«Patriotismo es que un imbécil se sienta muy orgulloso de que un genio haya nacido en la casa de al lado».
Este aforismo del Perich, humorista catalán fallecido hace unos años y
que creo haber citado en más de una ocasión, me ronda por la cabeza cada
vez que veo a los patriotas, hoy vascos, o catalanes, proclamando sus« hechos diferenciales», con tremolar de banderas y consignas, y tomar
las calles, con la que está cayendo, para exigir la ansiada
independencia, que no sería sino otra dependencia más que no pasara por
Madrid, como si depender de Vitoria o Barcelona incrementara sus
libertades y sus opciones de prosperidad.
Cuarenta años de burricie franquista con el aplastamiento sistemático
de lenguas y culturas vernáculas realimentaron los viejos fermentos de
las tribus y las «etnias», y los deseos independistas de vascos,
catalanes o gallegos produjeron las razonables simpatías de una
izquierda que, aunque internacionalista por definición, compartía su
lucha y su resistencia contra los patriotas españoles empeñados en la
indisoluble españolidad de España y obnubilados por los fantasmas de un
imperio ya fenecido y hundido en sus miserias. El nacionalismo de
izquierdas seguía siendo un oxímoron, pero en aquél mundo pervertido y
siniestro parecía una contradicción coyunturalmente asumible, las
senyeras y las ikurriñas carecían de las miserables connotaciones de la
bandera rojigualda con sus símbolos rampantes.
El problema es que los nacionalistas no quieren ser libres, les
bastaría con ser pastoreados y reprimidos por políticos nacidos en la
casa de al lado que seguirían dependiendo de Bruselas, de Berlín o de
Washington. Seguirán siendo cola de león y no cabeza de ratón y no
podrán escapar de una tiranía que en sus delirios identifican con
Madrid, confundiendo la sede del gobierno con un gobierno que no
ejercemos sino que padecemos los madrileños desde la casa de al lado.
Necionalismo puro y duro.
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