Por VOLIN
Acude ahora a mi memoria un episodio
típico que presencié. Los regimientos majnovistas habían hecho alto en una
población importante. Nuestra Comisión de Propaganda, llegada con ellos, fue
hospedada por una familia de campesinos, cuya vivienda daba a la plaza, frente
a la iglesia. Apenas instalados, oímos ruidos inusitados, clamores de voces. Al
salir vimos a una multitud de campesinos en explicaciones con los combatientes
majnovistas.
—Sí, camaradas —oímos—. El canalla hizo
una lista de nombres, unos cuarenta, todos los cuales fueron fusilados por las
autoridades.
Supimos que se trataba del cura de la
aldea. Una rápida investigación sobre el terreno confirmó la verdad de la
acusación. Se decidió, pues, ir en busca del cura. Los campesinos afirmaban que
su vivienda estaba cerrada y que el cura no se hallaba en ella. Le suponían
huido. Pero había quienes consideraban que se había ocultado en la iglesia
misma, y campesinos e insurgentes se dirigieron a ella. La puerta estaba
cerrada por fuera, con cadena y candado.
—Ven —dijeron algunos—; no puede estar
dentro, pues la puerta está cerrada por fuera.
Mas otros, desconfiados, afirmaron que
el pope, sin tiempo para huir, se había hecho encerrar en la iglesia por su
pequeño sacristán, para que se le creyera huido. Pero de nada le valió. Los
insurgentes hicieron saltar el candado y penetraron en la iglesia, cuyo
interior revisaron prolijamente, descubriendo un vaso de noche, ya utilizado, y
una provisión de víveres. El pope estaba allí, pues. Al oír la multitud que
penetraba en la iglesia, había, de seguro, trepado al campanario, en la
esperanza de que, no hallándolo abajo, desistieran de buscarlo. Pero los
insurgentes se lanzaron por la estrecha escalera de madera hacia el pequeño
campanario, con gran ruido de sables y fusiles y gritos. Los que se hallaban en
la plaza vieron, entonces, aparecer en lo alto del campanario a un hombre alto,
que gesticulaba y gritaba desesperadamente, dominado por el terror. Era joven,
de largos cabellos de rubio pajizo. Tendidos hacia la plaza sus largos brazos
abiertos, gritaba plañidero:
—¡Pequeños hermanos! ¡Yo nada hice!
¡Nada malo! ¡Piedad mis hermanos! ¡Mis pequeños hermanos!
Fue un instante. Brazos vigorosos le
tiraron de la sotana, obligándole a bajar. Y la multitud salió con él de la
iglesia, cruzó la plaza y lo trajo al patio de la vivienda que ocupábamos. Y
allí mismo se improvisó el juicio popular, en el que nuestra Comisión,
meramente espectadora, no intervino por nada.
—¿Qué dices ahora, pillo? ¡Hay que
pagar! Despídete de la vida y ruega a tu dios, si quieres...
—¡Mis pequeños hermanos, mis pequeños
hermanos! -repetía el pope, tembloroso-. Soy inocente; no he hecho nada. ¡Mis
pequeños hermanos...!
—¿Qué no has hecho nada? —le gritaban—.
¿No has denunciado al joven Iván, y a Pavel, y a Serguei, el jorobado, y a
muchos más? ¿No fuiste tú quien redactó la lista? ¿Quieres que te llevemos ante
las fosas de tus víctimas? ¿O que vayamos a hojear los papeles del puesto
policial, donde de seguro encontraremos la lista de tu puño y letra?
El pope cayó de rodillas, los ojos
perdidos, brillante de sudor el rostro, repitiendo sus exclamaciones. Una
joven, integrante de nuestra Comisión, se hallaba cerca de él incidentalmente.
Arrastrándose de rodillas, le tomó el ruedo del vestido, lo besó y le suplicó:
—¡Protégeme, mi pequeña hermana! ¡Soy
inocente! ¡Sálvame, mi pequeña hermana!...
—¿Qué quieres que haga yo? —le
respondió ella—. Defiéndete, si eres inocente. No estás ante seres salvajes. Si
eres realmente inocente no te harán daño alguno. Pero si eres culpable, ¿qué
puedo hacer yo?
En eso entró al patio, a caballo, un
insurgente. Se detuvo tras el pope y, sin apearse, empezó a fustigarle la
espalda, gritándole a cada golpe: «¡Por haber engañado al pueblo! ¡Por haber
engañado al pueblo!» La multitud, impasible, le dejaba hacer. Hasta que yo le
dije:
—¡Basta, camarada! A pesar de todo, no
hay que torturarlo.
—¿Sí, eh? —oí a varios—. Ellos nunca
torturaron a nadie, ¿verdad?
Otro insurgente se adelantó, para
sacudir rudamente al pope.
—¡Vamos, levántate! ¡Basta de comedia!
¡Ponte de pie!
El pope ya no gritaba. Muy pálido,
apenas consciente de la realidad, se incorporó, perdida a lo lejos la mirada,
moviendo los labios, sin voces. El insurgente hizo señales a algunos camaradas,
quienes en seguida rodearon al pope.
—Camaradas —se dirigió a los campesinos
el insurgente—: ¿afirmáis vosotros que este hombre, contrarrevolucionario
declarado, redactó y entregó a las autoridades blancas una lista de
sospechosos, y que éstos fueron en seguida fusilados? ¿Es así?
—¡Sí, sí, ésa es la verdad! —clamoreó
la multitud—. ¡El hizo asesinar a cuarenta de los nuestros! Toda la población
lo sabe.
Y se daban nombres, se invocaban
testimonios precisos, se acumulaban pruebas... Algunos parientes de los
ejecutados confirmaban los hechos. Las mismas autoridades les habían hablado de
la lista confeccionada por el cura, en explicación de sus represalias. Y el
pope, sin decir nada.
—¿Hay alguien que defienda a este
hombre? —preguntó el insurgente—. ¿Alguien que dude de su culpabilidad?
Silencio. Tras la pausa, el insurgente
se acercó al pope y le quitó brutalmente la sotana.
—¡Qué buena tela! —dijo—. Nos servirá
para hacer una bandera. La nuestra ya está muy desgastada.
Y luego, dirigiéndose al cura,
ridículo, en camisa y calzoncillos:
—¡Arrodíllate ahí, ahora! Y haz tus
oraciones, sin volverte.
Así lo hizo el condenado. Dos
insurgentes, ubicados tras él, sacaron sus revólveres y, pasados unos
instantes, le hicieron fuego. Y todo terminó.
La revolución desconocida
(Libro Tercero, II parte)
wow que buen fragmento, ¿donde consigo ese libro?
ResponderEliminarEl texto, como ya se pone al final, forma parte de La revolución desconocida de Volin, un clásico del anarquismo y su historia. En la última parte se centra en Ucrania y el movimiento majnovista.
Eliminarhttp://es.scribd.com/doc/462865/Volin-La-revolucion-desconocida
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