgilio escribió su Eneida protegido por Augusto y por su ministro Mecenas. Molière representó sus comedias para Luis XIV y su séquito. Lope de Vega, Calderón y Cervantes, Velázquez y el Greco trabajaron bajo la mirada siniestra de los Austrias, a la luz de las hogueras de la Santa Inquisición. Pero en todos estos casos el poder absoluto no interfería con la libertad creadora del artista sino de un modo negativo, fijando límites más que imponiendo pautas. Eso hizo posible que la obra de arte se convirtiera muchas veces en expresión cifrada de valores e ideales que no se podían manifestar directa y conceptualmente. Así, por ejemplo, la villa y corte de Madrid presenció la representación de Fuenteovejuna, de La vida es sueño y de El condenado por desconfiado, que son tres dramas de la libertad, durante los años en que el poder real llegó a su apogeo, gracias al más brutal militarismo colonialista y al celo inquisitorial de la Iglesia Tridentina. Lo mismo cabe decir de El Quijote, epopeya de la libertad creadora y, más crípticamente, tal vez también de la atormentada pintura del Greco. En todas estas obras se manifiestan de alguna manera los ideales de la ciudad libre, los valores de la sociedad medieval de los fueros y las autonomías locales o regionales, el espíritu federalista de los pueblos de la península (hasta poco antes defendido con las armas por los comuneros de Castilla contra el alemán Carlos V). Paralelamente el pueblo solicitaba, es decir, exigía, acogía y aplaudía esas obras en la medida ñeque aquellos ideales y valores no habían sido aún sofocados del todo por el absolutismo monárquico e inquisitorial.
El gran arte del Renacimiento tiene su indudable centro en las ciudades libres de Italia en un momento en que dichas ciudades se encuentran ya bajo el dominio (directo o indirecto) del emperador, del Papa, de las aristocracias locales, y han perdido, en buena parte, su carácter de verdaderas «comunas» o confederación de guildas y gremios. Pero es claro que el impulso creador nació en ellas cuando todavía lo eran; cuando el poder, descentralizado, favorecía la creación y la alentaba con la solicitud de un pueblo acostumbrado a apreciar y valorar por sí mismo.
Leonardo da Vinci y Miguel Ángel crearon en un ambiente político que tendía claramente al absolutismo. Como dice Giulio Carlo Argan, «las relaciones de Leonardo con el poder fueron difíciles y las de Miguel Ángel pésimas» (Historia del arte como historia de la ciudad, Barcelona, 1984, pág. 34), pero su arte se elaboró sobre el humus espiritual dejado por la ciudad libre, en el seno de comunidades donde el arte formaba aún parte esencial de la vida del pueblo.
Refiriéndose a la Edad Media, dice Kropotkin que «las ligas y las uniones entre pequeñas unidades territoriales, lo mismo que entre los hombres que se unían con fines comunes en sus guildas correspondientes, y también las federaciones entre ciudades y grupos de ciudades, constituyó la esencia misma de la vida y del pensamiento de todo este periodo». Y añade: «La nueva dirección tomada por la vida humana en la ciudad de la Edad Media tuvo enormes consecuencias en el desarrollo de toda civilización. A comienzos del siglo XI, las ciudades de Europa constituían solamente pequeños grupos de miserables chozas, que se refugiaban alrededor de iglesias bajas y deformes, cuyos constructores apenas si sabían trazar un arco. Los oficios, que se reducían principalmente a la tejeduría y a la forja, se hallaban en estado embrionario; la ciencia encontraba refugio sólo en algunos monasterios. Pero trescientos cincuenta años más tarde el aspecto mismo de Europa cambió por completo. La tierra estaba ya sembrada de ricas ciudades, y estas ciudades hallábanse rodeadas por muros dilatados y espesos que se hallaban adornados por torres y puertas ostentosas cada una de las cuales constituía una obra de arte. Catedrales concebidas en estilo grandioso y cubiertas por numerosos ornamentos decorativos elevaban a las nubes sus altos campanarios, y en su arquitectura se manifestaba tal audacia de imaginación y tal pureza de forma, que vanamente nos esforzamos en alcanzar en alcanzar en la época presente. Los oficios y las artes se elevaron a tal perfección que aún ahora apenas podemos decir que las hemos superado en mucho, si no colocamos la velocidad de la fabricación por encima del talento inventivo del trabajador y de la terminación de su trabajo. Las naves de las ciudades libres surcaban en todas las direcciones el mar Mediterráneo norte y sur: un esfuerzo más y cruzarían el océano. En vastas extensiones, el bienestar ocupó el lugar de la miseria anterior; se desarrolló y extendió la educación» (El apoyo mutuo, Madrid, 1989, págs. 210-211).
«La grandeza del arte medieval, y en particular de la arquitectura, “arte social por excelencia”, proviene de la idea que anima; brota de una “concepción de fraternidad y de unidad engendrada por la ciudad”. Sería erróneo atribuir el genio de la época a la imaginación de un solo hombre. Toda ciudad contribuyó a la construcción de los edificios públicos de la Edad Media» (André Reszler, La estética anarquista, México, 1974, págs. 58-59).
Para comprender el nexo histórico que media entre la dispersión del poder en la comunidad y el florecimiento del arte y la cultura, es preciso tener en cuenta el sentido que tuvo la génesis de las ciudades, a partir del III milenio a. C.
Cuando la ciudad antigua alcanzó su definitiva estructura, aglutinó una multitud de órganos de la vida colectiva que antes estaban desperdigados, y promovió su interacción y su fusión dentro de las murallas. «Las funciones colectivas que desempeñaba la ciudad —dice Lewis Mumford— eran importantes; pero más significativos aún fueron los objetivos comunes que surgieron a través de métodos más rápidos de comunicación y cooperación. La ciudad mediaba entre el orden cósmico, revelado por los sacerdotes astrónomos, y las empresas unificadoras de la monarquía. El primero adquirió forma dentro del templo y su espacio sagrado, las segundas dentro de la ciudadela y entre los límites de las murallas de la ciudad. Al polarizar aspiraciones humanas hasta entonces inactivas y congregarlas en un núcleo político y religioso central, la ciudad adquirió la capacidad necesaria para manipular la inmensa abundancia generadora de la cultura neolítica» (La ciudad en la historia, Buenos Aires, 1979, II, pág. 744). El aspecto positivo de este orden urbano puede resumirse en el hecho de que grandes grupos humanos disciplinados lograron dominar las fuerzas naturales en una escala impensable para las previas culturas rurales y pre-urbanas. El aspecto negativo, sin embargo, parece superar en mucho al positivo. Con la ciudad surge el Estado como poder centralizador y totalizante; se desarrolla la guerra y nace la profesión de las armas; se establece la esclavitud como institución fundante del sistema económico; la división del trabajo tiende a convertirse en ultra-especialización; se consolida la pirámide social y se tornan más rígidas las diferencias de clase (supuesto que éstas existieran en la cultura pre-urbana). «Estas instituciones y actividades, formando una “simbiosis negativa” —agrega el ya citado Mumford— han acompañado a la ciudad a través de la mayor parte de su historia y subsisten hoy mismo en forma acentuadamente brutal, sin sus sanciones religiosas originales, como la amenaza que pesa sobre el desarrollo futuro de la humanidad» (op. cit., II, págs. 744-745). Por otra parte, la ciudad representa siempre una fuente inagotable de información y un centro incomparable de comunicación. A través de sus archivos y bibliotecas, de sus escuelas y museos, logra transmitir una cultura cada vez más compleja de generación en generación, en cuanto logra ordenar los medios materiales y los agentes humanos indispensables para ello. «Este sigue siendo el don máximo de la ciudad. En comparación con el complejo orden humano de la ciudad, nuestros actuales mecanismos electrónicos, indudablemente ingeniosos, destinados a acumular y transmitir información, son rudimentarios y limitados» (op. cit., II, pág. 745).
La ciudad constituye así el ámbito privilegiado del arte y de la cultura, en cuanto es el medio más adecuado para que el humano se comunique con los humanos, tato en la dimensión temporal (religándose al arte y el pensamiento de los siglos pretéritos) como en la dimensión espacial (por la permanente convivencia en los límites definidos de la urbe). El auge y florecimiento de la vida urbana, en cuanto tal, comporta necesariamente el auge y florecimiento del arte y la cultura.
Pero he aquí que este auge y florecimiento se ve obstaculizado, a través de la historia, por el desarrollo, más o menos potente, del aspecto negativo que hemos señalado. Cuando la fuerza creadora de la sociedad, que domina las fuerzas de la naturaleza y crea ese complejo mecanismo comunicacional entre los humanos, se ve interferida y sometida a los designios del poder, se ve obligada a servir al Estado y a la guerra, se ve utilizada como soporte de la esclavitud y el absolutismo gubernamental, se degrada hasta convertirse en instrumento maestro de una pseudo-cultura de un pseudo-arte. Cuando, por el contrario, la ciudad se libera, total o parcialmente, del poder estatal, del afán de lucro, de la rígida jerarquización social, el arte y la cultura alcanzan sus más altos niveles de autenticidad y originalidad.
Esto se puede dar de dos modos distintos y aparentemente opuestos: por la acción del artista solitario o por la de una comunidad artística. El primer modo corresponde a los creadores de la Grecia clásica, potentes individualidades que conforman aquella insuperable cumbre de la Atenas de Pericles. El segundo corresponde a la ciudad libre del Medioevo, donde un gremio de anónimos artistas-artesanos construye la catedral de Chartres. (Cfr. A. Hauser, Historia social de la literatura y del arte, Barcelona, 1980-1, pág. 305 ss.) Pero ambos modos tiene en común lo siguiente:
1. Traducen en la obra una inspiración original y unitaria.
2. Responden a una solicitud social, es decir, a una exigencia de la comunidad ciudadana.
3. No están condicionados ni por el poder político ni por los valores predominantes del comercio y del lucro.
Cuando en la historia se encuentran grandes obras de arte fuera del contexto socio-cultural de la ciudad libre es porque los artistas, rebelándose contra el medio, logran satisfacer estas tres condiciones. Tal es el caso de Miguel Ángel y Leonardo da Vinci, de Shakespeare y de Cervantes.
La estructura física de las ciudades y sus pautas institucionales se han prolongado a través de los tiempos. En cualquier ciudad de nuestros días se pueden reconocer los equivalentes de elementos originarios tales como el santuario, la fortaleza y el mercado. Algunos de ellos resultan aún hoy indispensables para que la asociación de los humanos logre sus finalidades esenciales. Las normas de básica solidaridad que hacen posible la convivencia no podrían transmitirse sin la activa participación de grupos elementales como la familia y el barrio. Es preciso comprender claramente que la cultura mecánica es incapaz de sustituir al diálogo, que la televisión no es un ersatz [sucedáneo] del teatro, que el telefonema no puede sustituir a la tertulia.
En las ciudades actuales se ha producido, al parecer, un cambio cualitativo, como si funcionara aquí la ley dialéctica del paso de la cantidad a la cualidad.
Las megalópolis están preparadas para minimizar la sociabilidad, para acabar con cuanto se vincula con una trama directa de relaciones inter-humanas, mecanizando inclusive el amor y el odio, reduciéndolos a meras variables o composiciones de fuerza. La tarea del artista consiste esencialmente en evitar esos deshumanizantes efectos; en hacer de la ciudad un lugar de encuentro y en posibilitar, por encima de todo, como dice Mumford, «la unificación de la vida interior y exterior del hombre, así como la paulatina unificación de la humanidad misma». Esta tarea del artista y el papel mismo de la ciudad en el futuro no se podrá cumplir si ni se dan en alguna medida las condiciones del gran arte urbano del pasado, a saber, absoluta libertad en la creación y, simultáneamente, comunión del artista con la comunidad. Porque, según añade el mismo Mumford, «el papel activo de la ciudad, en el futuro, será el de llevar al grado máximo de desarrollo la diversidad y la individualidad de las regiones, las culturas y las personalidades». Pero no se debe creer que se trata de objetivos contrarios entre sí, sino más bien de metas complementarias. Lo verdaderamente contrario a ambas metas, esto es, al desarrollo de las culturas regionales y de la personalidad, «es la actual destrucción mecánica del paisaje y de la personalidad humana» (op. cit., pág. 746). El papel activo del arte urbano y de la ciudad, en cuanto ámbito del arte, implica al mismo tiempo una defensa de la personalidad contra los factores reificantes de la sociedad industrial y una defensa de la naturaleza circundante, sin la cual es imposible imaginar la subsistencia de la especie humana. El arte urbano está obligado, por eso, a formar parte de la ecología, si quiere cumplir sus más fundamentales cometidos. De hecho, la automatización de los procesos productivos y la expansión urbana han relegado hasta ahora dichos cometidos, en la mayor parte de los casos, al desván dorado de los buenos propósitos. La producción masiva, exigida por la sociedad de consumo, supone obviamente el predominio de la cantidad sobre la calidad. Y ella constituye hoy la finalidad esencial. Algo semejante sucede en la energía física, con el proceso educativo, con el crecimiento demográfico, donde dominan las mismas progresiones geométricas, que alejan paulatinamente al ser humano de las finalidades que le son propias. Tal vez sea el arte el medio más eficaz para reinstaurar el predomino indispensable de la cualidad sobre la cantidad en la ciudad de nuestros días. Pero el principal modo de responder a la solicitud de la sociedad actual es el de convertirse en vehículo o en colaborador de las fuerzas que luchan contra la deshumanización del hombre. Y esta lucha se libra tanto contra la concentración del poder y el peligro de un Estado omnipotente como contra la sociedad de consumo y la conversión de la ciudad en un gigantesco mercado. Tanto el poder político centralizado como el infinito afán de acumular riquezas atentan no sólo contra la esencia del hombre sino también contra su existencia. Para conjurar estas fuerzas demenciales es preciso que el ser humano asuma el control de los instrumentos necesarios para organizar su conveniencia. Es necesario evitar la concentración de poder y la expansión irracional de la técnica que amenaza con destruir el sistema ecológico. La conciencia de ambos imperativos han crecido sin duda con la última generación, pero es obvio que aún falta mucho para domeñar los interesados prejuicios del Moloch estatal y de los hijos espurios del laissez faire. Hoy, como en el momento en que nacieron, hace cuatro o cinco mil años, las primeras ciudades, el Estado centralizado confiere aún a los mayores logros un sentido destructivo. Como en la Edad del Bronce, «seguimos considerando el Poder como la principal manifestación de la divinidad o, de no ser así, como el principal agente del desarrollo humano. Pero el poder absoluto, al igual que las armas absolutas, pertenecen al mismo plano mágico-religioso que el sacrificio humano ritual. Es poder destruye la cooperación simbiótica del hombre con los demás aspectos de la naturaleza, así como la del hombre con los demás hombres», dice Lewis Mumford (op. cit., pág. 747).
Pero al peligro, siempre presente de una concentración del poder político se une en nuestros días otro no menos grave: el del absoluto predomino del espíritu mercantil, que tiende a subordinar todos los valores al lucro y a constituir una sociedad donde el trabajo, la técnica y la producción no tengan como meta la mera satisfacción de necesidades humanas sino la acumulación de riqueza por la riqueza misma. Así como el Estado totalitario hace imposible la actividad artística al cegar la fuente originaria de la libertad creadora, mediante imposiciones dogmáticas y andariveles ideológicos, así la sociedad de consumo la degrada hasta convertirla igualmente en actividad mercantil, sujeta a la luz de la oferta y la demanda.
Pero el destino del arte está unido al destino de la ciudad y aun al de la humanidad. La tarea de la ciudad es, como dice Mumford, «poner los más elevados intereses del hombre en el centro de todas sus actividades, unir los fragmentos dispersos de la personalidad humana, convirtiendo hombres artificialmente desmembrados —burócratas, especialistas, “expertos”, agentes despersonalizados— en seres humanos enteros, separando el daño que ha sido ocasionado por la segregación social, por el cultivo excesivo de una función favorecida, por sentimientos tribales y nacionalismos, por la falta de participaciones orgánicas y propósitos ideales» (op. cit., págs. 749-750). Es claro que antes de asumir el control de las fuerzas que amenazan su existencia, el hombre moderno debe reasumir el control de sí mismo. Por eso añade: «Esto señala la principal misión de la ciudad del futuro: la de crear una estructura regional y cívica visible, proyectada de modo que el hombre se sienta en armonía con su yo más profundo y con su mundo más amplio, apegado a imágenes de educación humana y de amor. Por consiguiente, ahora no debemos concebir la ciudad fundamentalmente como lugar de negocios o de gobierno, sino como un órgano esencial para la expresión y la realización de una nueva personalidad humana, esto es, las del “Hombre del Mundo Único”. La antigua separación entre el hombre y la naturaleza, ente el hombre de ciudad y el hombre de campo, entre el griego y el bárbaro, entre el ciudadano y el extranjero, ya no puede mantenerse: en materia de comunicaciones, el planeta entero se va convirtiendo en una aldea y, como consecuencia de esto, el vecindario o el distrito más pequeño debe ser proyectado como un modelo experimental del mundo más vasto. Lo que ahora debe encarnarse en la ciudad no es la voluntad de un solo gobernante deificado, sino la voluntad individual y colectiva de sus ciudadanos, orientada hacia el logro del conocimiento de sí mismo, de la realización de sí mismo. La instrucción, y no la industria, será el centro de sus actividades; y cada proceso y cada función será valorado y aprobado exactamente en la medida en que promueva el desarrollo humano, en tanto que la ciudad proporcionará un vivido teatro para los espontáneos encuentros, desafíos y abrazos de la vida cotidiana» (op. cit., pág. 750).
El arte de la ciudad futura ha de expresar esta doble unidad: las de los humanos entre sí, más allá de cualquier diferencia nacional, étnica o religiosa, y la de los seres humanos con la naturaleza. Será vehículo y encarnación de la unanimidad humana y de la comunión cósmica. Traducirá en colores, volúmenes y sonidos la aspiración de los hombres a fundar una sociedad universalmente humana, más allá del Estado y del Mercado; una sociedad integrada en la Naturaleza y abierta a la infinitud del Universo.
Caracas, 1991.
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