JUAN DIEGO ARETA HIGUERA
Hace poco más de un año escribí, como desahogo, unas palabras que pretendían alertar sobre algunos peligros que observaba entonces en relación al afrontamiento de la pandemia. Básicamente animaba a volver a la serenidad, al debate racional y a evitar convertir la ciencia en religión. Creo que es obvio mi fracaso pero, al menos, el poema de Niemöller no se me podrá aplicar a mí. Con ese pírrico triunfo hube —y habré— de conformarme.
Tras aquello, me propuse no volver a manifestarme públicamente por varios motivos: mi aversión a los focos, la autoconciencia de mi irrelevancia y, especialmente, la evitación de los problemas que me puede traer significarme (uso esta palabra, «significarme», con pleno conocimiento de las connotaciones que tiene en España y teniendo presentes las que tiene la etiqueta «negacionista»).
Habrá quien opine que exagero, que la libertad de expresión no se ha mermado y que el debate sigue siendo abierto. A quien eso piense, le pido que recuerde los ataques y censuras sufridos por quienes han manifestado dudas u oposición a ciertos aspectos de la gestión de la pandemia (John Ioannidis, Martin Kulldorff, Peter Doshi, Juan Gérvas…).
Así, en este último año sólo me he expresado abiertamente en pequeños grupos de confianza o, en ocasiones, parapetado tras un cobarde anonimato. Y así pretendía seguir, pero ciertas noticias publicadas en los últimos días me han removido de tal manera que, desde mi humilde posición, me veo en conciencia obligado a escribir estas palabras. Me refiero a las siguientes: «PAÍS VASCO EXIGIRÁ CERTIFICADO COVID PARA ENTRAR A BARES Y RESTAURANTES»; «ALEMANIA SE PREPARA PARA CONFINAR A LOS NO VACUNADOS»; «AUSTRIA APLICA DESDE HOY EL CONFINAMIENTO PARCIAL PARA LOS NO VACUNADOS». Son noticias que, como digo, me provocan un impacto profundo y me hacen preguntarme hacia dónde vamos.
La limitación de derechos fundamentales es algo gravísimo que, en algún caso extremo de aplicación, debería fundamentarse de una manera muy potente en base a la evitación de un riesgo grave. ¿Es el caso de estas medidas?
Tenemos unas vacunas contra la Covid-19 de las que, entre otras cosas, sabemos que protegen (durante unos meses) a la persona vacunada de desarrollar síntomas graves de Covid-19, pero que no evitan que el vacunado pueda portar el virus y transmitirlo. Así, si en un mismo espacio encontramos personas vacunadas y no vacunadas, son estas últimas las que asumirán el mayor riesgo. Entonces, ¿qué sentido «científico» tiene limitar los derechos de los no vacunados?
Querría convencerme de que el autoritarismo sanitario enloquecido que padecemos tendrá aquí su límite, que no aceptaremos está aberración ética sin siquiera base científica. Pero no lo consigo, y me resulta alarmante la prácticamente nula reacción que se percibe entre la población, que incluso parece apoyar este tipo de medidas autoritarias.
Y así, sin reponerme de la desazón y la sorpresa, acabo encontrando similitudes entre nuestro tiempo y el desarrollo de los totalitarismos durante el primer tercio del siglo XX. Es común considerar que el nazismo (y otros totalitarismos) son aberraciones históricas imposibles de repetirse. A menudo no podemos concebir cómo las personas de la época pudieron permitirlo. Pero ya nos enseñó Hannah Arendt que los nazis no eran en su mayoría monstruos, aunque nos guste creer que sí; que cualquiera de nosotros, en circunstancias parecidas, hubiéramos podido hacer lo mismo.
En aquella época, el racismo y la eugenesia no eran ideologías bárbaras. No. Eran teorías basadas en la ciencia que calaron profundamente en el ámbito académico y también en el político-social. Y que (esto es vital) eran apoyadas y aplicadas por personas que no querían hacer el mal, sino que estaban plenamente convencidas de hacer el bien.
Así, en Alemania había unos «certificados arios» que habilitaban para ser ciudadano de pleno derecho. Insisto: esta y otras medidas se fundamentaban recurriendo a teorías científicas respetadas por muchos en la época. Pero las consecuencias fueron las que fueron.
Este detalle histórico nos recuerda que lo que caracteriza a la ciencia —o lo que debería caracterizarla— no son la certeza y el dogma, sino la permanente duda y puesta en cuestión de lo que creemos saber. Además, nos hace ver que el totalitarismo no llega de golpe ni necesariamente con malas intenciones, que son pequeños cambios «sin importancia» los que van haciéndonos avanzar por ese camino de forma a veces casi imperceptible.
Y yo pregunto: ¿no guardan cierto parecido las medidas que se anuncian últimamente en las noticias con el certificado ario? Respondería que sí, pero no me atrevo. Me doy cuenta de que tal vez soy un alarmista incorregible... Sí, ahora que lo pienso, lo soy. Es evidente aprendemos de la Historia, que hemos recobrado la serenidad y la razón, que el otro no es visto como riesgo y amenaza sino como semejante, que no hemos olvidado aquello que tanto nos costó aprender: que los Derechos Humanos no son un fin al que llegar, sino un principio del que partir.
LAVOZ DEL SUR
22
noviembre 2021
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