Por ANDREA PAPI
Europa, es decir Occidente, está persiguiendo sus propios fantasmas. Occidente nace y toma forma en Europa, creando un tipo de cultura, una lógica de dominio y un modo de ser sociedad, que se han dilatado creando diversas vías y una millonada de aplicaciones, siempre dentro del mismo territorio. También América (particularmente Norteamérica) forma parte por derecho propio de Occidente. Históricamente es una derivación de Europa que, tras el descubrimiento de 1492, la colonizó, masacró a las poblaciones nativas y se apoderó de ella, separándose después de la «madre patria» de origen. También las actuales estructuras territoriales y situación política de África son fruto del colonialismo despiadado de Europa, que desde hace varios siglos considera normal imponerse como amo de una buena parte del mundo. Todavía, aunque de modo más atenuado, continúa considerándose como tal.
Sin embargo, hoy su antiguo imperio está declinando sin remedio; tanto es así que está mostrando signos manifiestos de cansancio y crisis. Su incapacidad para resistir y absorber a las masas de prófugos y migrantes que a oleadas comprimen sus fronteras, es el signo más evidente y dramático, con episodios trágicos, del declive de Occidente, de la decadencia de su credo, de su arrogancia milenaria, de su inquietud reducida a expresiones de un afán cada vez más patológico.
Un signo de los tiempos
Con frecuencia hemos leído y escuchado de todas las fuentes de información que millones de miserables, angustiados por las prevaricaciones inenarrables en sus países de origen, están llamando a las puertas de Europa. Aparecen como una incontrolable masa crítica, empujados por guerras, violencias y brutalidades, los seres queridos asesinados con métodos terriblemente crueles, hambre y miseria como condiciones imprescindibles. Su viaje de fuga hacia una ansiada salvación imaginaria es como horcas caudinas, donde despiadadas mafias de esclavistas y negreros contemporáneos les estupran, les torturan, les despojan de lo poco que poseen y, por tierra y por mar, los amontonan a la fuerza en medios de transporte en lo que a cada instante arriesgan la vida, constreñidos en condiciones donde prima la precariedad y la falta de higiene. Sus testimonios concuerdan: afrontan todo ese martirio porque si retornasen sería todavía peor. Estamos más allá de toda ferocidad imaginable, porque en tales «círculos infernales» actuales, efecto colateral de la modernidad occidental, no hay nada que envidiar a la trata de esclavos de dieciochesca memoria.
En este tsunami de seres humanos infelices que huyen de su tierra, tornada inhabitable por la desmesurada avidez de los amos asalvajados, veo algo más que la contingencia que empuja a esas personas a huir y emigrar, a aceptar incomodidades extremas y peligros porque en cualquier caso son siempre más aceptables que los del país que abandonan. Lo veo como un signo de los tiempos, que se propone como una ruptura capaz de derribar las barreras y los esquemas consolidados con los que Occidente había creído poder encerrarse en un recinto impenetrable, con la esperanza de que no pudiera agrietarse. Datos actualizados de las agencias de la ONU informan de un fenómeno planetario que supera ampliamente los 500 millones de personas migrantes en todo el mundo. Las razones, aparte de ser obviamente específicas de tanto en tanto, son en conjunto muy similares en todas partes: los sistemas de dominio están creando sistemáticamente mucha desesperación.
Detrás de todo esto existe un sueño rompedor de cambiar lugares y situaciones, de experimentar, de ponerse a prueba. La tecnología informática unida a la red global es capaz de informar velozmente sobre las condiciones existentes en cualquier rincón del planeta, desafiando al deseo y a la imaginación, empujando a emprender proyectos de vida. La tecnología contemporánea, continuamente actualizándose y perfeccionándose, ofrece muchas posibilidades de viaje, más allá de que estos desesperados de hecho empleen meses y años para trasladarse sin la certeza de que van a llegar, constreñidos como están por implacables mercaderes de esclavos. Nada impide que su imaginario individual enlace con la posibilidad de movimiento que les hace soñar, haciéndoles aceptar condiciones que en otras circunstancias serían inaceptables. Incluso sin los desastres de la guerra y del hambre que producen las oleadas humanas a que estamos asistiendo, estoy convencido de que de manera más débil se producirá una transmigración endémica constante, porque es la misma condición tecnológica y social que continuamente se produce para servir de estimulante y detonante para las constantes y continuas migraciones.
Pero el viejo mundo está oscilando
Desde el momento en que los sistemas de dominio vigentes, con su tarea especulativa antihumana, están determinando condiciones de masa humanamente inaceptables, el mundo en que vivimos es cada vez más inhabitable. Y por eso es una reacción justa y compartible la de los marginados que se están trasladando para intentar no sufrir la imposición de un destino tal. A pesar de todo, esta sacrosanta necesidad se enfrenta con las estructuras de poderes políticos obsoletos que todavía regulan la convivencia social. Es una especie de contraste involuntario entre el nivel de dominio y el del ejercicio de poder. Los sistemas de dominio, hegemonizados en primer lugar por la especulación financiera con sus oligarquías fluctuantes, que son universales y se mueven en un ámbito supraestatal, determinando condiciones extraterritoriales engobladoras y obligatorias. Incluso la economía productiva misma es cada vez más global y continuamente rebasa o viola las fronteras nacionales.
La cultura y la práctica de la gestión de los territorios son ahora, por el contrario, el emblema de los poderes nacionales y de las exclusividades territoriales. Afrontan el problema de los movimientos migratorios, que se están convirtiendo en parte constitutiva de la convivencia global, como si fuesen una complicación del control estatal para contener una invasión, con tensiones y dificultades de gestión cada vez mayores. El viejo mundo, que todavía impera con sus lógicas de control policial de los territorios, con sus visiones de pertenencia identitaria nacionalista y con su atávica voluntad de hegemonía jurisdiccional, está oscilando. Corre seriamente el riesgo de encontrarse desarticulado de las tendencias hegemónicas superestatatales que se enaltecen menospreciando y superando los lugares nativos, sobre todo determinadas tendencias por las que los pueblos están destinados a no tener más patrias, a desaparecer en cuento etnias o culturas distintas o separadas. Es un futuro mucho más cercano de lo que se puede suponer.
Para comprender cómo afrontar el problema de las migraciones en vez de sufrirlo, sería necesario proyectarse imaginativamente en una dimensión que ahora no tiene lugar, pero que muy probablemente está destinada a convertirse en una constante planetaria. En todos los campos en los que se mueve el hombre, las nuevas tendencias que surgen tienden a traspasar, si no a triturar, las fronteras políticas y nacionales, determinando una superación de hecho de esas barreras, de esas obligaciones, de esas visiones de las que la histórica expresión son los Estados políticos.
La enseña del mestizaje
Nosotros los anarquistas, únicos y legítimos herederos de la perspectiva simbolizada por el conocido «nuestra patria es el mundo entero», teóricamente tendremos a nuestra disposición todas las herramientas y el patrimonio cultural y de proyectos para proponer y experimentar cosas adecuadas. En cualquier caso, las dimensiones y el impacto disolvente de estos nuevos fenómenos migratorios nos encuentran sin preparar, no a la altura de los tiempos. El anarquismo tiene en su ADN el rechazo del concepto de frontera y de la lógica de los muros y de la segregación racial. Quisiéramos que la gente llegara a autogestionarse, no que sea absorbida y englobada, como está sucediendo con las «ayudas del Estado», cuando decide «acoger» a los nuevos expulsados. Nuestro punto de vista representa sin duda un horizonte valiosísimo para encontrar nuevas perspectivas y nuevas modalidades de agregación y convivencia.
Sería necesario determinar una tendencia que contuviera la posibilidad de dilatarse y enriquecerse recíprocamente, según la cual hombres y mujeres de toda especie pudieran moverse y encontrarse sin ser obligados, encapsulados, constreñidos o coaccionados de ninguna manera. El modo común y mutuo de relacionarse el uno con el otro a través de formas de autoeducación recíproca deberá ser el del intercambiar ideas, proyectos, modalidades organizativas, haciendo posible compartir los bienes, las emociones y la calidad de vida.
Con la enseña del mestizaje como nueva frontera debemos estar seriamente implicados en la búsqueda de nuevas y universales «identidades no más identitarias».
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