El nacionalismo como una etapa en la vida de los pueblos sin duda es relativamente reciente, tiene entre 250 y 300 años, cuando grandes masas de población centran su devenir en las grandes ciudades con objeto de encontrar un trabajo que les permita vivir y, por otro lado, desean encontrar su identidad perdida en las migraciones.
Se trata siempre de personas que rompieron los lazos con su propia cultura, con la que sus antecesores se identificaban, y deseosas de encontrar una nueva identidad, una nueva comunidad en la que sentirse integrados, estar seguros y, al tiempo, ser un elemento a considerar. Todo ello da lugar a la aparición de líderes políticos con promesas y engaños de conseguir una nueva identidad y valores, ya que la pérdida de las raíces genera en el ser humano una sensación de temor y desorientación, consiguen el apoyo de esas masas y, gracias a él, conquistan el poder.
Todos sabemos que en los primeros años del siglo XX quienes trataron de hacerse con el poder en distintos países fueron personas salidas de las clases medias acomodadas, con frecuencia militares con el apoyo ocasional del mundo de las finanzas, y también —¡cómo no!— de activistas de distintas ideologías y de estudiantes ideologizados.
Las consignas que lanzaban, siempre tenían como fin atraer a las clases medias y bajas, que al tiempo se sentían desorientadas y confusas, para satisfacer sus expectativas y a la vez ser respaldados por los buscadores de identidad, y así convencerlos de que las encontrarían en los conceptos de nación o Estado.
La «nación» que se les ofrecía era la gran comunidad social en la que podían participar también los trabajadores y desheredados, y encontrar en ella un lugar seguro. Estos políticos y pensadores profesionales presentaban el «Estado» como una institución que, jurídica y administrativamente, hacía posible la realización y consolidación del concepto «nación».
La ideología en que se basa la filosofía y apología de la nación-Estado y presenta ese concepto se llama nacionalismo. Ya se defina nacionalismo de izquierdas (que también los hay), de derechas o de centro. Todos los nacionalismos tienen varias facetas comunes que los caracterizan sobremanera:
1. Tienen como común denominador la soberbia y la prepotencia que se arrogan a sí mismos y la convicción de que la cultura propia es superior a la de los demás.
2. Se caracterizan en que las partes que la definen se vierten en hostilidad hacia otros, que generalmente son presentados como enemigos, por lo general las comunidades y sociedades vecinas y, en algunos casos, comunidades y grupos étnicos minoritarios que quedan englobados en su territorio.
Consideran que lo mejor para eliminar el «peligro», que generalmente sólo existe en su imaginación, es el aplastamiento físico del adversario e incluso su aniquilación total.
El nacionalismo, para poder cuajar y sentirse fuerte, necesita la imagen de un adversario o enemigo. Cuando el nacionalismo no tiene un enemigo real, lo inventa, porque lo necesita como revulsivo y justificación. Hoy día la ayuda le viene de los medios de comunicación (el llamado cuarto poder), prensa, radio, televisión, esas grandes máquinas de manipulación y tergiversación social.
Bueno es preguntarse ¿Quién es el enemigo, real o inventado, a quién hay que abatir? En toda cruzada iniciada por el poder para fortalecerse y ampliar sus áreas de influencia ¿Cuál es la imagen del enemigo? Ante todo es y debe ser una imagen colectiva, ya que el individuo aislado no significa un peligro. El peligro está en la masa enemiga. Esta identidad nos muestra las dos caras de la moneda. Una es la salvación de aquel que busca y quiere conservar sus raíces. La otra es la maldición que se cierne sobre él y que puede convertirse en su propia condena.
Pero es evidente que los enemigos de ese nacionalismo deben y tienen que ser seres distintos, los enemigos siempre son «ellos». Lo natural sería que fueran fácilmente identificados por sus rasgos, su piel, su forma de vestir o su comportamiento. En estos casos serían fácilmente señalados, etiquetados y descubiertos entre las masas. Lo ideal sería que el enemigo fuera también más débil que nosotros, que estuviera desorientado y, mejor, si está indefenso.
Como dijo un conocido escritor y periodista: «El nacionalismo es la patología de la enfermedad de los tiempos modernos». No debemos olvidar nunca que la ideología nacionalista —en todas sus vertientes— es la causante directa de algunos de los genocidios más brutales y salvajes del siglo XX. Recordar también que algunos de estos genocidios fueron cometidos por el poder contra su propio pueblo, porque también en esos casos el poder asesino actuaba de acuerdo con las reglas del nacionalismo, ya que acusaba a sus víctimas de haber traicionado al pueblo, de haberse vendido al enemigo.
Al percibir al otro como «enemigo», y por tanto como una amenaza, fue común a todos los regímenes nacionalistas, autoritarios y totalitarios habidos en la historia. Parece ser algo consustancial a la naturaleza humana, ocurrido en todas las épocas y civilizaciones humanas, como si el odio, el desprecio y la destrucción inoculados por los líderes e ideólogos nacionalistas formaran parte del entramado social, y del que no se puede huir en los regímenes más diversos.
Ante este breve análisis, es de suponer que puede haber diversas interpretaciones a favor y en contra, pero si observamos atentamente la fotografía que acompaña a este texto, caben todas y cada una de las expresiones que apoyan el titular. Cada lector será muy libre de tener o no en cuenta cada frase de la pintada en nuestra sede de Sabadell. Y sólo terminamos diciendo «dónde está nuestro enemigo». Tomad nota.
Se trata siempre de personas que rompieron los lazos con su propia cultura, con la que sus antecesores se identificaban, y deseosas de encontrar una nueva identidad, una nueva comunidad en la que sentirse integrados, estar seguros y, al tiempo, ser un elemento a considerar. Todo ello da lugar a la aparición de líderes políticos con promesas y engaños de conseguir una nueva identidad y valores, ya que la pérdida de las raíces genera en el ser humano una sensación de temor y desorientación, consiguen el apoyo de esas masas y, gracias a él, conquistan el poder.
Todos sabemos que en los primeros años del siglo XX quienes trataron de hacerse con el poder en distintos países fueron personas salidas de las clases medias acomodadas, con frecuencia militares con el apoyo ocasional del mundo de las finanzas, y también —¡cómo no!— de activistas de distintas ideologías y de estudiantes ideologizados.
Las consignas que lanzaban, siempre tenían como fin atraer a las clases medias y bajas, que al tiempo se sentían desorientadas y confusas, para satisfacer sus expectativas y a la vez ser respaldados por los buscadores de identidad, y así convencerlos de que las encontrarían en los conceptos de nación o Estado.
La «nación» que se les ofrecía era la gran comunidad social en la que podían participar también los trabajadores y desheredados, y encontrar en ella un lugar seguro. Estos políticos y pensadores profesionales presentaban el «Estado» como una institución que, jurídica y administrativamente, hacía posible la realización y consolidación del concepto «nación».
La ideología en que se basa la filosofía y apología de la nación-Estado y presenta ese concepto se llama nacionalismo. Ya se defina nacionalismo de izquierdas (que también los hay), de derechas o de centro. Todos los nacionalismos tienen varias facetas comunes que los caracterizan sobremanera:
1. Tienen como común denominador la soberbia y la prepotencia que se arrogan a sí mismos y la convicción de que la cultura propia es superior a la de los demás.
2. Se caracterizan en que las partes que la definen se vierten en hostilidad hacia otros, que generalmente son presentados como enemigos, por lo general las comunidades y sociedades vecinas y, en algunos casos, comunidades y grupos étnicos minoritarios que quedan englobados en su territorio.
Consideran que lo mejor para eliminar el «peligro», que generalmente sólo existe en su imaginación, es el aplastamiento físico del adversario e incluso su aniquilación total.
El nacionalismo, para poder cuajar y sentirse fuerte, necesita la imagen de un adversario o enemigo. Cuando el nacionalismo no tiene un enemigo real, lo inventa, porque lo necesita como revulsivo y justificación. Hoy día la ayuda le viene de los medios de comunicación (el llamado cuarto poder), prensa, radio, televisión, esas grandes máquinas de manipulación y tergiversación social.
Bueno es preguntarse ¿Quién es el enemigo, real o inventado, a quién hay que abatir? En toda cruzada iniciada por el poder para fortalecerse y ampliar sus áreas de influencia ¿Cuál es la imagen del enemigo? Ante todo es y debe ser una imagen colectiva, ya que el individuo aislado no significa un peligro. El peligro está en la masa enemiga. Esta identidad nos muestra las dos caras de la moneda. Una es la salvación de aquel que busca y quiere conservar sus raíces. La otra es la maldición que se cierne sobre él y que puede convertirse en su propia condena.
Pero es evidente que los enemigos de ese nacionalismo deben y tienen que ser seres distintos, los enemigos siempre son «ellos». Lo natural sería que fueran fácilmente identificados por sus rasgos, su piel, su forma de vestir o su comportamiento. En estos casos serían fácilmente señalados, etiquetados y descubiertos entre las masas. Lo ideal sería que el enemigo fuera también más débil que nosotros, que estuviera desorientado y, mejor, si está indefenso.
Como dijo un conocido escritor y periodista: «El nacionalismo es la patología de la enfermedad de los tiempos modernos». No debemos olvidar nunca que la ideología nacionalista —en todas sus vertientes— es la causante directa de algunos de los genocidios más brutales y salvajes del siglo XX. Recordar también que algunos de estos genocidios fueron cometidos por el poder contra su propio pueblo, porque también en esos casos el poder asesino actuaba de acuerdo con las reglas del nacionalismo, ya que acusaba a sus víctimas de haber traicionado al pueblo, de haberse vendido al enemigo.
Al percibir al otro como «enemigo», y por tanto como una amenaza, fue común a todos los regímenes nacionalistas, autoritarios y totalitarios habidos en la historia. Parece ser algo consustancial a la naturaleza humana, ocurrido en todas las épocas y civilizaciones humanas, como si el odio, el desprecio y la destrucción inoculados por los líderes e ideólogos nacionalistas formaran parte del entramado social, y del que no se puede huir en los regímenes más diversos.
Ante este breve análisis, es de suponer que puede haber diversas interpretaciones a favor y en contra, pero si observamos atentamente la fotografía que acompaña a este texto, caben todas y cada una de las expresiones que apoyan el titular. Cada lector será muy libre de tener o no en cuenta cada frase de la pintada en nuestra sede de Sabadell. Y sólo terminamos diciendo «dónde está nuestro enemigo». Tomad nota.
CNT-Sabadell
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