Por MIQUEL AMORÓS
Vivimos en un mundo que no funciona, que está en franco declive, que
se hunde, tal como parecen indicar los síntomas de la degradación
directamente comprobables, desde el desarreglo climático hasta las
hambrunas y patologías emergentes, desde la contaminación generalizada y
la deforestación galopante hasta la desigualdad social creciente, desde
la extensión de la peste emocional religiosa y nacionalista hasta las
guerras por el control de recursos cada vez más escasos. No se trata
pues de una simple crisis, sino de una catástrofe ecológica y social que
adquiere visos de normalidad, puesto que lleva años produciéndose. En
efecto, la economía global, último estadio de la civilización
capitalista, se ha mostrado como una fuerza destructora mayor, capaz de
alterar irreversiblemente los ciclos vitales de la naturaleza, de
arruinar la sociedad y de destruirse con ambas. Hecho histórico
inaudito, el impacto económico y tecnológico ha desbordado la esfera
social adquiriendo la devastación dimensiones geológicas. Las
condiciones de supervivencia de la especie humana están siendo
profundamente deterioradas. La novedad es que no hay vuelta atrás. En
resumen, el capitalismo es la catástrofe misma, y el problema no es que
se derrumbe, una buena cosa se mire por donde se mire, sino que en su
demencial carrera hacia el abismo nos arrastre a todos. Las almas
cándidas que no paran de rogar por la salvación del planeta Tierra, por
la preservación del hábitat de la humanidad, contra la extinción de las
especies, harían bien en precisar que es del capitalismo en todas sus
facetas del que hay que salvarlo, y que ello comporta su abolición, que
es la de las desigualdades, de las jerarquías, de los aparatos
políticos, de la división del trabajo, del patriarcado, de los ejércitos
y de los Estados.
La Naturaleza ha pasado plenamente a formar parte de la economía; ha
dejado de ser un entorno inmutable que soporta a una sociedad
evolucionando históricamente. Se ha «civilizado» Tierra, mar, aire y
seres vivos son meros objetos de mercado. La sociedad, capitalista por
supuesto, se apropia de la Naturaleza, o como se suele decir, del medio
ambiente, igual que se había apoderado antes de la sociedad. La
Naturaleza ya no queda fuera de la historia, no es ajena al tiempo
lineal de la sociedad de masas, puesto que las catástrofes que la
afectan tienen origen social. Son consecuencia de un proceso histórico
ligado al ascenso y consolidación de una clase que funda su poder en el
control de la economía: la burguesía. Y esa misma clase, históricamente
transformada, ha tomado conciencia de que el nuevo empuje de la economía
—de un mayor avance en el saqueo del territorio— depende de la
administración de las catástrofes que su despliegue ha provocado. La
guerra contra la naturaleza continúa pero disimulada bajo una aparente
paz ecológica. El catastrofismo es ahora parte importante de la
ideología dominante —la de la clase dominante, hasta hace poco optimista
y progresista— puesto que el pesimismo es más de recibo en un mundo que
hace aguas. El desastre no se puede negar ni reconducir. Hay que
admitirlo. La basura campa a sus anchas, el ocio industrializado hace
estragos, la biodiversidad se pierde y la opresión se multiplica. El
mensaje actual del poder es claro: la catástrofe es real, la amenaza del
colapso es muy plausible, pero la responsabilidad compete a una
humanidad abstracta, ávida de riquezas, muy prolífica y genéticamente
autodestructiva. Resulta que todos somos culpables de la catástrofe por
ser como dicen que somos, animales que persiguen exclusivamente el
beneficio privado. Solamente los dirigentes pueden librarnos de ella,
porque solo ellos tienen la capacidad, los conocimientos y los medios
necesarios para hacerlo sin frenar el crecimiento económico ni modificar
en lo sustancial el modelo financiero. En fin, conservando con
fidelidad el statu quo, no afectando en lo fundamental las estructuras
políticas y sociales.
La solución de los dirigentes radica en un nuevo sistema industrial
de producción y servicios controlando los flujos migratorios y caminando
de la mano de tecnologías «verdes», las verdaderas protagonistas de la «transición» del viejo mundo ecocida con sus fuentes de energía «fósil»
al nuevo mundo sostenible con sus «yacimientos» de energía «renovable».
La nueva economía «baja en carbono» llega en auxilio de la vieja
economía petrolificada, no para desplazarla, sino para complementarla.
Ambas son extractivistas y desarrollistas. Las multinacionales dirigen
toda la operación: el capitalismo es quien reverdece. Así pues, el
consumo de combustible fósil no se verá afectado por la producción de
agrocarburantes y de energía de fuentes que de «renovables» no tienen
más que el nombre. El consumo mundial de energía que los dirigentes
tildan de «verde» nunca sobrepasará a la «fósil»: en la actualidad no
llega al 14% del total. Por consiguiente, las centrales nucleares, las
térmicas, las incineradoras, las metanizadoras, la fractura hidráulica y
los embalses incrementarán su presencia, esta vez en compañía de las
industriales eólicas, fotovoltaicas, termosolares y de biomasa. Las
nuevas tecnologías sostienen a la sociedad explotadora, dependen de ella
tanto o más que lo contrario. El crecimiento, el desarrollo, la
acumulación de capital o como quieran llamarlo, se apoya ahora en la
economía «verde», en la «sostenibilidad», en los puestos de trabajo «verdes», en las innovaciones ecotécnicas que concentran poder y
refuerzan la verticalidad de la decisión. El ecologismo de Estado es su
nuevo valedor, la vanguardia profesional auxiliar de la clase política
alumbrada por el parlamentarismo, el voraz consumidor de los fondos
públicos y privados destinados a financiar proyectos de apuntalamiento
sistémico y rentabilización de la marginalidad.
Un ecologismo de ese tipo es casi imprescindible como instrumento
estabilizador de la fuerza de trabajo expulsada definitivamente del
mercado, pero todavía lo es más como arma de deslocalización de las
actividades contaminantes hacía países pobres, cuya mayor oportunidad de
formar parte de la economía global consiste en convertirse en
vertederos. El ecologismo de Estado viene representado primero por una
gama de partidos de corte ecoestalinista, fruto del reciclaje del
estalinismo residual, clásico, bajo los parámetros del ciudadanismo
populista, como por ejemplo Podemos, Comunes, IU o Equo (y ahora Sumar). A continuación
vienen un montón de colectivos y asociaciones reformistas que no van más
allá de la economía «solidaria» de mercado, el consumo «responsable»,
la explotación de energías «renovables» y el desarrollismo «sostenible».
Mayor grado de complicidad con el orden tienen los ecologistas
patentados de las grandes ONG’s del estilo de Greenpeace, WWF,
Extinción-Rebelión o Green New Deal, que aspiran a convertirse en
lobbies, y sobre todo los tertulianos «transicionistas», los «colapsólogos» y las vedettes del espectáculo conmovidas por la
devastación planetaria. Sin embargo, el núcleo duro de esa clase de
ecologismo está compuesto por una fauna considerable de arribistas
cretinos, trepas advenedizos y aventureros aprovechados que se
distribuye por las instituciones, los medios, las redes sociales y las
cúpulas orgánicas en tanto que expertos, asesores, consejeros y
directivos. Se puede confeccionar una extensísima lista con sus nombres.
El común denominador de todos ellos es no constituir una amenaza para
nada ni para nadie. No cuestionan los tópicos fundacionales del dominio
burgués —«democracia», «progreso», «Estado de derecho»— sino más bien lo
contrario. Realmente no quieren acabar con el capitalismo ni
desindustrializar el mundo. Sus miras son mucho menos ambiciosas: la
mayoría se dará por satisfecha con ver incluidas algunas de sus
propuestas en las agendas de los partidos principales y los gobiernos.
Al fin y al cabo, su trabajo vocacional se limita a presionar a los
políticos, no a expurgar la política. Intentan ejercer de intermediarios
en el mercado territorial a través de normativas conservacionistas, tal
como hacen los sindicatos en el mercado laboral.
El Estado vertebra o desvertebra la sociedad en función de poderosos
intereses privados, los intereses de la dominación industrial, y no en
beneficio de las masas administradas. Es algo inamovible. El saqueo del
territorio que las elites económicas practican está siendo facilitado
por las instancias estatales, que se alimentan de él reforzando de paso
su estructura jerárquica, consolidando la clase político-funcionarial y
extendiendo los mecanismos de control de la población. No hay Estado «verde» posible, porque ningún Estado que se precie va a actuar en
contra de sus intereses, y estos pasan por la explotación intensiva de
los recursos naturales más que por el decrecimiento. La detención de la
catástrofe implicaría la del desarrollo, con temibles derivaciones como
la erradicación del consumismo, el desmantelamiento de las industrias,
las autopistas y la gran distribución, la desurbanización del espacio,
la disolución de la burocracia, la descentralización total de la
producción energética y alimentaria, el fin de la división del trabajo,
etc., todas contrarias al carácter del Estado producto de la
civilización industrial. Por eso el ecologismo del Estado preferirá
distraer a su público con pequeños gestos superficiales de
responsabilidad ciudadana. No irá más allá de los impuestos, los
decretos y las comisiones de seguimiento; no sobrepasará la recogida
selectiva de basuras, la limitación de la velocidad a 80 Km/h, el
fomento de la bicicleta, la promoción de los alimentos orgánicos, el
alumbrado de bajo consumo o la prohibición de determinados envases de
plástico, nada de lo cual contribuirá visiblemente al cambio ecológico o
a la democratización de la sociedad. El Estado reposa sobre una
población infantilizada, excluida de la decisión y despolitizada,
volcada en su vida privada; el Estado se nutre de una sociedad
artificial, estratificada, clasista, en fuerte desequilibrio con el
entorno y por consiguiente insostenible. Si una sociedad así nunca será
ecológicamente viable, tampoco lo será un Estado forjado en su seno por
mucha voluntad que alguno le ponga. Los falsos ecologistas adoran al
Estado por encima de todas las causas.
Los verdaderos ecologistas están en otra parte. Los auténticos
ecologistas son antidesarrollistas. Su programa rechaza el papel
preponderante de la técnica en la orientación evolutiva de la sociedad,
es decir, condena como falacia perniciosa la idea de «progreso».
Asímismo, critica y combate la concentración de la población en
conurbaciones y la proletarización de la vida de sus habitantes, tanto
en su dimensión material como en la moral. Lucha contra la alienación y
consecuencia necesaria de la masificación. Para ellos la civilización
industrial y el Estado que la representa son irreformables y hay que
combatirlos por todos los medios, desde luego, medios que no contradigan
a los fines. Boicots, marchas, ocupación, movilizaciones, etc. La
defensa del territorio es antiestatista y anticapitalista tanto en la
forma como en el contenido. Busca la salida del capitalismo, la
desmercantilización del territorio y las relaciones humanas, y la
gestión pública a través del ágora, es decir, de las asambleas. La
catástrofe ecológica no podrá conjurarse más que con un cambio drástico
del modo de vida, una «desalienación», lo que nos remite a la
restitución del metabolismo normal entre la urbe y el campo, a la
unificación del trabajo intelectual y físico, a la supresión de la
producción industrial, a la abolición del trabajo asalariado, a la
extinción de las formas estatistas… La cuestión teórica y práctica que
se plantea consiste en cómo elaborar una estrategia realista de masas
para llevar a cabo los objetivos descritos. La salvación del planeta y
de la humanidad doliente dependerá de que la capacidad que tenga la
población oprimida para salir de su letargo y emprender el largo camino
de la resistencia con el fin de acabar con un mundo aberrante y
construir en su lugar una sociedad verdaderamente humana.
FUENTE: https://www.briega.org/es/opinion/cuidado-con-ecologismo-estado