Por JUAN POSTIGO
Siendo muy joven, antes de haber cumplido los veinte años, el príncipe Piotr Kropotkin decidió como destino para su promoción en el ejército una lejana región en la vastísima estepa siberiana. Por aquel entonces, en el año 1862, pocos hubieran podido llegar a ver algún atractivo a esa comarca tan apartada, la del río Amur, que había sido anexionada recientemente a Rusia y que, según parecía, contaba con un clima extremadamente riguroso, con una geografía salvaje y con una población rústica literalmente desconectada del mundo. Sin embargo, para Kropotkin, que tenía en mente estudiar en la universidad y descubrir algunos de los principales misterios de la naturaleza que hasta entonces solo había leído en Humboldt y en Ritter, aquel «Misisipi del Lejano Oriente», como él mismo llamó a la zona, le ofrecía además la oportunidad de observar las conductas sencillas de una gente que, sin interesarse demasiado por las sofisticaciones de la capital, sobrevivía sin problemas al margen de toda civilización.
A pesar de ello, quien estaba destinado a ser uno de los grandes ideólogos del anarquismo, en realidad se crió rodeado de toda clase de lujos y comodidades. Según contó en sus Memorias de un revolucionario, su padre poseyó multitud de sirvientes: «mil doscientas almas en tres provincias diferentes», además de grandes extensiones de cultivos y un sinfín de lujos accesorios. En su casa trabajaban cuatro cocheros que cuidaban de una docena de caballos, había cinco cocineros, doce camareros y un número indeterminado de doncellas. Como a su padre le gustaba la música, casi todos los empleados tocaban la viola o el clarinete: el ayudante del mayordomo era al mismo tiempo afinador de pianos y flautista, el sastre tocaba la trompa, y el repostero, la trompeta.
Cuando era un niño se acostumbró por tanto a verse rodeado de gente extraña, a las visitas, los agasajos y los convites nocturnos (las fiestas se celebraban en su casa con bastante frecuencia); pero al mismo tiempo, de forma paralela, tuvo igualmente oportunidad de contemplar, muy de cerca, los últimos coletazos de la servidumbre en su país. Los tan comunes casamientos forzosos entre siervos, que causaban desconcierto entre la juventud, o los alistamientos obligados en el ejército, que conducían al soldado a una vida de penurias caracterizada por el exilio perpetuo, la vigilancia permanente o los azotes con varas de abedul («Os haré fustigar hasta que se os caiga la piel a tiras» era la amenaza más repetida entonces a los nuevos reclutas de procedencia humilde), acababan muchas veces en suicidios. De todo ello fue testigo Kropotkin. También de los esperpénticos excesos que se producían en la corte del zar. Un año antes de partir a Siberia, fue nombrado sargento del Cuerpo de Pajes, y fue allí donde definitivamente vio «lo que ocurría entre bastidores», la «inutilidad» de los espectáculos y el sinsentido de la teatralidad que envolvía las ceremonias más rutinarias. En cualquier acto oficial, todo alto funcionario, civil o militar, se esforzaba por atraer con sus excesivas reverencias la mirada del emperador, porque un mínimo movimiento de cabeza, o quizás incluso una sonrisa suya, bastaba para tranquilizar al súbdito.
Kropotkin veinteañero y dibujo suyo sobre una de sus expediciones siberianas. |
Exactamente dos décadas más tarde, el mismo zar de Rusia, Alejandro II, sería brutalmente asesinado en un atentado con bomba que le arrancó las dos piernas. No obstante, las raíces revolucionarias se habían establecido con anterioridad. En una sociedad con un 98 por 100 de campesinos (de los cuales solamente una ridícula minoría eran libres), con un número reducido de fábricas donde las jornadas laborales llegaban a las 19 horas, y ante la presencia de una nobleza terrateniente que acaparaba ignominiosamente las riquezas, muchos sectores de la población comenzaron a mostrar abiertamente su descontento. La propia ciudad de San Petersburgo, cuya primera piedra se colocó en 1703 bajo las órdenes de Pedro el Grande en aquel terreno acuático que obligaría a efectuar constantes remodelaciones, estaba llamada a ser la capital del lujo, hasta el punto de que el desorbitado número de suntuosos carruajes que llegó a albergar en sus primeros tiempos se acabó convirtiendo en un espectáculo visual conocido internacionalmente. Además de esto, en el plano intelectual, económico y social, fue siempre evidente que Rusia había vivido al margen de Occidente, prescindiendo de buena parte de los más grandes hitos culturales e históricos que caracterizaron al continente europeo, como pudieron ser el Renacimiento, la aparición de los Estados nacionales, la exploración ultramarina, o la Ilustración. Es por eso que, ya en el siglo XVIII, se despertaron en Rusia los primeros movimientos revolucionarios (la primera huelga general data allí de 1749, y el transgresor libro de Alexandr Radíschev, Viaje de San Petersburgo a Moscú, se publicó en 1790).
Fue, así pues, en Siberia donde surgieron los fundamentos reformadores de Kropotkin. En esa etapa conoció al poeta Mijáilov, condenado a trabajos forzados, que le recomendó la lectura del Sistema de las contradicciones económicas de Proudhon. Contemplando el orden pausado de la naturaleza, la conducta pacífica de aquellos pueblos desconocedores de las complejas estructuras estatales, Kropotkin comenzó a aborrecer la macrocefálica burocracia de su país y abrazó el nihilismo. Pronto abandonó la carrera militar y se enroló en el Círculo de Chaikovski, un movimiento surgido en San Petersburgo que pretendía hacer a las gentes del campo sabedoras de algunas importantes ideas expresadas en la literatura prohibida. Como el resto de los miembros de ese grupo, él también se «disfrazaba» de campesino antes de adentrarse en las aldeas rurales, tratando de mimetizarse en el entorno y de adoptar las formas de comportamiento locales. Inmediatamente después de esto, Kropotkin participó en el movimiento naródniki, similar en los propósitos al anterior, que sería eliminado por la policía en 1874 y que le llevaría a partir de entonces a padecer encarcelamientos y protagonizar fugas, exilios y escapatorias. Finalmente alcanzó universal reconocimiento como pensador y científico. Sus dos obras más importantes, La conquista del pan (1892) y El apoyo mutuo (1902), plantearon en origen al lector la posibilidad de crear sociedades más igualitarias, menos sujetas a los empeños de una minoría mediante el establecimiento de gobiernos sin Estado, tal y como él veía que se producían las interacciones naturalmente. Hoy, sin embargo, estos escritos son vistos más bien como un conjunto de interesantísimos planteamientos utópicos.
12 noviembre 2018
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