Gabriela Cañas
Quizá sea exagerado afirmar que
estamos a las puertas de una Tercera Guerra Mundial como empieza a decir más de
uno, pero cada vez son más organismos internacionales los que sospechan que la
creciente desigualdad es el mayor riesgo al que se enfrentarán nuestras
sociedades en la próxima década. El Foro Económico Mundial, el FMI o la OCDE ya han alertado sobre
los peligros de esta deriva que está registrando el mundo desarrollado en el
que —simplificando— los ricos son pocos y cada vez más ricos, y los que menos
tienen son cada vez más y sus ganancias disminuyen. La brecha se acrecienta. En
Estados Unidos, los datos son escandalosos. En ese país, como señala The Economist, el 1% de la población
con más ingresos ha pasado de detentar el 10% de la riqueza al 20% en los
últimos treinta años.
Este fenómeno del aumento de la
disparidad de ingresos entre ricos y pobres, que se inició ya en 1980, se ha
acelerado con la crisis. El salario medio en Wall Street, por ejemplo, ha
crecido en plena Gran Depresión durante los dos últimos años en un 17%
alcanzando los 281.000 euros. En general, como contaba en este periódico Sandro
Pozzi el pasado jueves, las retribuciones en el sector financiero suben mientras
se recortan plantillas.
Solo Latinoamérica y amplias zonas
de África, de donde no tenemos datos para analizar la tendencia, se salvan de
una deriva tan escandalosa. Mientras la riqueza se concentra y crece de manera
desmedida, las clases medias y las menos favorecidas se empobrecen hasta el
paroxismo. Es una deriva peligrosa e inmoral en la que España destaca de manera
especial. El índice Gini que mide esa brecha entre ricos y pobres se ha
disparado desde 2008, año inicial de la crisis, hasta convertir a este país en
el más desigual de la eurozona. La coyuntura económica y, sobre todo, las
políticas imperantes están dando al traste con uno de los logros más
importantes de la democracia española, que logró situar a España entre los
países de mayor desarrollo humano del planeta, un índice que tiene en cuenta el
acceso general de la población a la riqueza, la educación y la sanidad.
La pobreza por sí sola no genera un
malestar social suficiente como para desatar un conflicto de mayores
consecuencias. Es la desigualdad y la injusticia intrínseca que conlleva la que
provoca las peores tensiones. Latinoamérica debe en gran parte su pasada
inestabilidad política al hecho de ocupar el primer puesto en desigualdad
social. Tras los gravísimos altercados vividos este verano en las minas de
Sudáfrica está el hecho de que el 80% de las reservas de platino del mundo
están en ese país mientras su población no acaba de beneficiarse de ello.
La situación es explosiva. En
Sudáfrica, como en Grecia, como en España, el paro afecta ya a una cuarta parte
de la población activa. Son países, sin embargo, en los que hay grandes
fortunas, salarios estratosféricos y, nuevamente, unas políticas económicas de
corte radicalmente liberal que, como la lluvia fina, una parte de la sociedad
acepta como algo natural. El mismo día en que Oliver Wyman cifraba en 53.745
millones de euros las necesidades de la banca española para sanearse, en
algunas tertulias públicas no se hablaba del insoportable peso de esas
entidades financieras mal gestionadas que tanto dinero han perdido —o desviado—
y que ahora hay que rescatar. No. Se hablaba de que el Estado de bienestar que
tenemos es insostenible. Y como ese es el mantra de los que gobiernan, el
resultado obvio es una injusta transferencia del dinero de los contribuyentes
hacia esas entidades.
La buena noticia no es que los
organismos internacionales se hayan convertido de pronto en ONG sensibles a los
sufrimientos humanos. La noticia es que tales organismos se están dando cuenta
de que la desigualdad social, además de ser una bomba de relojería, puede
mermar el crecimiento económico. Así lo considera, por ejemplo, el FMI. De
manera que, por la razón que sea, quizá ya no estemos a las puertas de una
Tercera Guerra Mundial, sino en el umbral de una rectificación que es urgente
para evitar daños peores, incluso para los ricos. Las políticas económicas
tienen que cambiar y estas no deberían volver a olvidar que erosionar con sus
recortes la educación, la sanidad y las prestaciones sociales en general es el
peor error que se ha cometido.
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