MARIO GARRIDO e ISABEL ROLDÁN GÓMEZ
La relación entre el ritmo de extinción de especies y el incremento de enfermedades infecciosas emergentes ha vuelto a la agenda científica y social. La idea se remonta hasta al menos un siglo, pero en el año 2000 regresó con fuerza cuando Richard Ostfeld y Felicia Keesing definieron el marco formal de esta relación inversa. Lo denominaron «hipótesis del efecto de dilución».
Esta idea sugiere que la biodiversidad puede proteger a los seres humanos de este tipo de enfermedades, que son en su mayoría zoonóticas y transmitidas por animales salvajes. La hipótesis se vio reforzada por una serie de evidencias, en su mayoría correlacionales, obtenidas en diversos sistemas naturales, como el del virus del Nilo Occidental o el de la enfermedad de Lyme, fuente de inspiración de Ostfeld y Keesing.
En este último caso, el agente causante de la enfermedad es la bacteria Borrelia burgdorferi, transmitida a los humanos por garrapatas que se han infectado previamente al alimentarse de un animal portador, sobre todo el ratón de patas blancas. Aquí es donde la biodiversidad entra en juego. En los extensos bosques caducifolios de Estados Unidos, este roedor es más abundante donde la biodiversidad es menor y, por tanto, las posibilidades de encontrar una garrapata infectada aumentan. Dicho de otro modo, el riesgo de enfermedad se ve diluido por la biodiversidad, pues en áreas con más diversidad las garrapatas se alimentan de huéspedes que tienen menos probabilidades de infectarlas.
Con ejemplos de este tipo, el efecto dilución parecía dar una respuesta solvente y de aplicación universal a la relación entre biodiversidad y enfermedades emergentes. Sin embargo, a principios de la actual década, algunos científicos impugnaron la validez de ciertos estudios que respaldaban el efecto dilución; incluso señalaron a autores y editores de supuesta mala praxis. En suma, a pesar de la conveniencia ecológica y social de la hipótesis, su naturaleza causal y, más aún, su generalidad, siguen siendo controvertidas.
Actualmente, existen evidencias que apoyan que la relación entre biodiversidad y enfermedades infecciosas emergentes puede ser negativa (el mencionado efecto dilución), positiva (el «efecto amplificación») e incluso neutra. Hay algunos consensos. Una reciente revisión en Nature señala que el efecto dilución se relaciona con, al menos, dos parámetros:
El tipo de parásito. Los patógenos especialistas y transmitidos por vectores son los que con mayor probabilidad se verán afectados por alteraciones en la biodiversidad.
La escala del estudio. Una correlación negativa entre biodiversidad y enfermedades infecciosas sería más detectable a menor escala.
Sin embargo, más allá de estas variables específicas, no queda claro en qué condiciones la diversidad de especies diluye o amplifica la exposición a estos patógenos.
Y entonces llegó la covid-19
El debate científico está hoy más vivo que nunca, estimulado por la pandemia de covid-19. Los efectos sanitarios, sociales y económicos de esta crisis han puesto de manifiesto que la vulneración (y vulnerabilidad) del medio afecta a los seres humanos.
En este sentido, una hipótesis científica que aúne salud humana y protección del medio ambiente es ética y estéticamente irresistible, sobre todo cuando adopta la siguiente forma: «Si cuidamos la naturaleza, ésta –como si fuese un sujeto con voluntad propia– nos cuidará a nosotros».
Ahora bien, esta preconcepción casi romántica, que ha sido tildada de antropocéntrica, y aun de panglosiana, puede relajar los estándares de rigor científico. Si a ello le sumamos que la hipótesis del efecto dilución se cuela de vez en cuando y sin matices en los medios de comunicación, rápidos y efectistas, la cuestión científica (análisis empírico, validez, conclusiones) torna rápidamente en ideología.
Es un hecho contrastado que las agresiones al medioambiente exponen a los seres humanos a nuevas enfermedades. Los ejemplos son muchos: la deforestación nos expone a patógenos antes desconocidos; los mercados y macrogranjas son el caldo de cultivo perfecto para la recombinación y selección de cepas virulentas; la globalización acelera su expansión.
Sin embargo, aunque tentador, por el momento es ilegítimo asumir que las medidas proteccionistas tendrán siempre efectos positivos para la salud humana. Hay que ser científicamente cautos. Esto no significa negar la premisa mayor —proteger el medioambiente—, sino evitar un silogismo precipitado que tiene consecuencias no solo para la investigación básica, sino también para la aplicada.
Una gestión apresurada de la biodiversidad, basada en conclusiones erróneas, puede afectar a la salud pública: el manejo de ciertas áreas de la Amazonía constituiría un buen ejemplo.
Un estudio de 2013 halló evidencias de que tanto la cobertura forestal como la deforestación estaban relacionadas con la incidencia de la malaria. Sin embargo, y por sorprendente que parezca, los resultados sugieren que la cobertura forestal está asociada con una mayor incidencia de malaria que la propia deforestación. Así, ésta contribuiría a frenar la malaria al eliminar cobertura forestal, mientras que los esfuerzos de conservación supondrían un riesgo para la salud humana, al menos, en cuanto a malaria se refiere.
La responsabilidad de cómo abordar el efecto dilución, en sus dimensiones teóricas y prácticas, es ineludible: tanto en su investigación —que requiere de cautela y de matices—como en la progresiva divulgación del mensaje —que convoca la acción social y política y, por tanto, difumina los matices—. Ahora bien, ¿dónde y cómo dibujar la línea entre ambas tareas? ¿Debe hacerse? ¿A quién le compete?
No disponemos de las respuestas a estas preguntas, pero creemos que conducen a una reflexión sobre la producción en ciencia. Al respecto cabe plantear si, en el actual contexto de publicación —competitivo, acelerado, afectado por intereses extracientíficos—, algunos análisis se están moviendo hacia un espectro de tendencias más atractivas. Y si la razón de ese atractivo es su rigor o, más bien, el impacto mediático y los consiguientes beneficios académicos que pueden generar.
El riesgo de que los investigadores se conviertan en víctimas de las modas, del clickbait científico, está presente. Con ello, puede complicarse la posibilidad de introducir análisis más afinados y, a veces, también mensajes más complejos de divulgar por parte de la comunidad científica.
Dijo Max Weber: «Quien no es capaz de ponerse, por decirlo así, unas anteojeras y persuadirse a sí mismo de que la salvación de su alma depende de que pueda comprobar esta conjetura y no otra alguna […] está poco hecho para la ciencia».
Que la ciencia no es neutra no es una idea nueva. Sin embargo, en ocasiones el tópico impide ver los árboles: en este caso, el de la responsabilidad de los especialistas en el debate mediático del efecto dilución. ¿Serán capaces los científicos de ponerse unas anteojeras, a decir de Weber, y analizar dicha hipótesis sin verse influidos por las repercusiones ideológicas y sociales de la misma?
THE CONVERSATION
(9 diciembre 2020)